Demi. Su cuerpo atado a una cruz de Aldebarán enorme. Sus ojos helados de terror lo decían todo. Era una criatura viviente en el umbral de una muerte espeluznante.
– ¡Dios mío! -exclamó Marten, atónito e incrédulo.
Luciana se detuvo delante de ella y los cánticos de los monjes se reanudaron. Sus voces se elevaron en un crescendo, luego bajaron rápidamente sólo para volverse a elevar. Luciana miró a Demi con una postura magnífica y llena de desdén. Luego los ojos de Demi subieron hasta encontrar los de ella, para devolverle la mirada, desafiante, sin hacer concesiones a la bruja. Luciana sonrió con crueldad y luego se volvió hacia el público.
– ¡Ella nos hubiera traicionado como lo hicieron éstos! -dijo de pronto en inglés, para señalar con un gesto de su varita las cabezas clavadas en las cruces.
En los instantes siguientes soltó tres palabras agudas y claras en el idioma que había hablado antes. De inmediato, unas llamas azules y rojas salieron de unas espitas de gas colocadas en el suelo, debajo de las cabezas. Al hacerlo, un grito se elevó por encima de la multitud.
Los monitores mostraban al público que avanzaba en sus asientos, esforzándose por ver mejor. En pocos segundos las cabezas estuvieron envueltas en las llamas. En medio minuto su piel se empezó a despegar de la carne como carne en una barbacoa.
Al instante, seis monitores reflejaron el rostro de Demi. Gritaba y gritaba. Otros cuatro monitores mostraban a Cristina mirándola alarmada, como si las drogas que le habían administrado antes hubieran dejado de tener efecto y se diera cuenta de lo que realmente sucedía. De pronto abrió los ojos de par en par al ver a dos monjes aparecer a través de la niebla y las tinieblas, que la ataron rápida y fuertemente al trono. Con la misma rapidez, dieron un paso atrás y desaparecieron de su vista. Mientras, otros monitores se concentraban en las cabezas en llamas, y también en Luciana y en Beck. Imágenes que se intercalaban rápidamente con caras de la congregación. Entonces las cámaras se acercaron para tomar primeros planos de los nuevos miembros presentados al instituto.
En un segundo enfocaron a los «queridísimos amigos» del vicepresidente: la congresista Jane Dee Baker; el secretario de Estado David Chaplin; el secretario de DefensaTerrence Langdon; al jefe del Estado mayor, general de las fuerzas aéreas Chester Keaton; al jefe de personal Tom Curran, y al confidente del presidente Evan Byrd.
El presidente tenía razón cuando dijo que eran de otro planeta. Ninguno de ellos era un simple participante en un asesinato ni testigo de una ejecución. Aquello entraba en otro nivel totalmente distinto. Como los romanos en los antiguos espectáculos bárbaros del Coliseo, estaban allí para presenciar un espectáculo macabro que les producía un inmenso e inenarrable placer.
– Esto es sólo el principio -dijo el presidente, mientras la voz se le quebraba ante el horror.
Una situación impensable, empeorada diez mil veces por la conciencia de no poder hacer nada para evitarla.
– Ahora quemarán a las mujeres.
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– Y una mierda. A ninguna de las dos. -Marten se dirigía ya hacia la puerta.
Hap lo sujetó justo cuando la alcanzaba y lo empujó con fuerza hacia la pared.
– Si intenta ayudarlas expondrá al presidente. Saben que está con usted. Sabrán que está en el edificio. Ya se lo he dicho antes: quíteselo de la cabeza. Es la maldita realidad.
– ¡No! No es la maldita realidad. No pienso permitir que quemen vivas a estas dos mujeres. -Marten miró enfurecido al presidente-. ¡Dígale que me deje! ¡Dígaselo ahora mismo!
– En esto el presidente no tiene ni voz ni voto -Hap mantenía a Marten inmovilizado contra la pared-. Bajo juramento, tengo la obligación de proteger al presidente y de mantener la continuidad de su gobierno, de proteger a la persona que ocupa el cargo de presidente. Nadie en esta habitación sale de aquí hasta que yo lo diga.
Los cánticos se reanudaron mientras los monjes iban formando un número ocho en el escenario y luego iniciaban lo que parecía una danza cuidadosamente ensayada, rodeando primero a Cristina y luego a Demi y luego volviendo a repetir los movimientos, con sus cánticos que se elevaban y bajaban con un timbre fantasmagórico y macabro que era a la vez muy emotivo y totalmente turbador.
– Hap -dijo el presidente muy serio-, usted conoce bien los planos del edificio. La subida hasta la propia iglesia, hasta la puerta que hay detrás del altar y que yo pensaba utilizar para hacer mi entrada. ¿Cuánto tardaría Marten en llegar hasta ella?
– Sin obstáculos, diría que cuarenta segundos. ¿Por qué?
– Los paneles eléctricos están aquí -el presidente señaló la portezuela estrecha y cerrada que había en la pared, a su lado-. ¿Y si le damos a Marten cuarenta segundos y luego cortamos la electricidad? Tal vez se encenderán unas cuantas luces de emergencia, pero excepto el brillo de las llamas de las espitas, toda la nave se quedará básicamente a oscuras. Había linternas cerca de la mesa del almacén en el que nos hemos metido antes. Marten entra, coge dos linternas, se guarda una en el cinturón y usa la otra para iluminarse el camino hasta la puerta del altar. Cuando llega, la cruza y entra con calma en el escenario, con la linterna en la mano. Sigue vistiendo el uniforme de operario. Está oscuro, nadie sabe lo que está ocurriendo. Hace oscilar la linterna como si fuera el tipo de mantenimiento encargado de solucionar el problema. Luego la coloca en el escenario, con la luz todavía encendida, para concentrar la atención del público. Si alguien le pregunta, él no contesta. Anda tranquilamente hacia detrás de las mujeres como si buscara algo que reparar y entonces las desata, se las lleva por la puerta lateral del altar y utiliza la otra linterna para iluminarse el camino hasta la puerta por la que hemos entrado en el edificio. Lo que Marten debería tardar desde que sale de aquí hasta que todos abandonamos el edificio no debería ser superior a los cuatro o cinco minutos. Seis como mucho.
– Primo -dijo Marten-. Todas las puertas al exterior están cerradas electrónicamente.
– Parto de la suposición que cuando se va la luz, las puertas se liberan. No podrían correr el riesgo de tener a todos estos VIPs aquí atrapados durante un corte eléctrico. Si tuvieran que venir los bomberos a rescatarlos se descubriría todo el pastel. -Miró a Hap-. ¿Está de acuerdo?
– Señor presidente. ¡Olvídelo!
– ¿Está de acuerdo, Hap? -El presidente lo presionó con firmeza.
– En lo de las puertas, sí. En el resto, ni en broma.
El presidente decidió ignorar su protesta.
– Se quedarán atónitos cuando descubran que las mujeres no están. El lugar se llenará de caos e indignación, pero les llevará más de cinco minutos deducir lo que ha pasado. Para entonces ya estaremos fuera, bajando por la montaña o fuera de su vista porque Woody estará viniendo con el helicóptero.
– Señor presidente, no podemos arriesgarnos a…
– Hap, es nuestra única oportunidad. -El presidente seguía insistiendo. Era así como actuaba cuando creía en algo pero seguía valorando la opinión de otro. Si se podía hacer, que lo dijera. Si no se podía, que lo dijera también-. ¿Podrá hacerlo Marten?
– El apagón repentino. El factor sorpresa. La entrada y salida rápidas. Con un equipo, quizá. Pero para un hombre solo, cuyo conocimiento de la zona de ataque proviene sólo de las pantallas, y que además tendrá que trabajar rápido y a oscuras… y no un hombre cualquiera. En el instante en que Marten se acerque a la luz de esas llamas Beck lo reconocerá. Los monjes se le echarán encima y de pronto se convertirá en uno contra todos y ellos sabrán que usted está por aquí escondido. Es un riesgo enorme, presidente; diría que de noventa y nueve contra uno.
– Marten y yo estuvimos solos a oscuras en los túneles. Allí también corríamos un riesgo enorme y nadie daba nada por nuestra salvación. Hap, la electricidad se corta, las puertas se liberan, eso nos deja elegir el momento en que salimos. Todos. Las mujeres incluidas.