– El problema es que -dijo el presidente- ahora ya no son sólo «mis amigos». Son todos ellos. Todos saben lo que está ocurriendo. Eso demuestra lo increíblemente entretejidos y adoctrinados que están. No son seres humanos normales, son una especie totalmente distinta. Una especie cuya ideología entera está empapada de una arrogancia desenfrenada.
8.47 h
Hamilton Rogers pidió silencio con un gesto. En cuestión de segundos los aplausos cesaron, el reverendo Beck le dio el micro y Rogers se acercó a la parte frontal del escenario. Miró a la congregación y empezó a mencionar nombres, reconociendo a los nuevos miembros. Uno a uno se iban levantando: el joven presidente de una compañía taiwanesa de exportaciones; una mujer de mediana edad que era una importante política de centroizquierda de un país de América Central; un banquero australiano de cincuenta y dos años; un físico nuclear californiano de sesenta y siete años que había ganado un premio Nobel; un famoso magnate de la prensa italiana conservador de setenta años; y luego otro, y otro. A cada uno le seguía un aplauso estrepitoso. Ya fueran de izquierdas, de derechas o de centro, su orientación política parecía no importar.
Y entonces el vicepresidente Rogers llamó al resto. No eran los nuevos miembros sino los «viejos amigos», dijo él, «amigos muy queridos, miembros de hace mucho tiempo que se han reunido aquí con nosotros en esta ocasión tan memorable».
– La congresista de Estados Unidos Jane Dee Baker; el secretario de Estado, David Chaplin; el secretario de Defensa, Terrence Langdon; el general de las fuerzas aéreas y jefe del Estado mayor, Chester Keaton; eí jefe de personal de la Casa Blanca, Tom Curran, y el confidente presidencial, Evan Byrd.
De nuevo, el templo se llenó con otro estruendoso aplauso. Un aplauso que se intensificaba a medida que el público se fue poniendo de pie para homenajear con orgullo a todos aquellos a los que Rogers había mencionado.
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8.53 h
Marten se volvió al oír unos golpes a la puerta de la sala de control, llevándose la Sig Sauer a la mano. Hap se colocó delante del presidente, balanceando su rifle.
Pronto oyeron otra vez la llamada: uno, dos, tres golpes.
– Es José -dijo Marten.
Hap hizo un gesto de aprobación y Marten se acercó a la puerta para abrirla con cautela. José estaba allá solo. La mirada intensa, el cuerpo agarrotado. Marten lo dejó entrar y luego cerró la puerta.
– ¿Qué ocurre? -preguntó el presidente en español.
– He bajado a la iglesia, todo lo que he podido -explicó-. A través de la puerta hay unas escaleras anchas, y luego una gran puerta de metal. Y también un ascensor, creo.
Pero todo está cerrado. No hay nadie. Si hay un túnel más abajo, no podemos acceder a él.
– Gracias, José, muchas gracias -le dijo el presidente, sinceramente, y luego le sonrió-. Está bien, relájate.
De inmediato, miró a Hap y a Marten y se lo tradujo.
– Lo único que podemos hacer es esperar y cruzar los dedos para que no venga nadie -dijo Hap, antes de hacerles un gesto hacia los monitores-. Supongo que cuando la ceremonia haya terminado, el escenario hidráulico volverá a bajar, el suelo original volverá a deslizarse hasta su posición normal y los monjes abrirán las puertas. Luego todo el mundo saldrá hacia los autocares como si no hubiera pasado nada. Será en ese momento cuando entremos en acción: subimos las escaleras y volvemos a salir por donde entramos. Si no salimos en ese instante, somos hombres muertos, porque en el momento en el edificio quede limpio de invitados, el Servicio Secreto español registrará el edificio y lo volverá a cerrar.
– ¿Y qué pasa con Cristina? -le soltó Marten-. Van a matarla.
Hap lo miró fijamente.
– No podemos hacer nada por ella sin poner en peligro al presidente. Comprenda esto y sáquesela de la cabeza.
– Lo comprendo, pero no me gusta.
– Ni a mí. Pero así son las cosas.
Marten volvió a mirarlo y, finalmente cedió:
– Vale. Salimos… ¿Y luego qué? Ahí afuera hay quinientos hombres, la mayoría atentos a este edificio y a la gente que hay dentro.
– Salimos -dijo Hap con calma-, nos subimos al coche eléctrico de golf, volvemos al lugar en el que nos escondimos al subir. Seguridad debería irse de la zona en menos de una hora después de que se haya marchado todo el mundo. Luego pensamos qué hacemos.
– Hap, tus hombres están todavía ahí fuera con la policía española. Si no nos encuentran en la montaña, empezarán a dirigir su atención hacia aquí… Tal vez ya lo hayan hecho. No volverán a casa sin el presidente.
– Marten, aquí no podemos quedarnos.
– Woody -dijo el presidente, mirando a Hap.
– ¿Woody?
– Nos arriesgamos a que no sea corrupto. Tan pronto como hayamos salido y tenga una señal clara, mándele un mensaje al móvil. Dígale que estamos aquí y que venga todo lo rápido que pueda con el Chinook. Sólo él y su helicóptero, nadie más. La gente estará saliendo. Es un helicóptero de la Marina, nadie sabrá lo que sucede. Que baje al aparcamiento en el que hemos dejado el carrito. En treinta segundos podemos elevarnos y estar fuera de aquí.
– Señor presidente, si eso funciona, supongamos que se eleva y nos recoge. Luego, no sabemos lo que va a hacer. Puede ser que nos lleve directamente al jet de la CIA. Si lo hace, allí lo esperan veinte tipos que lo llevarán adonde sea que se supone que lo han de llevar, y lo que usted o yo hagamos o digamos no importa.
– Hap -dijo el presidente, respirando deliberadamente-, en algún momento, y muy pronto, nos tendremos que fiar de alguien. El mayor Woods me gusta por muchas razones, y siempre me ha gustado. Lo que le estoy dando son órdenes.
– Sí, señor.
De pronto, la voz del reverendo Beck retronó por los altavoces. Se volvieron para ver al capellán del Congreso en todos los monitores. Hablando por el micrófono inalámbrico, con luces rojas, verdes y ámbares proyectadas en él desde abajo, cruzó el escenario oscurecido en medio de una estela de niebla teatral. Fuera lo que fuese lo que decía, era en un idioma que ninguno de ellos había oído en su vida. Volvió a hablar, como si pronunciara un verso de adoración a alguien o a algo. Los miembros del New World Institute respondían cual coro en el mismo idioma, de la misma manera que lo habían hecho la noche antes las familias del anfiteatro.
Beck volvió a hablar, luego se detuvo y extendió la mano hacia Cristina, todavía iluminada por un foco en el centro del escenario a oscuras. Ella sonrió con orgullo mientras Beck hablaba de nuevo. Un segundo foco lo siguió cuando se volvió de mirar a Cristina y se dirigió a la congregación, trazando círculos con la mano hacia el escenario de la misma manera que lo había hecho en el anfiteatro. Era un gesto que exigía respuesta de la congregación, y ésta la dio, repitiendo en un entusiasmado unísono sus palabras. De pronto, las luces se trasladaron de Beck a Luciana, que con su pelo recogido en un apretado moño y sus ojos maquillados como flechas irradiaba el poder y el miedo de pesadilla de la brujería.
Se colocó detrás de Cristina y con la varita de rubí que llevaba en la mano dibujó un círculo en el aire, encima de la cabeza de la muchacha. Entonces sus ojos enfocaron al público y ella soltó una frase. Todo en ella rezumaba control y seguridad. Volvió a pronunciar la frase, luego se volvió y cruzó el escenario, con las cámaras remotas siguiéndola a través de la niebla.
Ahora se la veía por una docena de monitores, con los ojos clavados en algo que tenía delante. Luego, media docena de cámaras desvelaron lo que era.