– Me alegro de que esto se haya solucionado -dijo Dogmill, que obviamente no tenía los mismos pensamientos que yo.
– Todo este asunto, disparos, un muerto… es terrible -comentó Hertcomb-. Dogmill, me dijisteis que no habría alboroto. Y sin duda esto podría calificarse como tal.
– Solo un poco -dijo Dogmill con impaciencia. Miró a su alrededor un momento-. Seamos sinceros -me dijo-. Vos me habéis amenazado, yo os he amenazado, y un tipo de muy baja ralea está muerto a mis pies. Propongo que nos retiremos a otra estancia, en la que a ser posible haya menos muertos, abramos una botella de vino y discutamos cómo resolver este asunto.
¿Qué más se podía decir?
– Estoy completamente de acuerdo.
Puesto que este asunto le afectaba personalmente, envié una nota a Littleton, a quien ya había informado en parte de mis intenciones aquella noche y estaba avisado para que acudiera si se requería su presencia. Era un jugador importante y sin embargo Dogmill no deseaba que interviniera en nuestras negociaciones. No pensaba sentarse con un estibador, dijo. Bastante le costaba tener que sentarse en igualdad de condiciones con un cazador de ladrones y convicto por asesinato. A mí, por mi parte, me resultó muy duro que me echara en cara mi condena el hombre responsable de ese asesinato, pero vi que su posición empezaba a debilitarse y poco podía sacar insistiendo en ello. Finalmente, Dogmill accedió a que el estibador estuviera presente si se quedaba de pie. Littleton no se ofendió por ello, pues tenía la compensación de ver a Dogmill entre la espada y la pared, y hubiera accedido a quedarse incluso boca abajo.
Los demás tomamos asiento y el tabernero, a quien Dogmill había dado dos chelines para que no llamara a la guardia, nos suministró una botella de vino de Canarias. Así pues, nos sentamos como viejos amigos.
– A mi entender -dijo Dogmill para empezar-, el señor Greenbill se ha portado muy mal con el señor Weaver y aunque lamento que todo haya terminado violentamente, me alegro de que la verdad se haya descubierto estando yo presente. La prensa ha adoptado al señor Weaver, y lo correcto sería que todos juntos anunciemos que Greenbill me engañó para que confiara en él e hizo que todos culparan a Weaver por su crimen. Sin duda nos habría matado a todos de no haber actuado Mendes con tanta valentía.
– Eso es -dijo Hertcomb-. Creo que es una buena solución para nuestros problemas. Muy buena.
– Y todo quedará como estaba -escupió Littleton desde el otro lado de la habitación-. A mí no me gusta.
Mendes no dijo nada, pero su mirada se cruzó con la mía y meneó la cabeza, como si yo necesitara alguna indicación… que desde luego no necesitaba.
– Se pueden subir los salarios -le dijo Dogmill refunfuñando-. Esas cosas se pueden arreglar. Y me gustaría que recordaras que sin Dennis Dogmill no hay barcos que descargar, así que no seas demasiado ambicioso con tus ansias de justicia.
– Por mí os podéis ir al diablo, porque Londres seguirá necesitando tabaco. De eso podéis estar seguro, así que no penséis que asustándome vais a conseguir que busque vuestro bienestar.
– Te agradecería que no me insultaras -dijo Dogmill.
– Señor Littleton -dije yo, antes de que el estibador pudiera contestar con más palabras amables-, podéis estar seguro de que habrá justicia para vos y para vuestros hombres antes del final de esta noche. De una forma o de otra.
– Gracias, señor Weaver.
– Permitid que haga una propuesta -le dije a Dogmill-. Acepto que la culpa recaiga sobre el señor Greenbill, quien, después de todo, mató a cuatro hombres más o menos por iniciativa propia. Me gustaría que os ahorcaran a vos también por el papel que tuvisteis en todo esto, pero no soy tan ingenuo para pensar que podré lograrlo fácilmente, y no sé si quiero arriesgarme a intentarlo. Así pues, no os amenazaré con la horca que no hace demasiado tenía yo al cuello. Sin embargo, sí os amenazaré con las elecciones. Una vez mi nombre quede limpio, podré hablar libremente, y puesto que la prensa tory ya ha manifestado su deseo de ser amable conmigo, podéis estar seguros de que se tragarán cualquier información que yo les proporcione.
– ¿Y dejaréis de hacer tal cosa bajo determinadas condiciones?
No me gustaba que el señor Hertcomb volviera a ocupar su puesto, pero tampoco me gustaba que un villano como Melbury llegara a los Comunes… no ahora que sabía cómo trataba a Miriam. Y si Dogmill no podía controlar a Hertcomb, buscaría a otro. No podía hacer gran cosa en aquel círculo de corrupción, pero lo intentaría.
– Guardaré silencio hasta que terminen las elecciones. Después, hablaré si considero que podría ser de interés público, pero no hasta que esta carrera haya quedado sentenciada.
– Inaceptable -dijo él.
Me encogí de hombros.
– No tenéis alternativa, señor. Podéis permitir que guarde silencio ahora o que hable.
Me miró fijamente, pero vi que no era capaz de discutirme lo que acababa de decir. No podía hacer nada para obligarme a callar, salvo matarme, y creo que ya había tenido suficiente en sus intentos por perjudicar a Benjamin Weaver.
– ¿Y a cambio? -preguntó Dogmill.
– A cambio quiero algunas respuestas. Si esas respuestas no llevan al descubrimiento de nuevas fechorías, haré lo que he dicho, y podremos irnos todos esta noche sin temor a que la ley caiga sobre nosotros.
– Muy bien. Preguntad.
– Lo primero y más importante es por qué elegisteis culparme a mí de la muerte de Yate. Sin duda podríais haber encontrado a una víctima más predispuesta. Espero no parecer demasiado vanidoso si digo que la gente sabe, debería saber, que no soy una persona que acepte con resignación la horca. ¿Por qué elegirme a mí como víctima?
Dogmill rió y levantó su vaso en un brindis.
– Yo mismo me he hecho esa pregunta. Pero veréis, fue un accidente. Nada más. Aquella tarde vos estabais en los muelles vestido de gitano, y Greenbill pensó que erais un gitano. Os vio y pensó que erais perfecto para cargaros el muerto. Cuando descubrí quién erais, ya era demasiado tarde para deshacer el entuerto. No teníamos más remedio que seguir adelante y esperar que todo saliera bien.
– Pero hicisteis mucho más que esperar que todo saliera bien. Utilizasteis vuestra influencia para aseguraros de que me condenaran.
Meneó la cabeza.
– Os equivocáis. Que yo sepa, nadie pidió al juez Rowley que fuera tan duro con vos. Si he de seros franco, hubiera preferido que no lo hiciera, pues sus prejuicios eran tan evidentes que solo podían perjudicarnos. Hubiera preferido que se os declarara inocente y poder buscar entonces otro a quien culpar. O, mejor todavía, que se olvidara a la víctima y el asunto se solucionara por sí solo.
– Entonces, ¿por qué lo hizo Rowley?
– No lo sé. Poco después de que le cortarais la oreja, se retiró a sus propiedades en Oxfordshire, y se ha negado a contestar a todas mis cartas. De no estar en período electoral, hubiera ido allí personalmente para arrancarle la respuesta.
No podía creer lo que estaba oyendo.
– ¿Y qué hay de la mujer -dije-, la que me proporcionó la ganzúa?
– Yo no sé nada de ninguna ganzúa.
Rechiné los dientes. ¿Qué podía significar todo aquello? Había iniciado mi búsqueda partiendo de dos suposiciones: que había sido elegido para pagar por aquel asesinato porque ello beneficiaba a alguien y que la persona que me había elegido controlaba las acciones del juez Rowley. Ahora descubría que ambas eran falsas y, si bien estaba a punto de solucionar mis problemas legales, no estaba más cerca que antes de la verdad.