– Ya los veo -dijo la inspectora Díaz, con un gesto al otro piloto.
Medio segundo y su helicóptero ya estaba bajando a sesenta metros para situarse a aquella altitud y aguardar.
Hap podía ver a su izquierda al menos a veinte agentes del Servicio Secreto español que subían en dirección a él desde la puerta principal de la iglesia.
– ¡Servicio Secreto de Estados Unidos! -les gritó.
Luego lo volvió a repetir.
Nadie se movió.
– ¿Y ahora qué? -dijo el presidente en voz baja.
– Dígales que somos del Servicio Secreto estadounidense y que llevamos a un hombre herido que precisa atención médica inmediata -dijo Hap a media voz.
El presidente dio medio paso al frente:
– Somos del Servicio Secreto de Estados Unidos. Este hombre está gravemente herido. ¡Necesita a un médico con urgencia! -aulló en español-. ¡Ayuda médica de inmediato!
El cronómetro de Beck continuaba su imparable marcha hacia el cero.
2.17
2.16
2.15.
La inspectora Díaz miró por encima del hombro al agente del Servicio Secreto americano que miraba por la ventana directamente detrás de ella.
– Dicen que son de los suyos. ¿Reconoce usted a alguno de ellos?
– Se parece a nuestro SAIC, pero desde aquí y con ese uniforme que lleva, no estoy seguro. La mujer es una sorpresa. No reconozco a nadie más.
Díaz se giró y habló por los auriculares:
– Quedan al mando las unidades de tierra del CNP.
Al instante siguiente, cuatro de los policías armados empezaron a avanzar lentamente mientras su cabecilla le hacía gestos al Servicio Secreto español para que permanecieran donde estaban.
– ¡Maldita sea, Woody! -masculló Hap-. ¿Dónde coño estás? ¿Jugando al golf?
Como en una respuesta divina, una sombra monstruosa bloqueó de pronto el sol. Entonces, con un rugido atronador y mientras el impulso de su hélice mandaba un torbellino de polvo y de escombros volando hacia los policías y los agentes secretos españoles, que corrieron a protegerse, el enorme helicóptero Chinook del ejército estadounidense descendió justo a la altura de las copas de los árboles, colándose bajo el helicóptero de la inspectora Díaz y borrándolo de la vista.
– ¡Woody! -gritó el presidente.
– ¡Hace cuatro minutos este helicóptero estaba en el suelo! ¿Qué cojones está pasando? -exclamó el piloto de la inspectora Díaz, mirándola con los ojos muy abiertos por debajo del casco-. ¿Qué hago ahora?
– Capitán Díaz. Soy el agente especial Strait -se oyó la voz de Bill Strait por sus auriculares-. El Chinook tiene permiso para tomar tierra. Que todas las unidades se mantengan a la espera.
Hap miraba boquiabierto el descenso del Chinook:
– No será capaz de bajar este monstruo hasta aquí. ¡No hay espacio!
Contando las aspas de sus hélices, el Chinook tenía treinta metros de largo. La zona de aparcamiento rodeada de árboles podía medir lo mismo, máximo tres metros más por lado. Si Woody pretendía aterrizar sin problema, necesitaría toda su experiencia, suerte, Dios y ayuda.
Dentro de la iglesia, el cronómetro de Beck continuaba la cuenta atrás.
1.51
1.50
1.49.
El Chinook bajó un poco más. Ahora veían ya a Woody en los controles, mirando al frente y a popa y a los lados, midiendo los árboles como si tratara de aparcar un camión de mercancías en un espacio pensado para un turismo. De pronto se oyó un fuerte chirrido por detrás, cuando el rotor de la cola segó las ramas de un pino enorme y las hizo saltar despedidas. Entonces, con un fuerte bum, el Chinook tocó tierra.
Marten y el presidente corrieron a trasladar a José hacia él. Hap les siguió con Demi.
La puerta de pasajeros del Chinook se abrió de pronto y Bill Strait y dos miembros del equipo médico se asomaron. Cinco segundos, diez. Llegaron al helicóptero y los ayudaron a subir a bordo. Otros diez segundos y la puerta de pasajeros se deslizó hasta cerrarse. Inmediatamente se oyó un ruido ensordecedor y Woody volvió a accionar el acelerador. En medio segundo volvían a elevarse y se encontraban en el aire. En ocho segundos ya habían superado la barrera de árboles. Ocho más y la nave giraba 180 grados y volaba rumbo al este.
165
– Habla la inspectora Díaz -retronó su voz por todos los auriculares-. A todas las unidades, abandonen y regresen a la base. Repito, abandonen y regresen a la base.
Dentro de la iglesia, el cronómetro continuaba su cuenta atrás.
0.31
0.30
0.29.
– A mí me pueden examinar más tarde -les dijo el presidente a los dos médicos con el rugido de los rotores de fondo-. El herido es él -dijo, volviéndose hacia José-. Le han disparado y ha sufrido graves quemaduras. Que alguien se ocupe también de la señorita Picard, y rápido. Está quemada y seriamente traumatizada. El señor Marten también necesita que le atiendan por quemaduras.
– Gracias a Dios que está a salvo.
El presidente se volvió al oír aquella voz tan conocida.
El asesor de Seguridad Nacional, doctor James Marshall, se dirigía hacia él desde la cabina del Chinook.
– He tratado de no entorpecer. Ha pasado usted por un buen suplicio.
0.05
0.04
0.03.
– ¿Por qué está usted aquí? -le preguntó el presidente a Marshall sin ambages, con los ojos clavados en él como flechas venenosas y la voz fría como el hielo-. ¿Por qué demonios no está usted con los demás?
De algún lugar más abajo de ellos y más atrás se oyó un ruido sordo y fuerte que sonó como una enorme explosión.
– ¿Qué ha sido eso? -Marten se volvió a mirar por la ventana del Chinook. Al instante siguiente les llegó la sacudida; el helicóptero salió disparado hacia un lado y luego cayó como una piedra. Woody tocó los controles. La velocidad de los rotores se aceleró y la nave reaccionó y volvió a elevarse rápidamente mientras su piloto recuperaba el control.
El presidente se acercó a la ventana, al lado de Marten, yHap también se les acercó, al igual que Bill Strait. A lo lejos se veían las llamas y una humareda que se levantaba de la colina en la que estaba antes la iglesia.
– ¡ Woody, dé media vuelta! -gritó el presidente.
– Sí, señor.
El Chinook giró con fuerza y volvió a poner rumbo hacia el infierno de humo y llamas de la iglesia. En aquel mismo instante, ante sus ojos se desplegó el resto de la destrucción de Foxx. Ninguno de ellos había visto nada igual en su vida. Los edificios de mantenimiento saltaron en pedazos, desintegrándose en miles de trozos. Luego vieron un reguero de polvo bajando a lo largo del viñedo, como si bajo tierra se estuviera agitando una enorme serpiente. La línea continuaba por una explanada de valles y luego subía por la cordillera que habían cruzado la noche anterior, corriendo en dirección al monasterio de Montserrat. De vez en cuando, enormes bocanadas de llamas asomaban por grietas y chimeneas de las rocas.
– Foxx -dijo Marten mirando al presidente-. Ha hecho explotar la iglesia, los edificios de servicio, la galería entera del monorraíl, todo. Puede que los monjes todavía estuvieran dentro.
– Las espitas del túnel -dijo el presidente-. Lo tenía todo planeado desde hacía mucho tiempo. Nadie encontrará nada. Ni rastro de lo que hizo. Nada de nada. -De pronto, el presidente se apartó de la ventana para mirar a Marshall-: ¿Van a volar también el monasterio?