Marten lo había visto dos veces con claridad. Y eso le hacía preguntarse si ya entonces Foxx, o Beck, o ambos, estaban preocupados por su presencia y por su relación con Caroline y habían mandado a alguien a vigilarlo.
Pero eso no era todo.
El Servicio Secreto había localizado el paradero de Victor desde Washington a Berlín, luego en Madrid, luego hasta París y luego hasta Chantilly, donde se hospedó en una habitación de hotel la noche antes de que mataran a los jinetes. Luego había vuelto a París, desde donde tomó un tren a Varsovia, el lugar en el que debía celebrarse inicialmente la cumbre de la OTAN. Cuando se trasladó la sede a Auschwitz, tomó un tren hasta allí y se presentó en la entrada de prensa del recinto una hora antes de iniciarse el discurso del presidente Harris, con las credenciales necesarias de la agencia AP y con su nombre incluido en la lista aprobada por el Servicio Secreto; además, un rifle M14 le esperaba oculto en una funda de trípode entre el material de un camión de prensa.
Cómo se había enterado del cambio de ubicación del evento con el tiempo suficiente de trasladarse él mismo, cómo había obtenido las credenciales de prensa y había sido incluido en la lista aprobada, cómo y quién había introducido el rifle en las instalaciones eran enigmas que todavía estaban siendo investigados. Lo que estaba claro era que a partir de Berlín, el hombre había estado siguiendo los pasos del presidente en casi todos los altos del camino de su gira europea, hasta el punto que intentó sortear el cordón de seguridad del Servicio Secreto en el hotel Ritz de Madrid.
Y eso era lo que mantenía a Marten en vela. Lo que le había estado atormentando desde hacía un tiempo pero que hasta ahora no empezaba a cuadrarle. Si Victor trabajaba solo, o para la Conspiración, o para alguien totalmente distinto, importaba ahora poco. Con la presencia del M14, resultaba evidente que tenía la intención de matar al presidente, ya fuera en Varsovia o en Auschwitz. Puede que incluso quisiera matar también a la canciller alemana y al presidente francés, y éste era precisamente el problema. En retrospectiva, era demasiado obvio. Demasiado intencionado. Había dejado un rastro demasiado perfecto.
Por muy buen tirador que Victor fuera, no era un profesional, y si la Conspiración, con todos sus recursos y contactos -desde los militares hasta el secretario de Defensa, pasando por el asesor de Seguridad nacional-, quiso matar a uno o a los tres, y eso es lo que parecía, al menos hasta su revés en Port Cerdanya, entonces sin duda habrían utilizado a un profesional o a un equipo de profesionales. Victor, y Marten lo sabía, era su cabeza de turco. El Lee Harvey Oswald de alguien. Si disparaba y ejecutaba los homicidios, perfecto; si no, también era perfecto. Había dejado un rastro a investigar y, al hacerlo, se había expuesto a que lo mataran si algo salía mal. Y así fue, no sólo por el fiasco de Port Cerdanya, sino porque Marten se acordó de los asesinatos en Washington y en la pista de entrenamientos de Chantilly e hizo sonar la alarma.
Y eso era lo que ahora le inquietaba y le impedía conciliar el sueño. Todo el asunto parecía haber sido aparcado. La Conspiración había sido detenida, todas sus piezas estaban siendo investigadas y, si la información de los discos duros seguía saliendo, deberían disponer de archivos anuales completos de eventos y de las identidades de los miembros que habían asistido a ellos, revelaciones potencialmente explosivas que podían remontarse a varios años, hasta décadas, tal vez incluso a siglos atrás, dependiendo de lo que encontraran.
Cuando Marten pasó por Londres de regreso a su casa en Manchester, estuvo unas cuantas horas en la ciudad entre los dos vuelos. Allí había oído el Big Ben marcando la hora, de la misma manera que la hora suena por los campanarios de ciudades y pueblos de todo el planeta, por las campanas que marcaban los cuartos de Westminster, una retahíla de notas que le resultan familiares a la mitad de la población mundial. Los mismos cuartos de Westminster que sonaron -y que parecieron tan fuera de lugar- en la iglesia de Port Cerdanya mientras entraban en ella los miembros del New World Institute. Eso le hizo preguntarse si tal vez aquello podía ser una llamada universal de la Conspiración a sus miembros secretos de todo el mundo, y fuera lo que fuese que había ocurrido, si la sociedad secreta seguía viva y coleando. Y así continuaría por los siglos de los siglos. Si así fuera, la Conspiración no estaba acabada en absoluto sino, como la destrucción de Port Cerdanya planeada por Foxx, había decidido pasar a la clandestinidad durante una buena temporada, tal vez durante décadas. Si éste era el caso, significaba que todavía había gente dentro de la secta de la que nadie sospechaba nada, gente de la que nadie podía imaginar nada.
Y por eso recordaba ahora lo sucedido en Auschwitz una vez alertó a Hap de la posible presencia de un francotirador. Sin tener en cuenta las credenciales de prensa, la lista aprobada por el Servicio Secreto o el arma oculta, Victor había sido delatado por alguien más. Bill Strait fue quien seleccionó su foto en la pantalla de vídeo para identificarlo como el hombre que había puesto a prueba el cordón de seguridad de Madrid. A los pocos segundos salieron a cazarle, corriendo con los otros agentes, siguiendo a los perros y a sus cuidadores, y fue Strait quien de pronto se salió del itinerario y giró a un lado del estanque, corriendo casi directamente hacia el lugar en el que se ocultaba Victor, como si supiera exactamente dónde lo encontraría.
Y cuando Marten lo persiguió y le gritó a Strait que no entrara sin él, Strait lo ignoró y entró solo. Y fue cuando Marten llegó finalmente al barracón, cuando oyó el breve intercambio de palabras, sólo dos palabras, entre los hombres:
– Victor -dijo Strait con claridad.
– ¿Richard? -preguntó Victor, como si de pronto hubiera sido sorprendido por alguien a quien conocía por la voz, pero a quien no había visto nunca.
Inmediatamente después vino el sonido sordo y fuerte de la ráfaga del arma automática de Strait.
Con los ojos abiertos de par en par, Marten volvió a darse la vuelta. Bill Strait, el adjunto en el que Hap tanto confiaba -aunque durante un tiempo, en Barcelona, desconfió totalmente de él, como el presidente, cuando no podían permitirse confiar en nadie-. ¿Y si Strait era el infiltrado de la Conspiración dentro del Servicio Secreto y de la comitiva presidencial? Una tapadera perfecta que les daba acceso a todo tipo de información y que podía seguir hasta las profundidades del brazo ejecutivo.
Marten se preguntaba si había alguien más que supiera o que sospechara lo mismo que él. Probablemente no, porque él era el único que estuvo en el tramo final. Que vio la ruta directa que había elegido Strait. Que le escuchó decir el nombre de Victor, y a Victor responderle «¿Richard?».
Si estaba en lo cierto, significaba que sólo él lo sabía, o lo sospechaba. Lo cual significaba también que, con el tiempo, tal vez más pronto de lo que imaginaba, Bill Strait también lo deduciría.
2.22 h
Marten se tumbó y cerró los ojos. Había trabajado muchas veces de manera muy estrecha con miembros del Servicio Secreto cuando formaba parte del departamento de policía de Los Ángeles. Sabía que su consigna de «Merecedor de la confianza y la fe» no se tomaba a la ligera y que todos sus agentes disponían de autorizaciones secretas, y además la mayoría estaban autorizados más allá de ese nivel. Asimismo, la organización era demasiado respetada, demasiado profesional y demasiado parecida a una hermandad de vínculos muy estrechos como para que alguien se infiltrara en ella con facilidad.