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– No sé de lo que me está hablando.

– ¿No lo sabe?

– No, señor.

– No llegará al monasterio -dijo Marten, con voz serena-. Es lo que hizo explotar antes. Allí ya no queda nada. La explosión se detendrá al final del monorraíl.

El presidente miró a Hap.

– Que el CNP alerte al monasterio. Al menos que hayan recibido algún tipo de advertencia, en caso de que sí explote.

– Sí, señor.

Entonces el presidente miró a Woody:

– Mayor, ¿tenemos los depósitos llenos de fuel?

– Sí, señor.

– ¿Cuánta autonomía tenemos, mil doscientas millas náuticas?

– Un poco más, señor.

– Pues entonces sáquenos del espacio aéreo español, Mayor, y pida permiso para entrar en espacio alemán.

– Señor, tengo órdenes de llevarle a una pista de aterrizaje a las afueras de Barcelona. El jefe del Estado mayor tiene allí un jet de la CIA esperándole.

Marten y Hap se cruzaron una mirada.

Entonces Hap hurgó bajo su camisa de jardinero y sacó su rifle automático.

– Mayor, he cancelado esa misión -dijo el presidente con calma-. Le he pedido que pida permiso para entrar en espacio aéreo alemán; por favor, hágalo. Le diré exactamente adonde cuando nos acerquemos.

– Eso no lo puede hacer, señor presidente -se le acercó Marshall-. Es por su seguridad. Todo está previsto.

– Señor asesor de Seguridad nacional, creo que me entiende perfectamente cuando digo que los planes han cambiado. Muy pronto, ustedes y el vicepresidente y todo el resto de «mis amigos» serán puestos bajo custodia y acusados de alta traición. Le sugiero que se vaya a aquel rincón y se siente. Hap estará encantado de acompañarle. -El presidente miró a Marshall un largo instante. Finalmente se volvió y miró de nuevo a Woody.

– Mayor, cambie el rumbo ahora. Es una orden directa del comandante en jefe.

Woody miró a Marshall como si intentara decidir qué hacer.

– Mayor -le dijo Marshall con firmeza-. Usted ya tiene sus órdenes. El presidente ha sufrido mucho estrés debido a una situación terrible y no tiene idea de lo que está diciendo. Su trabajo es protegerle. Y también el de Hap. Y el de Bill Strait. Y es por esto que estamos todos aquí.

Woody los miró y luego volvió a los controles.

– No te va a servir de nada, Jim; estás acabado -dijo el presidente-. La Conspiración está acabada.

– ¿Conspiración? -dijo Marshall, mirándolo con incredulidad.

– Lo sabemos todo, Jim, y también quién estaba allí. Lo hemos visto en plena operación. Hap, el señor Marten, yo mismo y hasta José. Todos nosotros.

– No está usted bien, presidente. No tengo ni idea de lo que está hablando. -De pronto miró a Woody-. Tiene usted sus órdenes, Mayor. Mantenga el rumbo. ¡Mantenga el rumbo!

El presidente y Marten miraron hacia la cabina del piloto. Hap empezó a avanzar hacia ella, rifle en mano.

Fue todo el tiempo que Marshall necesitó. En un par de pasos había cruzado la parte central de la aeronave. En un segundo más abrió la puerta de pasajeros. Se oyó un estruendo atronador y un terrible latigazo de aire.

– ¡Agárrele! -gritó el presidente.

Fue demasiado tarde. Estaban a dos mil pies de altura. La puerta estaba vacía. Marshall había desaparecido.

Lunes 10 de abril

166

Base aérea de Spangdahlem, Alemania, 3.15 h

Marten se dio la vuelta medio dormido, con cuidado de no aplastar los vendajes que le tapaban las quemaduras del brazo izquierdo y el cuello. Disponía de su propia habitación en el cuartel de oficiales, justo al final del pasillo donde dormían Hap Daniels y Bill Strait en habitaciones contiguas a la del presidente.

Habían llegado a la base aérea norteamericana de Spangdahlem sin anunciar. Normalmente habrían aterrizado bajo bandera presidencial en la base aérea de Ramstein, pero esta vez no fue así, no bajo aquellas circunstancias. El oficial al mando de la base y varios oficiales más de su personal fueron informados, pero eso era todo. Los médicos que los acompañaban en el Chinook habían dado el visto bueno al presidente y lo habían mandado a descansar como si se tratara de un VIP no reconocido ni declarado bajo rigurosa custodia.

José, Demi, Marten y Hap habían sido trasladados al hospital de la base. Por la información que Marten tenía, José y Demi seguían en él y se quedarían al menos unos días más. La familia de José había sido avisada y Miguel Balius y el padre de José estaban ya de camino desde Barcelona e iban a llegar en breve.

Miguel… Marten sonrió, tumbado en la penumbra. Lo que había acabado haciendo aquel sencillo conductor de limusina. Qué gran hombre, y qué buenos amigos se habían hecho en tan poco tiempo. Y los chicos también, todos ellos: Héctor, Armando y José en especial, el joven que al principio estaba muerto de miedo y no quería bajar por la chimenea hacia el túnel del monorraíl porque creía que bajaría directamente al infierno, sin saber que al cabo de poco se estaría ofreciendo voluntario para meterse en un infierno de verdad. Y el infierno que Héctor y Armando habían vivido por culpa de la policía española y el Servicio Secreto estadounidense, todo para hacerle ganar tiempo al presidente.

Durante el vuelo por Europa del Chinook el presidente había dejado a Marten bastante solo, mientras cruzaban primero los Pirineos hacia el espacio aéreo francés, y luego el territorio francés hacia el norte, para sobrevolar Luxemburgo y entrar en cielo alemán cerca de Trier, aterrizando muy poco después en Spangdahlem. Lo primero que hizo el presidente, y lo más importante de todo, fue hablar personalmente con la canciller alemana y con el presidente francés y mantener una conferencia a tres bandas con los dos mandatarios. En esta conversación acordaron que la cumbre de la OTAN de la una de la tarde de aquel mismo lunes se celebraría tal y como estaba previsto desde hacía mucho tiempo, pero que, por motivos de seguridad, se cambiaría su ubicación. Con un habilidoso intercambio de ministerios de asuntos exteriores, los veintiséis países miembros aprobaron por unanimidad el traslado desde Varsovia a un emplazamiento especial elegido por el presidente de Estados Unidos, un lugar que bajo las actuales circunstancias parecía el más apropiado: el antiguo campo de concentración nazi en Auschwitz, en el sur de Polonia. Allí daría un breve discurso en el que explicaría, entre otras cosas, los motivos de su brusca desaparición de Madrid la semana anterior y el repentino cambio de ubicación de Varsovia a Auschwitz.

En segundo lugar, el presidente informó al secretario de prensa de la Casa Blanca, Dick Greene, ya a bordo del avión de prensa rumbo a Varsovia, del cambio de lugar de la cumbre a Auschwitz, y le añadió que se estaba preparando una exhaustiva e inminente remodelación de su gabinete y que nada de ello debía trascender a la prensa.

Luego, informado por Bill Strait de la muerte «accidental» de Jake Lowe y con la visión del espeluznante suicidio del doctor Jim Marshall saltando del helicóptero todavía fresca en su mente, y recordando también la cápsula de veneno implantada en la dentadura de Merriman Foxx, el presidente le pidió a Hap que llamara a Roley Sandoval, el agente especial del Servicio Secreto al cargo del séquito vicepresidencial, y que le pidiera sin más explicaciones que asignara más agentes al vicepresidente y a su comitiva con el fin de evitar cualquier intento de autolesión.

Inmediatamente después hizo llamadas al vicepresidente, Hamilton Rogers; al secretario de Estado, David Chaplin; al secretario de Defensa, Terrence Langdon; al jefe del Estado mayor, Chester Keaton, y al jefe de personal de presidencia, Tom Curran. Estas conversaciones fueron lacónicas y sumamente breves. En ellas exigió a cada uno de estos hombres que presentara la dimisión al portavoz de la Casa Blanca en el plazo de una hora. En caso de no hacerlo, serían cesados automáticamente. Posteriormente, les exigió que se presentaran en la embajada de Estados Unidos en Londres antes del mediodía de mañana para ser puestos bajo custodia. El paso siguiente sería acusarlos de alta traición contra el gobierno y el pueblo de Estados Unidos de América. Finalmente llamó al director del FBI en Washington para informarle de lo ocurrido y le dio orden de llevar a la congresista de Estados Unidos, Jane Dee Baker, que viajaba con el vicepresidente rumbo a Europa, y al ciudadano expatriado Evan Byrd, residente en Madrid, discretamente bajo custodia para acusarlos del mismo crimen, advirtiendo que se tomaran las medidas necesarias para evitar sus suicidios.