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– ¿Cuánto tiempo tiene previsto quedarse en Washington, señor Marten? -le dijo, en cambio.

– El funeral de Caroline Parsons es mañana. Después de eso, no lo sé.

De manera abrupta, Herbert le entregó su tarjeta:

– Consúltelo conmigo antes de ir a cualquier parte fuera de la ciudad. ¿Me ha entendido?

– Sí, señor -Marten trató de esconder su alivio.

Por ahora, al menos, lo dejaban marchar.

Monroe se dirigió a la puerta y la abrió.

– Gracias por su colaboración, señor Marten. A su izquierda y bajando las escaleras.

– Gracias -dijo Marten-. Lamento no haberles sido de más ayuda.

Se marchó sin hacer ruido. Hacia la izquierda y escaleras abajo.

Miércoles 5 de abril

11

Berlín, Alemania. 10.45 h

Laspuertas robustas y pesadas de la limusina presidencial se cerraron de golpe, el agente del Servicio Secreto que estaba al volante puso la primera marcha y el coche que transportaba al presidente de Estados Unidos, John Henry Harris, se alejó lentamente de la Cancillería Federal de Alemania, dejando atrás a la canciller Anna Bohlen y a un nutrido grupo de representantes de los medios de comunicación.

El presidente Harris y Anna Bohlen se habían reunido la noche anterior, posteriormente asistieron a una actuación de la Orquesta Sinfónica de Berlín y luego, aquella mañana, acompañados de un puñado de asesores, celebraron un largo y cordial desayuno en el que se estuvo hablando de temas internacionales y de la prolongada alianza germano-americana. A continuación se presentaron ante la prensa, se estrecharon las manos y luego el presidente se marchó; en una sucesión de acontecimientos casi exacta a la que había tenido lugar en el Palacio del Elíseo en París veinticuatro horas antes. En ambas situaciones el presidente tenía la esperanza de estar empezando a suavizar una situación todavía volátil, debida al rechazo previo de ambos países a prestar su apoyo en la ONU ante la invasión de Irak, y las preocupaciones que todavía se mantenían.

Pero a pesar de toda la aparente buena voluntad y cordialidad durante ambas visitas, se había logrado poco o nada y el presidente estaba claramente molesto. Jake Lowe, su corpulento amigo de toda la vida, de cincuenta y siete años de edad, jefe de sus asesores políticos y que ahora se sentaba a su lado, iba leyendo el texto de la BlackBerry que tenía en la palma de la mano, consciente de la situación.

– Ninguno de nosotros puede permitirse este maldito distanciamiento transatlántico -dijo Harris de pronto-. En público se muestran de acuerdo, pero en realidad no piensan acercarse ni un centímetro a nuestra posición. Ninguno de ellos.

– Es un camino difícil, señor presidente -respondió Lowe con voz serena. El presidente podía ser un tipo introspectivo, pero cualquiera que lo conociera tan bien como Jake Lowe sabía que había veces en las que tenía ganas de hablar las cosas, normalmente cuando sus cavilaciones lo habían llevado a un callejón sin salida-. Y no estoy seguro de que tenga un final capaz de contentar a todo el mundo.

– Te lo he dicho antes y te lo volveré a decir ahora: es una crueldad de la historia que el mundo se vea más de una vez en manos de líderes que resultan ser la persona equivocada en el momento inadecuado y el lugar erróneo. Lo único capaz de corregir eso es un cambio de régimen.

– Pero estos regímenes no están dispuestos a cambiar. Y no podemos permitirnos el lujo de esperar al siguiente. Necesitamos a todos de nuestro lado y de inmediato si queremos arreglar ese desastre de Oriente Próximo. Tú lo sabes y yo lo sé. El mundo lo sabe.

– Excepto los franceses y los alemanes.

El presidente Harris se reclinó en su asiento, tratando de relajarse. Pero no lo conseguía. Se sentía furioso y contrariado y cuando estaba así y hablaba, se le notaba mucho.

– Ese par de perros, hijos de puta inquebrantables, están dispuestos a ceder pero sólo hasta cierto punto, y cuando llegamos a éste se repliegan y nos dejan colgados, y encima aplauden encantados. Tiene que haber una manera de doblegarlos, Jake, pero la maldita realidad es que no tengo ni la más remota idea de lo que hay que hacer. Y después de hoy y ayer, ni siquiera sé cómo enfocarlo.

De pronto, el presidente Harris se volvió para mirar por la ventana mientras su comitiva avanzaba por el Tiergarten, el espectacular parque urbano de Berlín, de cinco kilómetros de largo, y luego continuaba por la ruta que los llevaría hasta la Kurfurstendamm, la avenida principal del exclusivo barrio comercial de Berlín.

La caravana en sí era enorme, encabezada por treinta policías alemanes motorizados que precedían a dos enormes berlinas negras del Servicio Secreto, que viajaban delante de las tres limusinas presidenciales idénticas, lo cual impedía que cualquiera pudiera saber en cuál de ellas viajaba el presidente. Inmediatamente detrás iban ocho berlinas más de los Servicios Secretos, una ambulancia y dos furgones más, uno con el grupo de periodistas y el otro con el personal de viaje del presidente. La retaguardia estaba cubierta con una treintena más de motos de la policía alemana.

Desde que habían salido de la Cancillería, todas las calles y avenidas estaban llenas de gente, como si la mitad de Berlín hubiera salido para intentar ver a este presidente. Algunos aplaudían y hacían ondear pequeñas banderas americanas; otros lo abucheaban o silbaban, mostrando sus puños y gritando consignas rabiosas. Algunos llevaban pancartas en las que se leía: EE.UU. FUERA DE ORIENTE PRÓXIMO; HERR PRÄSIDENT, GEHEN NACH HAUSE; HARRIS GO HOME!;No más Sangre por Petróleo. Otra pancarta decía, sencillamente:

John, Hablemos. Otra gente se limitaba a estar y observar mientras la impresionante comitiva que llevaba al líder de la solitaria superpotencia mundial pasaba frente a ellos.

– Me pregunto qué pasaría por mi mente si fuera un alemán de ahí fuera que nos observara pasar -dijo Harris, mirando a la muchedumbre-. ¿Qué querría de Estados Unidos? ¿Qué pensaría de sus intenciones?

Se volvió a mirar a Lowe, uno de sus mejores amigos y su asesor político más próximo, al que conocía desde hacía muchos años, desde que inició su carrera hacia el Senado por California.

– ¿Tú qué pensarías, Jake? ¿Qué pensarías si fueras uno de ellos?

– Probablemente… -La respuesta de Lowe fue interrumpida de pronto cuando su BlackBerry le advirtió que tenía un mensaje de voz de Tom Curran, el jefe de personal del presidente, que les esperaba a bordo del Air Force One en el aeropuerto de Tegel-. Sí, Tom -dijo a su sempiterno auricular-. ¿Qué? ¿Cuándo…? Mira qué más puedes averiguar, estaremos ahí en veinte minutos.

– ¿Qué ocurre? -preguntó el presidente.

– La médico personal de Caroline Parsons, Lorraine Stephenson, fue asesinada anoche. La policía había retenido la noticia para proteger la investigación.

– ¿Asesinada?

– Sí, señor.

– Dios mío. -Los ojos del presidente se apartaron y miró hacia otro lado-. Mike, su hijo, luego Caroline, ¿y ahora su doctora? -Volvió a mirar a Jake Lowe-. Todos muertos, así, de pronto, y en un período de tiempo tan corto. ¿Qué está pasando?

– Es una trágica coincidencia, señor presidente.

– ¿Tú crees?

– ¿Qué más puede ser?

12

Berlín. Hotel Boulevard, Kurfurstendamm, 12. 11.05 h