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– Ese científico, Merriman Foxx -dijo Marten, de pronto-, ¿es también doctor, un médico?

– Sí, ¿por qué?

Marten respiró hondo y luego preguntó:

– ¿Y tiene el pelo blanco?

– ¿Qué tiene que ver eso con todo lo demás?

– ¿Tiene o no tiene el pelo blanco? -insistió Marten con énfasis.

Fadden levantó las cejas:

– Sí. Y mucho. Tiene sesenta años y una cabellera como la de Albert Einstein.

– Dios mío -suspiró Marten. La idea se le ocurrió de inmediato-. ¿Sigue aquí? ¿Sigue en Washington? -preguntó, ansioso.

– Por el amor de Dios, no lo sé.

– ¿Puede usted averiguar cuándo llegó a Washington? ¿Cuánto tiempo ha estado aquí?

– ¿Porqué?

Marten se detuvo y tomó a Fadden de un brazo:

– ¿Puede averiguar dónde está ahora y la fecha en la que llegó a Washington?

– ¿Qué pinta él en esta historia?

– No estoy seguro, pero quiero hablar con él. ¿Puede usted conseguirme esta información?

– Sí, puedo, y cuando vaya a verle me lleva con usted.

A Marten le brillaron los ojos. Finalmente, tal vez hubiera encontrado una pista.

– Usted encuéntrelo y yo le llevaré conmigo. Se lo prometo.

18

Roma, 19.00 h

La comitiva presidencial tomó la Via Quirinale al caer el sol. El presidente Harris vio el enorme edificio iluminado del Palazzo del Quirinale, la residencia oficial del presidente de Italia, donde pasaría la velada en compañía del mandatario Mario Campi.

A pesar de sus fracasos y frustraciones con los líderes de Francia y Alemania, Harris mantenía sus propuestas. Como un viajante comercial de gira por las principales capitales europeas, repartía buena voluntad, apelaba a una nueva era de unidad transatlántica y se reunía con los líderes de esos países en su propia tierra, cuyos árboles, jardines y barrios eran tan queridos por ellos como lo eran para él las mismas cosas en América.

En la limusina presidencial le acompañaban el Secretario de Estado, David Chaplin, y el Secretario de Defensa, Terrence Langdon, que le estaban esperando en el aeropuerto militar de Champino, a las afueras de Roma, cuando el Air Force One aterrizó. Estos dos hombres eran una demostración de fuerza y de confianza: uno para demostrar que Estados Unidos cortejaba abiertamente una relación con toda la comunidad europea; el otro para dejar claro que el presidente no venía con el lirio en la mano, que tenía un punto de vista definido, en especial en lo relativo a terrorismo, Oriente Próximo y los países que desarrollaban armas de destrucción masiva en secreto, pero también sobre otros temas apremiantes: el comercio, la protección del material intelectual, la sanidad mundial y el calentamiento global. En todos esos asuntos, Harris se mostraba realista pero también política y económicamente conservador, al menos tan conservador como el hombre al que había sucedido en la presidencia, el difunto Charles Cabot.

Con todo este movimiento político «de avance» tan necesario, no se había olvidado del incidente que había tenido lugar a bordo del Air Force One en el vuelo desde Berlín. Todavía sentía la paralizante frialdad de la propuesta del doctor James Marshall de asesinar al presidente de Francia y a la canciller alemana, «para sustituirlos con líderes en los que podamos confiar, ahora y en el futuro», seguida de la descarnada declaración de Jake Lowe: «Esta gente existe, señor presidente». Y otra vez Marshalclass="underline" «Se puede hacer, señor, y con bastante rapidez. Le sorprendería».

Confiaba en esos dos hombres desde hacía muchos años. Ambos habían resultado clave en su elección. Y sin embargo, en el contexto de lo sucedido, casi le parecía que eran gente que no había visto nunca, extraños con su propia agenda siniestra que lo apremiaban a participar en su plan. Que lo hubiera rechazado con contundencia era una cosa, pero que se lo hubieran propuesto lo inquietaba profundamente, y también la manera en que habían concluido la reunión: con los dos mirándolo casi con desdén. Las últimas palabras de Marshall todavía le retumbaban en los oídos: la afirmación «creo que comprendemos su postura, señor presidente» le sugería que, a pesar de su rechazo frontal, en sus mentes la iniciativa distaba mucho de estar descartada. Eso lo asustaba. No tenía otras palabras. Pensó que debía comentarlo con David Chaplin y Terrence Langdon de camino a Roma, pero ambos secretarios le estuvieron informando sobre las reuniones de las que venían, y sacar un tema tan monstruoso y abracadabrante en aquel momento no le pareció apropiado, de modo que decidió posponerlo.

– Ya hemos llegado, señor presidente. -Era la voz de Hap Daniels, el agente especial encargado del Servicio Secreto que viajaba con él, que le hablaba por la radio desde donde iba como guardia armado, en el asiento delantero de la limusina. Unos segundos más tarde la comitiva se detuvo frente al Palazzo del Quirinale. Una banda militar de gala tocó el himno nacional de Estados Unidos, y en medio de una oleada de hombres armados de uniforme y de paisano, Harris percibió la figura sonriente y resplandeciente de Mario Campi, el presidente italiano, bajando de una alfombra roja y acercándose a darle la bienvenida por entre aquel mar de pompa y seguridad.

19

Iglesia Presbiteriana Nacional, Washington, DC

Servicio funerario en memoria de Caroline Parsons, 14.35 h

Nicholas Marten estaba sentado cerca del último banco de la catedral y escuchaba la voz aterciopelada y profunda y las palabras delicadas del distinguido pastor afroamericano que dirigía el servicio, el capellán del Congreso Rufus Beck. Beck era pastor de la iglesia de Caroline y fue quien llamó a la doctora Stephenson cuando Caroline sufrió la crisis nerviosa, después del funeral de su esposo e hijo. Un hombre al que Marten conoció brevemente en su habitación de hospital.

Emocionalmente, Marten había hecho todo lo posible por distanciarse de la celebración y del sello oficial que el propio servicio llevaba y que transmitía el terrible reconocimiento de que Caroline estaba efectivamente muerta.

Con ese fin, se creó su propia distracción, que esperaba que de algún modo le sería útil. Se trataba de escrutar continuamente a los dolientes que llenaban la iglesia con la esperanza de que el hombre del pelo blanco, el doctor Merriman Foxx, no hubiera abandonado todavía Washington y hubiera venido a disfrutar de algún tipo de placer perverso con el resultado de su obra. Pero, si estaba, y si era realmente como Peter Fadden lo había descrito, de sesenta años y con el pelo como Einstein, de momento Marten no lo había visto.

A los que sí vio -y había varios cientos de personas- fue a varios políticos a los que reconoció por la prensa escrita o la televisión, y muchos otros a los que no reconoció pero que tenían que ser amigos, o al menos socios, de Caroline y de su familia. Tan sólo el tamaño de la recepción le daba ya la medida real de lo ricas y expansivas que habían sido aquí sus vidas.

A un nivel más personal vio a la hermana de Caroline, Katy, y a su marido, que fueron escoltados rápidamente a los primeros bancos de la iglesia nada más llegar, de nuevo, y en tan poco tiempo, en un vuelo insoportablemente trágico de Hawái a Washington.

Marten no tenía manera de saber si Caroline había compartido alguno de sus miedos con su hermana. O si Katy sabía que Caroline le había pedido que viniera a Washington para que pasara con ella las últimas horas de su vida. Habría sido muy propio de Caroline haber respetado la responsabilidad de Katy -que estaba al cuidado de su madre, debilitada por el Alzheimer, en Hawái- y no haber querido agravar más su angustia, guardándose para ella y Marten sus sospechas sobre una conspiración. Pero fuera lo que fuese que Katy supiera o dejara de saber, la duda sobre qué hacer con ella seguía en el aire. Si se le acercaba, le recordaba quién era, le contaba un poco lo que había sucedido desde que se conocieron en Los Ángeles y luego le confiaba lo que Caroline le había contado; y si luego le enseñaba la nota firmada ante notario por Caroline, era casi seguro que Katy estaría dispuesta a acompañarlo al bufete de abogados de Caroline para exigir que se le facilitara el acceso a los documentos privados de los Parsons, venciendo así la resistencia de los letrados.