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– Eso no tiene que ser así necesariamente. -El doctor Marshall se inclinó un poco hacia delante y juntó las manos sobre su regazo.

– No te sigo.

– Supongamos que los líderes de estos dos países estuvieran dispuestos a darnos un cheque en blanco.

El presidente levantó las cejas:

– ¿Qué demonios significa esto?

– No le va a gustar.

– Inténtalo.

– La retirada física de su puesto del presidente de Francia y de la canciller de Alemania.

– ¿Retirada física?

– El asesinato, señor presidente, de los dos. Para ser sustituidos por líderes en los que podamos confiar, ahora y en el futuro.

Harris vaciló y luego, lentamente, sonrió. Era una broma, lo sabía.

– ¿Qué pretendéis hacer, chicos? ¿Entrar en los juegos de rol? ¿Imaginar una situación alarmante, localizar a los camorristas que no están dispuestos a colaborar, apretar el botón de «asesinar» y luego insertar a quienquiera que se considere más adecuado y escribir un final de creación propia?

– No es ningún juego, presidente. -Marshall miraba al presidente fijamente-. No puedo hablar más en serio. Quitar de en medio a Geroux y a Bohlen y asegurarnos de que ciertas personas a las que queremos ver en el poder sean elegidas en su lugar.

– Así de fácil -el presidente estaba atónito.

– Sí, señor.

El presidente miró a Jake Lowe.

– Sospecho que tú estás de acuerdo.

– Sí, señor presidente, lo estoy.

Por unos instantes, Harris se quedó helado y en silencio mientras asimilaba el peso de lo que acababa de escuchar. De pronto estalló con rabia:

– Os voy a decir una cosa: nada de esto va a ocurrir bajo mi mandato. Primero, porque bajo ninguna circunstancia participaré en ningún asesinato. Segundo, porque el asesinato político está prohibido por ley, y yo he jurado respetar la ley.

»Es más, aunque os salierais con la vuestra y los asesinatos se llevaran a cabo, ¿qué esperaríais ganar? ¿Exactamente a quién querríais ver en el poder y cómo os aseguraríais de que son elegidos? Y, aunque lo fueran, ¿qué os hace pensar que podemos confiar en que ellos harían lo que nosotros quisiéramos, cuando quisiéramos y durante todo el tiempo que lo necesitáramos?

– Esta gente existe, señor presidente -dijo Lowe serenamente.

– Se puede hacer, señor -añadió Marshall-, y con bastante rapidez. Le sorprendería.

Los ojos de Harris se pasearon furiosamente de un hombre al otro.

– Caballeros, dejadme que os lo vuelva a decir: no habrá asesinatos políticos por parte de Estados Unidos de América, no mientras yo sea presidente. Y si volvéis a hablar del tema, ya podéis desempaquetar los palos de golf y apuntaros a un campeonato porque dejareis de formar parte de esta administración.

Durante un larguísimo instante, ni Marshall ni Lowe apartaron los ojos del presidente. Finalmente, Marshall habló, y lo hizo en un tono impregnado de condescendencia:

– Creo que comprendemos su postura, señor presidente.

– Estupendo -dijo Harris, manteniéndoles la mirada y sin darles tregua-. Y ahora -dijo, bruscamente-, si no os importa, hay algunos temas que me gustaría revisar a solas antes de aterrizar en Roma.

16

Restaurante Mr. Henry's, Avenida Pennsylvania, 11.50 h

Marten y Peter Fadden ocupaban una mesa al fondo de un saloon de madera oscura con ambiente retro de Capitol Hill, que empezaba justo a llenarse de parroquianos ruidosos que acudían a almorzar y en cuyo piso superior, décadas antes, Roberta Flack susurró por primera vez las notas de su Killing Me Softly.

– Su amigo Dan Ford era un reportero como la copa de un pino, un tipo muy especial, y… -Peter Fadden se abalanzaba encima de la mesa cuando hablaba. Era un gesto, estudiado o no, que subrayaba su presencia- tenía un futuro brillantísimo. ¿Matarle como le mataron? Fue una equivocación enorme, nadie debería morir así. Todavía le echo de menos.

Fadden, fornido y con el pelo gris, una barba cortita y la tez rubicunda, se acercaba más a la cincuentena que a la setentena, y parecía todavía más joven. Periodista de firma con el porte endurecido de los viejos tiempos, vestía unos pantalones marrones, una camisa andrajosa y una chaqueta desgastada de espiguilla. Tenía los ojos azul brillante y una mirada penetrante al observar a Marten, que dio un sorbo a su café y luego un mordisco a su bocadillo de atún.

– Yo también, cada día -dijo Marten, con sinceridad.

Habían transcurrido casi cinco años desde el asesinato de Ford en una zona rural francesa, y hasta ahora Marten tenía la sensación de que la muerte de Dan había sido de alguna manera culpa suya. Había también otra lectura, en especial ahora, porque, como con Caroline, habían sido amigos desde la infancia y todos aquellos recuerdos, toda su historia, hacía de su muerte algo mucho más doloroso.

Fue Dan Ford, el periodista profesional con su interminable red de contactos, quien hizo posible que John Barron se convirtiera en Nicholas Marten, dándole así la oportunidad de iniciar una nueva vida en el norte de Inglaterra, una vida lejos de Gunslinger, el funesto detective de Los Ángeles Gene VerMeer, y sus igualmente vengativos socios que seguían en el cuerpo de policía.

– Ha dicho que tiene una noticia, ¿de qué se trata? -Se había acabado la sensiblería.

Peter Fadden tomó un sorbo de café.

– He dicho que podía tener una noticia -dijo Marten, y luego bajó la voz-. Tiene que ver con Caroline Parsons.

– ¿Qué hay de ella?

– Lo que yo le diga aquí tiene que ser off the record.

– Off the record no es ninguna noticia, y punto -le soltó Fadden-. O tiene algo o no lo tiene; de lo contrario, los dos estamos perdiendo el tiempo.

– Señor Fadden, en estos momentos todavía no sé si hay o no una historia que contar. Busco ayuda en un asunto que es para mí muy personal. Pero si resulta ser verdad, es una bomba, y en ese caso es toda suya.

– ¡Oh, por Dios! -Fadden se apoyó en la silla-. ¿Y ahora me quiere vender también una moto?

– Quiero un poco de ayuda, nada más. -Marten levantó la vista para mirar a Fadden y se quedó allí.

Fadden lo meditó y luego soltó un suspiro:

– Está bien, off the record. ¿De qué diablos se trata?

– Caroline Parsons creía que su marido y su hijo habían sido asesinados. Que el accidente de avión no fue ningún accidente.

– Ahora volvemos a la moto. Marten, en esta ciudad hay una maldita teoría de la conspiración en cada esquina. Si esto es lo único que tiene, olvídeme.

– ¿Cambiaría algo la cosa si le dijera que ella me lo contó en su lecho de muerte? ¿O que estaba convencida de que la infección de estafilococos que la mató en tan poco tiempo le había sido inoculada deliberadamente?

– ¿Cómo? -Fadden empezó de pronto a mostrar interés.

– Me di cuenta de que acababa de perder a su marido y a su único hijo y de que ella misma se estaba muriendo. Era posible que estuviera todo en su cabeza, las elucubraciones de una viuda histérica y aterrorizada. Y tal vez lo fueran, pero le prometí que haría todo lo que pudiera por descubrirlo y eso es lo que estoy haciendo.

– ¿Por qué? ¿Qué relación tenía con ella?

– Digamos simplemente que, en algún momento de nuestras vidas, nos -Marten hizo una pausa y luego prosiguió- quisimos mucho, y dejémoslo aquí.

Faddem lo escrutó:

– ¿Le dio algo real? ¿Alguna especificación? ¿Motivos por los que lo creía?

– ¿Quiere decir pruebas definitivas? No. Pero ella tenía que ir en el mismo avión que su marido y su hijo. Ella me dijo, o trató de decirme, que «ellos» habían sido los responsables del accidente. Cuando le pregunté quiénes eran «ellos», me contestó «los ca», pero eso es lo único que pudo balbucear. No fue capaz de acabar la palabra y ya nunca más lo haría. Al pensarlo bien y relacionarlo con la muerte de su marido, lo único que tenía sentido era que tal vez estuviera tratando de decir «el comité».