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– Si lo que decís es cierto, necesito preguntaros otros detalles. He actuado sobre la premisa de que perjudicasteis a Yate porque conocía a un importante whig con vínculos jacobitas.

– Eso no es ninguna premisa -terció Littleton-. Es la pura verdad.

Dogmill suspiró.

– Yate dijo tener esa información, sí, y le pedí a Greenbill que le cerrara la boca por ese motivo. Pero ignoro si era verdad o no. No me ofreció ninguna prueba; incluso es posible que solo fuera una artimaña para sacarme dinero. Después de todo, ¿dónde iba a conocer un hombre de esa clase a un importante whig y descubrir que era jacobita?

En ese momento me puse muy derecho, pues conocía la respuesta. Era tan evidente que me sorprendió. Había dado demasiadas cosas por sentadas y había pasado por alto muchos hechos que tenía en las mismas narices.

– Podéis estar seguro de que Yate conocía a ese whig -dije- y creo que también yo sé quién es. Cuando terminemos aquí esta noche, creo que voy a dejar Londres por unos días. Cuando regrese, espero que hayáis resuelto los problemas legales que penden sobre mi cabeza. De lo contrario, os aseguro que tendréis motivos para lamentarlo.

Mendes accedió a ponerse en contacto con la guardia, pues al ser uno de los hombres de Jonathan Wild podría utilizar su influencia y ayudarnos a eludir la justicia. Estuvo pavoneándose mientras esperábamos que llegaran los hombres del magistrado. Daba sorbitos a su vino, y comía de un plato de ave fría que había pedido, y sobre todo miraba fijamente a Dogmill. Parecía que Dogmill era un nuevo cuadro que había colgado en su casa.

Finalmente, el comerciante de tabaco no pudo tolerar más aquella descortesía.

– ¿Por qué me miráis de esa forma?

– Debo decir -respondió- que el señor Wild va a quedar muy complacido con este nuevo giro de los acontecimientos. Él y vos habéis sido enemigos desde hace tiempo, pero ahora seréis amigos, y le alegrará tener un amigo como el señor Hertcomb en los Comunes.

– ¿Cómo? -grité-. Mendes, no os pedí vuestra ayuda para que pudierais buscarle a Wild un parlamentario que haga lo que él le dice.

– Quizá no fuera ese vuestro propósito, pero lo habéis hecho. Ahora sabemos algo sobre Dogmill que es muy perjudicial, y Hertcomb es el hombre de Dogmill. Eso convierte al señor Hertcomb en hombre de Wild también. -Se volvió hacia mí-. Y no digáis nada. Os he salvado de la horca, Weaver. No os quejéis porque me tome una o dos cosillas en pago por mis esfuerzos.

Ninguno de nosotros dijo nada. Me había acostumbrado hasta tal punto a pedir ayuda a Mendes que confieso que había olvidado quién y qué era. En aquel momento casi deseé haber pasado el resto de mi vida exiliado y no haber puesto en manos del señor Wild al candidato a Westminster. Había permitido que el hombre más peligroso de Londres se volviera aún más peligroso.

Mendes, intuyendo el horror de la habitación, estaba radiante como una novia enamorada.

– Hay algo más -le dijo a Dogmill-. Hace unos años, tenía un perro que se llamaba Blackie. -Y dicho esto sacó la pistola y golpeó a Dogmill en la cabeza.

El comerciante de tabaco se desplomó. Mendes se volvió hacia Hertcomb.

– Ese desgraciado se enfrentó a mí. Hace tres años, pero no lo he olvidado. ¿Lo veis, tirado en el suelo con la cabeza sangrando? Lo veis, supongo. Pues no lo olvidéis, señor Hertcomb. Eso es lo que le pasa a la gente que se enfrenta a mí.

Esperamos la llegada de los guardias en silencio.

26

Tomé el coche correo hacia Oxfordshire, un trayecto de cierta duración bajo las mejores circunstancias; sin embargo la fortuna no me fue muy propicia. Llovió prácticamente durante todo el trayecto, y los caminos estaban en un estado lamentable. Conservé mi disfraz de Matthew Evans, pues no podía confiar en que la noticia de mi inocencia hubiera llegado a provincias tan deprisa como yo, y no deseaba que me arrestaran. Sin embargo, hube de enfrentarme a algunas pruebas, aunque no de carácter judicial. A medio camino, el carruaje quedó atascado en el fango y volcó. Nadie resultó herido, pero nos vimos obligados a seguir a pie hasta la posada más próxima y hacer allí nuevos arreglos.

Un viaje que hubiera debido durar menos de un día, me ocupó casi tres, pero finalmente llegué a la propiedad del juez Piers Rowley y llamé a las pesadas puertas de su casa. Entregué mi tarjeta de visita -la de Benjamin Weaver- al lacayo, pues no quería farsas con aquel representante de la ley. Ni que decir tiene que se me invitó a pasar enseguida.

No tuve que esperar más de cinco minutos. El juez llevaba una larga y vaporosa peluca que le cubría de forma eficaz las orejas, así que no pude ver el daño que le había hecho. Sin embargo, lo noté cansado y mucho más envejecido que la última vez que lo había visto. Aunque era un hombre recio, tenía las mejillas hundidas.

Para mi sorpresa, me dedicó una reverencia y me invitó a tomar asiento.

Yo no me sentía a gusto, y permanecí en pie más de lo que corresponde a un caballero a quien se ha pedido que se ponga cómodo.

– Veo -dijo el juez- que habéis venido a matarme por venganza o que habéis descubierto algo.

– He descubierto algo.

Él rió con suavidad.

– No sé si es este el desenlace que quería.

– Dudo que mi presencia aquí sea una buena noticia para vos -dije al cabo.

– No, pero sabía que pasaría. Sabía que no saldría nada bueno de juzgaros, ni de vuestra fuga. Pero un hombre no puede elegir siempre a su antojo, e incluso cuando lo hace, con frecuencia sus decisiones resultan dolorosas.

– Vos mandasteis a la mujer de la ganzúa.

Él asintió.

– Es la sirvienta de mi hermana. Una moza muy agradable. Si lo deseáis, puedo arreglarlo para que la conozcáis, pero descubriréis que os tiene mucho menos aprecio del que fingió.

– Sin duda. ¿Por qué lo hicisteis? Ordenasteis mi muerte y me procurasteis la libertad. ¿Por qué?

– Porque no podía permitir que fuerais ahorcado por un crimen que no habíais cometido, y no tenía más remedio que hacer que os condenaran a muerte. Me obligaron a hacerlo, y negarme hubiera sido mi ruina. Debéis entender que estaba dispuesto a sufrir esa ruina por no cometer un asesinato, pues a mi entender lo que se me pedía era un asesinato. Pero entonces se me ocurrió esa idea. Si podíais escapar de la cárcel, huiríais, y yo habría cumplido con mi deber sin arriesgarme. No podía imaginar que trataríais de limpiar vuestro nombre con tanto empeño.

– Sabiendo lo que sé ahora, lamento haber sido tan duro con vos.

Se llevó una mano al lado de la cabeza.

– No es menos de lo que merezco.

– No puedo decir qué merecéis, pero creo que era menos, pues trataréis de decirme la verdad. Griffin Melbury os ordenó que me condenarais a la horca. Me dijisteis la verdad aquella noche; sin embargo yo no os creí por una cuestión de fe. Supuse que estabais tratando de aprovecharos de mi ignorancia para predisponerme en contra de vuestro enemigo, pues vos sois whig y él es un tory. Pero estabais diciéndome la verdad.

Él asintió.

– Y podía ordenároslo porque él es jacobita y vos también.

Volvió a asentir.

– Cuando os arrestaron, Melbury convenció a algunos importantes hombres de nuestro círculo de que erais un peligro para nuestra causa. No puedo deciros sus nombres, solo diré que le creyeron, pues Melbury es un hombre convincente. Recibí la orden, y no osé desobedecerla, así que traté de desafiarla como mejor pude.

– ¿Por qué quería Melbury verme muerto?

Él sonrió.

– ¿No es evidente? Porque estaba celoso… y porque también os temía. Sabía que habíais cortejado a su esposa y creía que sospechabais de sus actividades contra los de Hanover. Pensaba que, por amor a su esposa, indagaríais en sus asuntos, averiguaríais sus conexiones políticas y lo descubriríais. Cuando Ufford os contrató, Melbury estaba fuera de sí de miedo e ira. Estaba seguro de que descubriríais su relación con el cura y lo denunciaríais ante todos. Pero entonces os arrestaron, y no pudo resistir la tentación de quitaros de en medio.