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Peter Fadden le había dicho a Marten que estaba llevando aquella investigación de manera emocional, y tenía razón. Era el motivo por el que estaba aquí. Pero ahora, a la sombra del edificio de apartamentos de Foxx, se daba cuenta de que lo que había estado pensando era cierto y que si seguía por el mismo camino había muchas posibilidades de que él o el buen doctor acabaran muertos, y al mismo tiempo, de mandar toda la operación de Foxx, fuera cual fuese, a la clandestinidad. Además, una cosa que tenía que haber pensado desde el principio: fuera lo que fuese lo que descubriera no disponía de ninguna estructura de apoyo que lo respaldara. Aunque consiguiera que Foxx lo divulgara todo, ¿a quién iba a dirigirse?

Si el asunto era potencialmente tan explosivo como parecía -el asesinato de un congresista de Estados Unidos y su hijo, posteriormente de su esposa, seguidos de la decapitación de la médico de la esposa, todo entrelazado con una audiencia ante un subcomité del Congreso sobre Inteligencia y Contraterrorismo-, no era algo que un diseñador de paisajes expatriado residente en Inglaterra debería estar investigando solo. Que antes hubiera sido detective de homicidios del departamento de policía de Los Ángeles no significaba nada: se trataba de un asunto de seguridad nacional, en especial si tenía que ver con política a nivel del Congreso de Washington. De momento no tenía pruebas de nada, pero había olido un rastro y Merriman Foxx estaba al final del mismo. Eso significaba que, fuera lo que fuese que Marten hiciera o dijera cuando lo tuviera delante, tenía que ser planificado con sumo cuidado y autocontrol, y con todos sus sentimientos personales dejados de lado. Su objetivo tenía que ser absolutamente singular: asegurarse de que Merriman Foxx era -o no- el doctor u hombre del pelo blanco. Si lo era, su siguiente paso sería ponerse en contacto con Peter Fadden y hablar con la única organización en Washington que no tendría ningún escrúpulo en proseguir la investigación: el Washington Post.

Madrid, hotel Westin Palace, 19.30 h

– Hola, Victor. -La voz de Richard al teléfono sonaba serena y tranquilizadora como siempre.

– Me alegro de oírte, Richard. Pensaba que ibas a llamarme antes. -Victor cogió el mando y bajó el volumen del televisor, luego se fue a sentar al borde de la cama, donde estuvo descansando hasta que en su móvil sonó la llamada de Richard.

– ¿Qué tal el hotel?

– Muy agradable.

– ¿Te tratan bien?

– Sí; gracias, Richard.

– ¿Cómo ha ido el paseo por la estación de Atocha?

– Pues… -Victor vaciló, sin saber qué responder.

– ¿Has dado el paseo, tal como te pedí?

– Sí, Richard.

– ¿Qué has pensado al ver el lugar donde murió toda esa gente en el atentado terrorista? ¿Te has imaginado cómo lo debieron pasar? Con las bombas explotando dentro de los vagones, los gritos, los cuerpos mutilados, la sangre. ¿Has pensado en los cobardes que ocultaron los explosivos en mochilas y los colocaron en los trenes con toda esa gente inocente a bordo, y luego los hicieron detonar con los móviles, mientras ellos estaban bien protegidos a kilómetros de allí?

– Sí, Richard.

– ¿Y cómo te has sentido?

– Triste.

– ¿No furioso?

– Triste y furioso, sí.

– Triste por la gente que murió o que quedó herida, furioso con los terroristas que lo hicieron, ¿es así?

– Sí, me he sentido especialmente furioso con los terroristas.

– Y te gustaría destruirlos, ¿no?

– Me gustaría mucho.

– Quiero que hagas una cosa, Victor. En el armario de tu habitación hay una bolsa de trajes. Dentro encontrarás un traje oscuro con una camisa y corbata. El traje y la camisa son de tu talla. Quiero que te los pongas y que salgas a la calle. Al salir del hotel, verás el hotel Ritz al otro lado de la plaza. Es donde se hospedará el presidente mientras esté en Madrid. Quiero que vayas allá y entres por la puerta principal como lo haría cualquier visitante. Una vez dentro verás el vestíbulo de recepción y, más allá, el bar y el salón. Entra en el salón, siéntate en una mesa desde la que veas el vestíbulo y pide una bebida.

– Y luego ¿qué?

– Aguarda unos minutos y luego levántate y ve al baño de hombres. Cuando salgas, mira a tu alrededor. El presidente y su equipo habrán ocupado tota la cuarta planta. Entérate de cómo lo hacen el resto de huéspedes de las plantas segunda y tercera para subir a sus habitaciones. Prueba tanto el ascensor como las escaleras de incendio. No hagas nada, tan sólo fíjate en si tendrías acceso. Luego vuelve al salón, acábate la bebida y regresa a tu hotel.

– ¿Algo más?

– Por ahora no. Te llamaré por la mañana para saber qué has averiguado.

– Muy bien.

– Gracias, Victor.

– No, Richard, gracias a ti. De veras lo digo.

– Lo sé, Victor. Buenas noches.

Victor vaciló, luego colgó el teléfono. Había estado toda la tarde esperando la llamada de Richard, y a cada hora que pasaba se temía más que hubieran podido cambiar de estrategia y dejaran de necesitarle. Si eso ocurría, no sabía lo que haría. No tenía manera de ponerse en contacto con ellos, excepto por un hombre alto y agradable llamado Bill Jackson, al que había conocido en un campo de tiro cerca de su casa en Arizona. El hombre le habló de la posibilidad de incorporarse a una sociedad patriótica secreta de protectores de la nación, hombres y mujeres que sabían usar armas de fuego y con los que se podía contar para que lucharan individualmente en el caso de una invasión terrorista importante. Y Richard, con quien había hablado casi a diario durante las últimas semanas, pero al que no había visto nunca. No tenía ni idea de quiénes eran o, lo que era lo mismo, ni siquiera de cómo ponerse en contacto con Richard.

Y a medida que los minutos y las horas se esfumaban antes de que Richard lo llamara finalmente, su nivel de ansiedad había aumentado hasta resultarle casi insoportable.

¿Qué haría si lo abandonaban? ¿Volver a Atizona y a la existencia miserable que había llevado allí hasta que le encontraron? Eso sería como si le hubieran dado otra oportunidad y hubiera vuelto a fracasar, y entonces lo hubieran abandonado por razones que escapaban a su control, lo mismo que le había ocurrido tantas veces. Parecía como si fuera su maldición: un tipo que trabajaba duro, siempre puntual, que nunca se quejaba, pero al que, de todos modos, siempre se quitaban de encima por razones que nunca resultaban claras. Siempre habían sido trabajos manuales y sudorosos: encargado de almacén, camionero, pinche de cocina, guarda de seguridad. En toda su vida no había sido capaz de conservar un trabajo más de quince meses. Y entonces esta maravillosa oportunidad había surgido, y con ella el respeto creciente y los viajes en primera clase a ciudades a las que nunca había ni soñado viajar. Y ahora la idea de poder perderlo. ¡Oh, Dios! La terrible sombra de esa posibilidad le quemaba las entrañas, el miedo y la desesperación se retorcían en su interior a cada minuto que pasaba. Miraba al teléfono callado que tenía en la cama de al lado con una frecuencia exagerada, un teléfono que debería haber sonado horas antes, pero no lo había hecho. Y luego, finalmente, por suerte, sonó, y respondió rápidamente para arrimarse al alivio de la voz de Richard que lo volvía a incorporar a la acción. Después, una vez hubo colgado, soltó un largo suspiro y se relajó, incluso sonrió. Sabía que todo seguía estando bien.