– Veinticinco. -Luciana sabía lo que había ocurrido y lo que les esperaba.
Haría veinticinco años, les había dicho Foxx, desde el inicio de la construcción, del complejo, de los túneles, del monorraíl, de los laboratorios subterráneos, de la iglesia, de todo, hasta que quedara cerrado y destruido.
Hoy, en esta fecha exactamente, habían pasado veinticinco años y todo terminaría. Así era desde el punto de vista de Luciana. La llegada de Demi Picard lo había señalado. Su amor inmortal por su madre había sido una maldición, una maldición mucho peor de lo que ninguno de ellos había imaginado. Lo supo en el momento en que la vio.
9.21 h
– ¡Demi! ¡Demi! -le gritaba Marten, tratando de agitarla para que despertara. Vio cómo le temblaban los párpados-. ¡Está bien! ¡No te muevas! -le dijo rápidamente, y luego acercó las tenazas y trató de cortar las correas que la ataban por el cuello a la cruz de Aldebarán. Con la cara y las manos empapadas de sudor, la temperatura absolutamente insoportable, trataba de no respirar-. ¡No te muevas! -le gritó y cerró las tenazas.
Nada. Volvió a apretarlas y esta vez los dientes de la herramienta atraparon el material y lo segaron. La cabeza de Demi cayó hacia delante y en aquel momento recuperó la consciencia y Marten la vio mirarlo con incredulidad.
– ¡Señor Marten! -gritó José desde algún punto, al otro lado de las llamas.
Levantó la vista y vio a Luciana cruzando el escenario; oyó que empezaba a decir algo a la congregación.
Entonces vio a dos monjes que se dirigían directamente a él por entre las llamas, uno detrás del otro, con rifles automáticos en las manos.
¡Pum! ¡Pum!
Marten disparó la Sig Sauer sin vacilar. La cara del primer monje explotó y el hombre saltó atrás a través de la niebla.
¡Pum! ¡Pum!
Marten volvió a disparar. El segundo monje se retorció a oscuras.
Marten oyó a la congregación gritar al unísono.
– ¡José! ¡José! -gritó, luego cortó las correas de las muñecas y los tobillos de Demi y las rodillas de ella se torcieron al apartarla de la cruz. Le pasó una mano por la cintura para tratar de sostenerla. Luego José se acercó a través del fuego, con el pelo y la camisa del uniforme quemándole.
De pronto se oyó una ráfaga de metralleta. Una bala arañó la oreja de Marten; otra le rozó la mejilla. Media docena más impactaron en la cruz a la que Demi había estado atada.
¡Pum! ¡Pum!
Marten disparaba a ciegas a través de las llamas. La ráfaga de metralleta continuaba. Un infierno de fuego acelerado le llegaba a través de las llamas.
¡Pum! ¡Pum!
Volvió a disparar y el fuego cesó. Se volvió rápidamente y empujó a Demi hacia José.
– ¡Marchaos! -gritó-. ¡Fuera! ¡Fuera!
Miró fugacísimamente a José arrastrando a Demi a través de las llamas hasta el escenario que tenían detrás y luego se giró para ir a liberar a Cristina. Justo en aquel instante, las espitas de gas del círculo interior se encendieron y de pronto se encontró en medio de un infierno en llamas. Gritó con todas sus fuerzas e hizo un intento desesperado con las tenazas, tratando de encontrar las correas que la mantenían atada.
Entonces se quedó petrificado.
Casi toda la cabeza de Cristina había desaparecido, destrozada por una ráfaga de metralleta. Al instante siguiente, su abundante cabellera negra quedó envuelta en llamas. Durante una décima de segundo, los ojos de Marten fueron testigos del horror más atroz. Luego, con su propio pelo en llamas, las manos y la cara chamuscadas, se volvió y salió de un salto de aquella conflagración.
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9.23 h
La sala estaba al fondo de un pasadizo a oscuras. Al igual que la sala de vídeo y de control de circuito eléctrico, era poco más que un bunker de hormigón armado. Beck había accedido a ella a través de dos puertas separadas. La primera era de madera tallada a mano, y como otras puertas a lo largo de la iglesia requería una tarjeta de seguridad y marcar un código en un panel electrónico para pasar a través. La segunda, a unos cuantos palmos, estaba hecha de acero pesado y requería otro código de entrada, que abría una única ranura situada encima, en la que había que insertar una llave especial que Foxx le había facilitado. Una vez dentro, se sentó frente a un panel de control de dos metros de largo que parecía sacado de un laboratorio de la NASA e incorporaba una serie de monitores de televisión, interruptores, cuadrantes e indicadores que eran iguales a los utilizados en una planta de transmisión de gas natural, que se acercaba mucho a lo que era aquella sala. En ésta no era evidente que el resto del edificio se había quedado sin corriente eléctrica: todas las luces, interruptores, pilotos e indicadores funcionaban a la perfección, puesto que todo el sistema estaba alimentado por baterías chinas de polímero de alto rendimiento.
Beck respiró profundamente y luego leyó con atención la hilera de cuadrantes cuidadosamente etiquetados que tenía delante. Entre ellos:
Cilindro transductor de presión/distorsión de presión
Fuerza centrífuga/control de pulsaciones
Control de vibración tuberías
Optimización configuración de tuberías
Control/detección de escapes
Vibración compresores
Satisfecho, miró hacia abajo y apretó cinco interruptores sucesivamente. Luego sacó una segunda llave, la insertó en un agujero del panel y la hizo rotar. Inmediatamente, media docena de cuadrantes cambiaron de color, de rojo a verde brillante. Un cronómetro digital se puso en marcha a sesenta minutos. Beck lo ajustó a quince y lo detuvo.
– Veinticinco -masculló-, veinticinco?
En una sala mecánica de las galerías mucho más abajo, un motor diesel de dos mil caballos alimentaba un compresor centrífugo de gas, impulsado por una turbina. Durante buena parte de dos horas había estado bombeando gas natural a través de enormes tuberías de 50 cm y de espitas de 15 cm, cargando los kilómetros de viejas galerías de minería, túneles de transporte de monorraíl, laboratorios de Foxx, zonas de trabajo y celdas de almacenamiento temporal con gases altamente explosivos y letales. La propia iglesia debía ser lo último en cargarse y su llenado debía iniciarse una vez el escenario hidráulico descendiera hasta su sala oculta de abajo y el suelo original volviera a estar en su lugar, cuando los servicios hubieran concluido y las fuerzas de seguridad hubieran completado su rastreo del edificio y hubieran abandonado las instalaciones.
La presencia de Marten lo cambiaba todo. En ausencia de Foxx, el control quedaba en manos de Beck tal y como lo estipulaban las estrictas normas de sucesión en el poder de la secta. Mientras que el programa general de la Conspiración recaía este año en Estados Unidos por la rotación de cargos al frente de la administración, la seguridad del complejo de Port Cerdanya era, después de la muerte de Foxx, oficialmente cosa de Beck. Y eso significaba que su destrucción, prevista desde hacía tanto tiempo, estaba ahora totalmente en sus manos.
Beck estudió los cuadrantes y monitores una vez más. Satisfecho, miró el cronómetro. Una vez activado, pondría en marcha las espitas del sótano de la iglesia y el edificio empezaría a llenarse de gas. En quince minutos alcanzaría el nivel de los surtidores que lanzaban llamas en el escenario y, al hacerlo, el edificio y todo lo demás explotarían. Al mismo tiempo, los encendedores de los túneles se dispararían y una tormenta de fuego que alcanzaría los 2.500 grados rodaría por todas las instalaciones subterráneas. Una «acumulación lenta y gradual de metano a lo largo de los años», lo llamarían las autoridades, que lo relacionarían con la explosión que el día antes había sacudido el suelo del monasterio de Montserrat. Era un infierno que las autoridades dejarían que se consumiera, y pasarían semanas, si no meses, antes de hacerlo del todo. Al final no quedaría nada más que los túneles quemados y un residuo de cenizas ultracalientes.