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Se oyó un clic cuando Richard colgó, y luego el móvil de Victor se quedó mudo. Durante un largo instante no hizo nada, tan sólo escuchar el ruido del tren al pasar por encima de las vías. Finalmente miró por su compartimento de primera clase, con su pequeño lavamanos, las toallas limpias en un colgador encima de él, las sábanas limpias en la litera. Tan sólo había viajado una vez en primera clase, y fue ayer, cuando tomó el tren de alta velocidad, el TGV, de París a Hendaya, en la frontera hispano-francesa. Además, el Westin Palace de Madrid era un hotel de cinco estrellas, como también lo era el hotel Boulevard de Berlín. Parecía como si después de disparar y matar al hombre de Union Station en Washington, lo hubieran empezado a tratar con mucho más respeto que antes.

Sonrió complacido ante esta idea y luego se reclinó en la cama mullida y cerró los ojos. Por primera vez desde que era capaz de recordar se sintió realmente apreciado. Como si, finalmente, su vida tuviera valor y significado.

13.20 h

El presidente John Henry Harris estaba sentado en mangas de camisa, contemplando la isla de Córcega, y luego vio el mar Balear mientras el Air Force One volaba en dirección oeste contra un fuerte viento hacia territorio peninsular español. Más tarde llegarían a Madrid, a tiempo para una cena prevista con el nuevo presidente español y un selecto grupo de dirigentes empresariales locales.

Aquella mañana había desayunado con el primer ministro Aldo Visconti, y luego se dirigió al parlamento italiano. En la magnífica cena en el Palazzo del Quirinale de la noche anterior con el presidente Mario Campi reinaron la calidez y la buena voluntad, y los dos dirigentes desarrollaron un estrecho vínculo casi de inmediato. Al final de la velada, el presidente Harris invitó al presidente italiano a visitarle en su rancho de la zona vinícola de California y Campi aceptó con entusiasmo. Que la relación hubiera sido tan entrañable era bueno desde el punto de vista político, porque incluso si el pueblo italiano desconfiaba de las estrategias americanas en Oriente Próximo, Campi se había esforzado muchísimo en mostrarle al presidente que tenía en él a un aliado fuerte y de confianza en Europa. Aquella mañana, el primer ministro Visconti le había garantizado a Harris lo mismo. El apoyo de ambos mandatarios era un logro importantísimo en su gira, todavía más después de sus dolorosas experiencias de París y Berlín, y se sentía muy agradecido. Sin embargo, eran París y Berlín, o más bien los dirigentes políticos de Francia y Alemania, los que seguían en su cabeza. Había descartado la idea de comentar el problema Jake Lowe-James Marshall con el secretario de Estado Chaplin o el de Defensa, Langdon, porque sabía que si lo hacía se convertiría en una causa primordial de preocupación, y la atención que atraería el asunto desviaría las energías de su misión principal.

Además, aun con todo lo alarmante e inquietante que había resultado, seguía siendo tan sólo una conversación y ninguno de los dos hombres tenía a su alcance llevar más lejos el plan. Anteriormente, aquella misma mañana, Lowe había volado a Madrid para reunirse con miembros del personal y del equipo de avanzadilla del Servicio Secreto en el hotel Ritz, donde iba a alojarse. Marshall había permanecido detrás, en Roma, para pasar el resto del día en una reunión con su homólogo italiano.

Harris se reclinó, acarició su vaso de zumo de naranja y se preguntó qué se le había escapado de Lowe y Marshall para que pudieran estar hablando en serio de cosas que él habría considerado ajenas a su naturaleza. Luego se acordó de cuando Jake Lowe recibió una llamada, a bordo de la comitiva que los llevaba por Berlín, y luego le dijo que habían matado a Lorraine Stephenson, la médico de Caroline Parsons. Recordó haber reflexionado en voz alta sobre las muertes de Mike Parsons, de su hijo y luego de Caroline, las tres completadas con la muerte de la doctora Stephenson. Recordaba haberse dirigido a Jake Lowe y decirle algo como:

– Han muerto todos en un período muy breve de tiempo, ¿qué está ocurriendo?

– Es una trágica coincidencia, señor presidente -le respondió Lowe.

– ¿Lo es?

– ¿Qué otra cosa puede ser?

Tal vez Lowe estuviera en lo cierto; tal vez sí fuera una trágica coincidencia. Pero también podía ser que no lo fuera, especialmente al haber un asesinato por medio. Inmediatamente tocó el botón del interfono que había en su reposabrazos.

– Sí, señor presidente -dijo la voz de su jefe de personal.

– Tom, ¿quieres ir a ver a Hap Daniels y pedirle que venga, por favor? Me gustaría hablar con él de la dinámica en Madrid.

– Sí, señor.

A los cinco segundos se abrió la puerta y el director de la agenda del Servicio Secreto, un hombre de cuarenta y tres años, entró.

– ¿Quería verme, señor presidente?

– Entra, Hap -dijo Harris-. Cierra la puerta, por favor.

23

Nicholas Marten sintió cómo el avión se escoraba ligeramente mientras el piloto viraba al sureste, cruzando el mar Tirreno hacia el extremo sur de la bota italiana. Pronto empezarían a descender por encima de Sicilia y emprenderían la ruta hacia Malta.

A las 7.15 de aquella mañana, el avión de British Airways procedente de Washington había aterrizado en el aeropuerto londinense de Heathrow. Hacia las ocho recogió su equipaje y se compró un billete de Air Malta para el vuelo que salía a las diez y media y que lo llevaría a la capital maltesa de La Valetta a las tres de la tarde. Entretanto se tomó una taza de café y unos huevos pôché con unas tostadas con mermelada, reservó una habitación en el hotel Castille, de tres estrellas, en La Valetta, y trató de llamar a Peter Fadden a Washington para contarle lo que le había ocurrido con la policía y avisarlo que estaba camino de Malta. En el móvil de Fadden le salió el contestador, de modo que dejó un breve mensaje en el que le daba su número de móvil y posteriormente hizo una llamada similar a su teléfono del Washington Post, diciéndole que trataría de localizarlo un poco más tarde.

Luego esperó la salida de su vuelo y trató de reconstruir mentalmente lo que había ocurrido en Washington. La pieza más curiosa del rompecabezas era lo que la escritora y fotógrafa francesa Demi Picard le preguntó a la salida de la iglesia, justo antes de que llegara la policía. ¿Había mencionado Caroline a «la bruja» antes de morir?

¿Bruja?

No, no era exactamente esto. Había dicho «las» brujas.

Lo mismo que Caroline había dicho «los ca…»

Que hubiera querido decir el comité era todavía una suposición, pero parecía más que razonable si -y eso era mucho suponer- el doctor Merriman Foxx resultaba ser no sólo «el hombre del pelo blanco», sino también el «doctor» al que Lorraine Stephenson le tenía tanto pánico que llegó a ponerse una pistola en la cabeza y se disparó delante de él.

Dejando de lado al doctor Foxx y a la doctora Stephenson, no había duda de que Caroline había dicho «los ca…». Al igual que Demi Picard dijo «las brujas». En ambos casos hablaban en plural, lo cual significaba que había más de una persona involucrada. Y si, efectivamente, Caroline se estaba refiriendo a un comité, habría estado hablando de un grupo.

La Valetta, Malta, 15.30 h

Marten cogió un taxi en el aeropuerto hasta el hotel Castille y se registró en una confortable habitación de la tercera planta, con una enorme ventana que le proporcionaba una vista impresionante sobre el magnífico puerto de la ciudad y su maciza fortaleza de piedra, Sant'Angelo, que se adentraba en el mar desde una isla que había delante de la ciudad. La fortaleza fue construida, según le contó el taxista en el trayecto desde el aeropuerto, en el siglo XVI, a instancias de los caballeros de San Juan, para proteger la isla de los invasores otomanos.