El presidente se disculpó y salió del grupo.
– Presidente, tenemos una amenaza de seguridad. Un hombre solo. Creemos que es un francotirador. Quiero posponer el acto.
– ¿Un francotirador?
– Sí, señor.
– Pero no está seguro.
– Al cien por cien, no.
– Hap, tenemos al mundo entero viéndonos por televisión. Tenemos al Congreso reunido en sesión especial y esperándonos. Ya hemos cambiado la sede de la cumbre por nuestros temores de seguridad. Si ahora posponemos este acto mostraremos al mundo entero lo vulnerables que somos incluso bajo un manto de seguridad tan hermético como éste. No puede ser. Tendré que confiar en que encontrará a este hombre o en que ha sido un error y no hay ningún francotirador -el presidente se miró el reloj-. Salimos en cuatro minutos, Hap.
– Presidente, déjeme al menos pedirle un favor. La retransmisión televisiva en directo ya ha empezado. Déjeme que a las 12.55 digamos que ha habido un pequeño problema técnico y que habrá un breve retraso hasta que se arregle. Mientras tanto, los presentadores pueden improvisar oponer cintas de su visita previa por el campo de concentración. Denos un poco de tiempo, por favor.
– Así que cree que esa persona está ahí fuera.
– Sí, señor, lo creo.
– Está bien, dispone usted de un poco más de tiempo.
12.55 h
Victor se acomodó bien boca abajo para apoyarse en la orilla del estanque y estudiar su campo de visión a través de los matorrales. A cuatrocientos metros, por entre los árboles, veía el podio. Exactamente como se le indicaba en las instrucciones.
Por ellas sabía también que el presidente de Polonia hablaría en tres minutos y que durante aquel tiempo la canciller de Alemania, el presidente de Estados Unidos y el presidente de Francia se colocarían hombro con hombro detrás de él, y en este orden, lo cual estaba bien porque la canciller era más baja que los hombres. Desde el ángulo del suelo que tenía ahora, su disparo llevaría una trayectoria ligeramente ascendente que impactaría a Anna Bohlen en la mandíbula inferior antes de perforar el cráneo del presidente Harris, entrando por debajo de la oreja derecha para luego seguir y perforar la cabeza del presidente de Francia.
Avanzó un poco hacia delante para tener mejor vista y luego esperó. Faltaban ya sólo unos minutos -segundos, en realidad-para que salieran y ocuparan sus puestos. Un disparo y ya estaría. Luego abandonaría sencillamente el arma y se alejaría andando y se reincorporaría al grupo de prensa en medio del caos. Se quedaría un rato entre la muchedumbre y luego se escabulliría por la puerta de prensa y bajaría por la carretera, más allá de la hilera de coches aparcados, hasta donde su taxi le estaría esperando.
Perros. ¿Por qué oía perros ahora?
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12.57 h
Con el corazón acelerado, Victor volvió a esconderse entre la maleza. Los perros ladraban y se acercaban en dirección a él desde el otro lado del estanque. Por los altavoces se oyó a alguien que hablaba primero en polaco y luego en inglés:
«Hemos sufrido un pequeño retraso debido a problemas técnicos. Les rogamos aguarden unos instantes.»¿Problemas técnicos? ¡Oh, Dios! ¡Le habían descubierto!
Presa del pánico, miró detrás de él. Lo único que vio fue la antigua valla de seguridad y los árboles que había detrás. Los ladridos eran cada vez más fuertes. Delante de él estaba el estanque; a su derecha, más vallas que se confundían con los árboles y parecían perderse hasta el infinito. A su izquierda estaban los antiguos crematorios. En medio había unos cien metros de explanada. No le quedaba más remedio que ir hacia la derecha. Luego recordó un plan alternativo que figuraba en las instrucciones facilitadas por el taxista. Unos seiscientos metros más allá de la maleza, al otro lado del estanque, había las ruinas de unos viejos barracones que ahora eran poco más que un cementerio de cimientos de cemento y chimeneas todavía de pie. Entre ellas había un edificio medio derruido de madera y piedra donde los nazis habían almacenado en su momento las carretillas para transportar los cuerpos al crematorio. Escondidos en un rincón del fondo, bajo unas planchas de madera, habría comida y agua, un teléfono móvil y un rifle automático. Si todo fallaba, allí es donde se le había ordenado que se escondiera y donde se pondrían en contacto con él.
Los ladridos se oían ahora mucho más fuertes e intensos; los perros se acercaban. Por algún lugar empezó a oír el sonido de un helicóptero que se elevaba.
– Deja el rifle. Despréndete de tu olor. Quítate la ropa -se dijo en voz alta, y como en un ataque, se levantó y corrió agachado por en medio de la densa maleza a esconderse en el estanque.
Ahora estaba en el borde del agua. Un hombre rechoncho, blanco y de mediana edad que se quitaba los zapatos y calcetines y se desprendía del resto de su ropa. Su identificación de la AP y sus pases de seguridad se quedaban también con la ropa. A los pocos segundos se encontraba en el agua, nadando hacia la otra orilla. ¿Dónde estaba Richard ahora? ¿Quién era Richard? Eso no cambiaba nada. Aquello era el final, lo sabía. No tenía salvación.
23.03 h
– Tenemos el arma y su ropa -declaró la voz de un agente especial por los auriculares de todos los miembros del Servicio Secreto.
Marten corría con los otros agentes, con una Sig Sauer de 9 mm en la mano que Hap le había tirado cuando salían del puesto de mando. Delante vieron el estanque y los perros que ladraban y aullaban detenidos a la orilla del mismo. Bill Strait iba delante de él con un rifle automático y corriendo a toda velocidad. De pronto viró a la derecha hacia la orilla opuesta del estanque y lo que parecían las ruinas de unos barracones, un poco más lejos.
Marten lo siguió y se alejó de los agentes que corrían delante de él. Strait iba solo. Si tenía dificultades, no tendría quién lo ayudara.
Cincuenta metros más allá Strait saltó un pequeño riachuelo y siguió corriendo. Con el corazón en la boca, Marten lo siguió. A los pocos segundos saltaba también la pequeña corriente. Durante unos momentos lo perdió, no sabía hacia dónde había ido, pero luego lo vio, corriendo por un descuidado camino de gravilla que llevaba hacia los barracones en ruinas.
Strait miró hacia atrás, luego dijo algo por el micro de los altavoces y siguió corriendo con renovada energía.
Marten aterrizó en el camino de gravilla, todavía cincuenta metros por detrás de él. Al hacerlo resbaló y cayó al suelo, pero se recuperó rápidamente y volvió a echarse a correr. Se le acercaba. Cuarenta metros. Treinta.
Delante vio a Strait que se detenía frente a un edificio de piedra y madera en ruinas. Luego, con el rifle automático en la mano, se acercaba lentamente a una puerta entreabierta.
– ¡Bill, espere! -gritó Marten.
Strait no le oyó o decidió ignorarle, porque al instante siguiente se coló por la puerta y desapareció de su vista.
Dos segundos, tres, y Marten estaba allá, justo al otro lado. Dentro se oyó un brusco, muy breve intercambio de palabras y luego se oyó la descarga aguda y fuerte del fuego del rifle.
– Dios -suspiró Marten. Con la Sig Sauer levantada, agachó la cabeza y cruzó la puerta.
Strait apuntó con el rifle hacia la puerta como reacción.
– ¡No dispare! -gritó Marten.
Sudando, respirando entrecortadamente, Strait lo miró fijamente durante un buen rato, luego bajó el arma y le hizo un gesto hacia la parte trasera de la casucha. Allí estaba el cuerpo desnudo de un hombre de mediana edad, yaciente sobre el suelo de piedra vieja. Tenía una pistola automática de calibre 45 en una mano y el resto era una amalgama de carne, sangre y huesos cosida a balas.