Más tarde Demi les había hablado de su cautividad y de los terribles y atroces vídeos del tormento de su madre en la hoguera que le habían obligado a mirar una y otra vez. Finalmente contó lo que había visto bajo tierra, cuando la trasladaron con el vagón hasta la iglesia: las cámaras vacías de experimentos médicos, las salas tipo barracón abandonadas y finalmente, debajo de la propia iglesia y al final de la vía del monorraíl, el inmenso horno crematorio.
– Así es como Foxx se deshacía de los cuerpos -Marten sintió que se le erizaba el pelo mientras lo decía.
– Sí -dijo el presidente-. Mire esto.
Le hizo un gesto a Hap para que le acercara el ordenador portátil.
Marten miró a la pantalla. Vio una serie de fotos hechas en una sala de uno de los edificios altos de Montserrat que daba a la gran plaza de delante de la basílica. Estas fueron aparentemente tomadas por Foxx con una cámara secreta, y mostraban una pequeña sala tamaño despacho, un telescopio y una grabadora de vídeo. Luego había fotos tomadas con una lente telescópica, como si estuvieran hechas por el propio telescopio, que mostraban una serie de primeros planos de gente de la plaza.
– Así es cómo seleccionaba a sus «pacientes» -dijo el presidente-. Un suministro inacabable. Era la población «general» que él buscaba. Las notas a mano fotografiadas sugieren que les señalaba a los que había seleccionado a los monjes, y a partir de ahí éstos se encargaban del resto. No de inmediato, sino después de seguir a las víctimas hasta sus lugares de procedencia y luego secuestrarlas.
– El hijo de puta lo tenía todo pensado -dijo Marten indignado, y luego los miró a los dos-. ¿No hay nada de sus planes para Oriente Próximo, ni ninguna nota sobre sus experimentos?
– No. Al menos de momento.
– ¿Qué hay de Beck y Luciana?
– Ni rastro de ellos. O consiguieron huir, o murieron con la explosión. Siguen en orden de busca y captura.
– ¿De modo que eso es todo hasta que se descubran más cosas de los discos duros o las investigaciones revelen algo más?
– Más o menos -dijo Hap a media voz, y luego miró al presidente.
– Había una sencilla lista en un cuaderno aparte que guardaba mi amigo y asesor Jake Lowe -dijo el presidente.
Luego vaciló y Marten pudo ver que lo embargaba la emoción.
– ¿De qué se trata?
– Ya sabe usted que mi esposa era judía.
– Sí.
– Sabe también que murió de cáncer de cerebro en las semanas previas a las elecciones presidenciales.
– Sí.
– Querían el voto judío, pero no querían a una judía en la Casa Blanca. Pensaron que si se moría yo obtendría un gran impulso en las urnas, no sólo por solidaridad de los judíos, sino por la compasión del público general.
De nuevo, Marten sintió que se le erizaba todo el pelo:
– Foxx la mató con algo que imitaba el diagnóstico del cáncer cerebral.
– Exactamente -asintió el presidente, y luego se puso a temblar y trató de reprimir las lágrimas-. Al parecer -añadió, con gran dificultad-, ambos hemos perdido a alguien a quien amábamos infinitamente.
Marten se acercó al presidente y lo abrazó, y durante un largo instante los dos hombres permanecieron abrazados. Los dos conscientes en su alma de lo que el otro sentía.
– Presidente, debemos irnos -dijo Hap finalmente.
– Lo sé -dijo-, lo sé.
Los dos hombres se miraron y el presidente sonrió:
– Cuando todo esto se calme vendrá a mi rancho de California y nos tomaremos un bistec y unas cervezas. Todos. Usted, Hap, Demi, Miguel y los chicos.
Marten sonrió:
– Hap se lo dijo.
Ahora fue el turno de Hap:
– Se lo quise decir, pero él se me adelantó.
Marten le ofreció la mano:
– Buena suerte, presidente.
El presidente se la estrechó, luego volvió a darle un abrazo y dio un paso atrás.
– Buena suerte para ti también, primo, y que Dios te bendiga.
Entonces dio media vuelta y se marchó. Hap estrechó la mano de Marten y le hizo un gesto con la cabeza que sólo dos supervivientes de una batalla entienden. Luego le hizo una mueca, sonrió y se marchó detrás del presidente.
Manchester, el mismo lunes 12 de junio, 23.48 h
Marten yacía tumbado a oscuras en su loft con vistas al río Irwell. Ocasionalmente, las luces de los coches que circulaban por la calle se proyectaban en el techo. De vez en cuando le llegaban voces de la gente que pasaba por las aceras. Pero la mayor parte del tiempo estaba sumido en el silencio propio del final de un largo día de verano.
Apartó deliberadamente los pensamientos del proyecto Banfield y los recuerdos de la Conspiración. Quería dormir, no recrearse en ideas que sabía que lo inquietaban y le impedían el descanso.
Durante un rato se puso a pensar en cuando llegó a Inglaterra desde Los Ángeles, después de cambiarse el nombre de John Barron a Nicholas Marten, y se esforzó por encontrar un lugar que le permitiera desaparecer de la vista de cualquier persona relacionada con la policía de Los Ángeles que pudiera estar persiguiéndole, y al mismo tiempo le permitiera ayudar a su hermana Rebecca a recuperarse de los efectos devastadores de un trauma psicológico. Su recuperación y traslado a Suiza, y su historia posterior, como le apuntó brevemente al presidente, fueron realmente notables, por no decir fantásticos. Y en buena parte se debieron a la persona más especial que Marten había conocido en su vida: la sexy y atrevida aristócrata lady Clem, Clementine Simpson, hija única del conde de Prestbury, con quien había considerado seriamente casarse, pero que un día se le presentó por sorpresa para contarle que acababa de comprometerse con el nuevo embajador británico en Japón y que, por tanto, había decidido mudarse de Manchester a Tokio de inmediato. Y así lo hizo. Por lo que sabía, seguía casada y en Japón, porque en los casi seis años transcurridos desde entonces no había recibido ni una postal ni un correo electrónico de ella.
La experiencia de Rebecca de recuperar la propia salud mental y su sensibilidad hacia lo que el proceso de recuperación significaba la llevó a ofrecerse voluntaria para pasar tiempo con Demi, la cual, como Marten le había contado, había experimentado un tremendo trauma psicológico del que los especialistas en París le dijeron que podía tardar años en recuperarse. Con una baja laboral de su trabajo en la agencia France Press, viajó a Suiza para vivir con Rebecca, donde ahora la ayudaba en su trabajo como institutriz de tres niños que crecían con rapidez, y poco a poco iba desgranando los recuerdos de su madre, de Merriman Foxx, Luciana, el reverendo Beck, y de Cristina y el fuego.
Martes, 13 de junio, 1.20 h
Marten seguía desvelado. Y sabía el motivo. Tenía un retrato vivido que le quemaba en la cabeza, el de un hombre desnudo de mediana edad yaciente en el suelo de piedra de un viejo barracón de Auschwitz, con un rifle automático del 45 en una mano y el resto del cuerpo destrozado. Victor Young, el hombre al que había visto brevemente cuando le adelantó en coche en Washington mientras él esperaba a que la doctora Lorraine Stephenson llegara a casa la noche en la que ella se suicidó en la acera delante de él; el mismo hombre al que más tarde recordó haber visto cuando deambulaba por las calles lluviosas de alrededor de la Casa Blanca, emocionado y lloroso en las horas posteriores a la muerte de Caroline. Young, o fuera cual fuese su nombre real, era quien conducía el coche que le adelantó lentamente por una avenida a oscuras y prácticamente desierta.