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Al finalizar todos estos trámites, cruzó la aeronave para consultar a los médicos de a bordo sobre el estado de José y de Demi; luego pasó unos momentos con los dos heridos y luego volvió para tomar una taza de café con Hap y Marten antes de tumbarse en una cama, una litera del servicio médico, en realidad, para dormir un rato. Al dejarlos pensó un momento en el discurso que haría en Auschwitz. Lo que diría, lo que supondrían sus palabras, era algo que todavía no había decidido, pero deseaba que fuera tan fiel a la realidad de lo sucedido y de lo que habían descubierto como el suelo sagrado en el que había elegido hacerlo. Casi inmediatamente después de su llegada a la base de Spangdahlem se retiró a su habitación para ponerse trabajar en el discurso.

Marten volvió a darse la vuelta. Podía oír a lo lejos el rugido y el estruendo de los cazas que despegaban, un ruido al que, dedujo, uno acababa acostumbrándose en lugares así. Spangdahlem era la sede del Ala 52 de aviones de combate, que supervisaba despliegues de aviación de combate estadounidense por todo el mundo las veinticuatro horas del día.

Demi.

Se había acercado a él al cabo de una hora de haber despegado el Chinook. Los médicos le habían tratado las quemaduras y le habían administrado un sedante suave; luego la ayudaron a ponerse un camisón de hospital y le sugirieron que durmiera. Pero en vez de hacerlo, ella pidió permiso para sentarse junto a Marten y los médicos la autorizaron. Durante un buen rato, se limitó a mirar a la nada. Había dejado de sollozar pero seguía con los ojos llenos de lágrimas.

Unas lágrimas que Marten pensó que ya no eran de miedo u horror, sino más bien de puro alivio, tal vez de la incredulidad de haber sobrevivido al infierno.

Marten ignoraba el motivo por el que ella quiso sentarse a su lado, y ella tampoco se lo dijo. Tenía la sensación de que quería contarle algo pero no sabía cómo ni qué decir, o que tal vez en aquel momento el esfuerzo físico le resultaba imposible. Finalmente se volvió hacia él y lo miró a los ojos.

– Era mi madre, no mi hermana. Desapareció por las calles de París cuando yo tenía ocho años y mi padre murió muy poco tiempo después -dijo, con una voz que superaba apenas el susurro-. Desde entonces he intentado descubrir lo que le ocurrió. Ahora sé que la quería muchísimo y sé que… ella… me quería… a mí… -Las lágrimas se acumulaban en sus ojos y le rodaban por las mejillas. Marten iba a decir algo pero ella no le dejó-. ¿Estás bien?

– Sí.

Demi intentó sonreír:

– Lamento mucho lo que te he hecho. A ti y al presidente.

Él le secó las lágrimas suavemente con la mano:

– No pasa nada -le susurró-. Todo está bien. Ahora estamos bien. Todos estamos bien.

En aquel momento ella le tomó la mano entre las suyas y se quedó así. Y todavía con su mano sujeta, se apoyó hacia atrás y Marten se dio cuenta de lo exhausta que estaba. En un momento, cerró los ojos y se quedó dormida.

Marten la contempló un instante y luego se volvió, consciente de que si no lo hacía él mismo empezaría a llorar. El sentimiento no era tan sólo una explosión de emoción después de lo que habían vivido, sino algo más.

Cuando estuvieron almorzando y compartiendo una botella de cava en Els Quatre Gats de Barcelona, Demi le preguntó por Caroline y por los motivos que lo habían llevado a seguir a Foxx, primero hasta Malta y luego hasta Barcelona. Cuando se lo explicó, ella esbozó una sonrisa y le dijo: «Entonces está usted aquí por amor».

Éste era el tema aquí, mientras ella dormía a su lado, herida física y emocionalmente, vestida con un camisón de hospital y con su mano entre las suyas. Aquella proximidad, aquella intimidad, representaba un recordatorio casi insoportable de Caroline en el hospital de Washington, de cuando ella dormía aferrada a su mano durante sus últimas horas de vida.

Demi, a quien conocía desde hacía poco más de una semana. Caroline, a la que había amado casi toda su vida.

Y todavía la amaba.

167

6.10 h

Marten se despertó al oír unos golpes a su puerta. Una segunda llamada le hizo reaccionar.

– ¿Sí? -dijo, sin tener idea de dónde estaba.

La puerta se abrió y el presidente entró solo y cerró la puerta detrás de él.

– Siento despertarle -le dijo.

– ¿Qué ocurre? -dijo Marten, mientras se incorporaba y se apoyaba en un codo. El primo Jack seguía sin llevar el peluquín e iba todavía con las gafas sin graduar que se había comprado en Madrid para ayudar a disimular su aspecto. Hasta ahora nadie, a menos que hubieran sido alertados y lo estuvieran buscando, lo reconocería como John Henry Harris, el presidente de Estados Unidos. El hecho de que fuera vestido con un pijama azul prestado que no era de su talla tampoco ayudaba mucho a su identificación.

– Nos vamos hacia la cumbre de la OTAN en una hora. En el Chinook.

Marten se quitó las mantas de encima y saltó de la cama.

– Entonces ya está, aquí nos despedimos.

– Nada de despedidas. Quiero que venga conmigo, para estar allí cuando pronuncie mi discurso.

– ¿Yo?

– Sí, usted.

– Presidente, ése será su escenario, no el mío. Tengo planes de volver a casa, a Manchester. Tengo mucho trabajo atrasado. Bueno, eso si no me han despedido.

El presidente sonrió:

– Les escribiré una nota: «El señor Marten no pudo venir a trabajar la semana pasada porque tuvo que salvar al mundo».

– Presidente, yo… -vaciló, incómodo con lo que tenía que decir y sin saber, no sólo cómo decirlo, sino cómo sería recibido-. Yo no puedo ser visto en público con usted. Habrá demasiada gente, demasiadas cámaras. No es sólo por mí. Tengo una hermana que vive en Suiza y no puedo arriesgarme a ponerla en… peligro… -su voz se apagó.

El presidente lo observó:

– Hay alguien que lo está buscando.

– Sí.

– Lo que dijo Foxx, que usted era policía, ¿es cierto?

Marten vaciló. Casi nadie conocía su verdadera identidad, pero si ahora no podía confiar en aquel hombre, entonces no había nadie en el mundo en quien pudiera hacerlo.

– Sí -dijo, finalmente-. Departamento de Policía de Los Ángeles. Era investigador de homicidios. Estuve involucrado en una situación que acabó en la muerte de casi toda mi brigada.

– ¿Porqué?

– Me pidieron que matara a un prisionero bajo custodia. Me negué, pero eso iba contra el credo de la brigada, así que unos cuantos detectives veteranos quisieron vengarse. Me cambié el nombre y la identidad, y cambié también el nombre y la identidad de mi hermana. No quise tener nada más que ver con el cumplimiento de la ley ni con la violencia. Nos marchamos de Estados Unidos y empezamos una vida nueva en Europa.