– Incluido lo de los virus.
– Una última pregunta -dijo Marten, con voz serena-. ¿Ha sido usted conocido alguna vez simplemente como «el doctor»?
Foxx se terminó el whisky y miró a Marten:
– Sí, por cientos de personas. Buenas noches, señor Marten, y por favor, mándele mis mejores saludos a la congresista Baker.
Dejó la copa vacía en la barra y se alejó hacia su mesa.
– Dios mío -suspiró Marten. Había sucedido tan rápido y de manera tan imperceptible que estuvo a punto de no darse cuenta. Y sin embargo, ahí estuvo, delante de sus ojos y con tanta nitidez como si hubiera pedido verlo. Sí, Merriman Foxx tenía el pelo blanco. Sí, lo llamaban «el doctor». Pero estos dos detalles, sumados al intento más bien patético de Marten por conseguir información sustanciosa, no señalaban a Foxx de manera inequívoca como el doctor-hombre del pelo blanco que había supervisado, si no administrado personalmente, la toxina que mató a Caroline.
En cambio, había otra cosa que sí lo señalaba.
Era algo de lo que se había olvidado completamente hasta que se dio cuenta de la anormal longitud de los dedos de Foxx cuando rodeaba la copa de whisky. Era lo que Caroline le comentó por teléfono la primera vez que lo llamó, presa del pánico, a Manchester, y le pidió que fuera a Washington.
«No me gustaba -le dijo sobre el hombre de pelo blanco que fue a verla a la clínica a la que la llevaron después de la inyección que le dio la doctora Stephenson-. Todo de él me daba miedo: la manera de mirarme, la manera de tocarme la cara y las piernas con sus dedos largos y asquerosos.»
Aquellos dedos que rodeaban la copa de whisky eran sólo una parte. El resto vino cuando un Foxx molesto sostuvo la copa con las dos manos y los pulgares le sobresalían por encima del borde. Fue entonces cuando lo vio y recordó el resto de la descripción de Caroline: «… la manera de tocarme la cara y las piernas con sus dedos largos y asquerosos, y aquel horrible pulgar con su diminuta cruz de bolas».
Una cruz desvaída -dos líneas que se cruzaban, con un círculo diminuto, una bolita, en la punta de cada uno de los cuatro extremos- había sido tatuada en la punta del pulgar izquierdo de Merriman Foxx.
Marten había estado a punto de no verlo, pero lo vio. Una diminuta y descolorida cruz tatuada descrita de paso por una mujer aterrorizada y moribunda. En aquel momento había formado parte de un batiburrillo de información y pareció no tener ninguna importancia; en cambio, ahora lo significaba todo.
Le demostraba que era el hombre al que buscaba.
27
Marten buscó en su bolsillo y apagó la grabadora. Le cabían pocas dudas de que era Foxx quien había supervisado la muerte de Caroline, pero en la conversación grabada no había nada que lo incriminara, y el simple tatuaje tampoco era ninguna de las pruebas definitivas de las que Peter Fadden podía precisar para lanzar una investigación desde el Washington Post. Marten necesitaba algo concreto y definitivo, pero conseguirlo, o ni tan siquiera saber cómo conseguirlo, sería enormemente difícil, en especial porque Foxx le había cerrado claramente la puerta, y porque sin duda el doctor se pondría en contacto con la congresista Baker para comprobar su identidad. Una vez sucediera esto ya no podría acercarse ni a un kilómetro de él.
– Señor Marten.
Marten levantó la vista y vio a Demi Picard, que se dirigía hacia él. Se preguntó qué hacía allí. Que estuviera con Beck no le resultaba sorprendente, puesto que ella le había contado que el reverendo era uno de los sujetos del libro de foto-ensayo que estaba haciendo sobre el clero político. Pero que estuvieran los dos aquí en Malta, y compartiendo mesa con Foxx tan poco tiempo después del funeral de Caroline en Washington, le resultaba un poco inquietante, en especial ahora, con lo que había averiguado acerca de Foxx.
– Ms. Picard -inició una sonrisa-. Qué sorpresa…
Ella apretó los ojos de pronto y lo cortó con un murmullo lleno de ira:
– ¿Qué hace usted aquí, en Malta? ¿Y en este restaurante?
– Iba a hacerle la misma pregunta.
– El doctor Foxx y el reverendo Beck son viejos amigos -dijo ella con tono defensivo-. Estamos de paso para asistir a una reunión con un grupo de clérigos occidentales de visita en los Balcanes y decidimos venir esta noche a verlo.
– Al parecer, conoce usted muy bien al reverendo Beck.
– Así es.
– Pues entonces tal vez pueda explicarme cómo un reverendo afroamericano puede ser amigo de un oficial de la época del apartheid en el ejército sudafricano, un tipo que lideró una importante unidad médica que desarrolló armas biológicas secretas diseñadas para eliminar a la población negra de Sudáfrica.
– Eso se lo debería preguntar al reverendo Beck.
Marten la miró.
– ¿Y si le pregunto a usted sobre «las brujas»?
– No lo haga -le advirtió ella.
– ¿No?
– ¡Le he dicho que no!
– Fue usted quien sacó el tema -dijo Marten rápidamente-. Usted vino a verme, ¿se acuerda?
– Demi -una voz conocida la llamó desde atrás. Ambos se giraron y vieron a Beck que se acercaba. Cristina Vallone, la atractiva acompañante de Foxx, iba con él.
– Me temo que el doctor Foxx ha tenido que marcharse. Un asunto familiar urgente -les dijo a los dos, y luego dirigió lo siguiente a Demi-: Me ha pedido que os acompañe a ti y a Cristina al hotel.
Demi vaciló, y Marten advirtió que estaba inquieta por el repentino giro de los acontecimientos.
– Gracias -dijo ella con educación-. Tengo que ir al baño. Nos encontramos arriba.
– Claro. -Beck miró a Marten mientras ella se iba al baño-. Ha sido un placer volver a verlo, señor Marten. Tal vez pronto tengamos ocasión de repetir.
– Sería un placer, reverendo.
Cinco minutos más tarde Marten estaba en Trig id-Dejqa observando cómo se alejaban las luces de un taxi que llevaba al reverendo Beck, a Cristina y a Demi Picard hasta desaparecer en una estela nebulosa. Volvió a mirar por el callejón húmedo hacia el Café Trípoli. No se movía ni una hoja. Se preguntó cómo se había podido marchar Foxx sin que él lo viera, o si se había marchado realmente. En cualquier caso, ahora mismo no había nada que pudiera hacer. Respiró hondo y luego se puso a caminar de regreso a su hotel, con las palabras que Demi le había dedicado, cuando se detuvo en la barra al volver del baño, todavía claras en su mente.
«No sé quién es usted ni lo que está haciendo aquí -le dijo de manera forzada, con el mismo tono airado que había usado antes-, pero aléjese de nosotros antes de echarlo todo a perder.» Con estas palabras se volvió y subió las escaleras para ir hasta donde la esperaban Cristina y el reverendo Beck.
Echarlo todo a perder. ¿Qué demonios podía significar aquello?
Y ahora, mientras andaba, avanzando por el húmedo aire de la noche hacia el monumento de Guerra de la RAF y luego por los jardines de Baracca de camino a su hotel, las palabras de Demi se desvanecían a favor de lo que le dijo el reverendo al despedirse.
«Ha sido un placer volver a verlo, señor Marten. Tal vez pronto tengamos ocasión de repetir.»
Volver a verlo. Volver.
Eso significaba que Beck sabía quién era, y que se acordaba claramente de su coincidencia previa en la habitación de Caroline. En el momento de conocerse, el tema de la profesión de Marten no surgió, de modo que era posible que se creyera realmente que Marten trabajaba en el bufete de la congresista Baker. Sin embargo, esa coincidencia habría sido discutida puntualmente con Foxx cuando éste volvió a la mesa. Todo esto unido al hecho que Marten no sólo había mencionado el nombre de Caroline y el de la doctora Stephenson, sino que además había dicho que Mike Parsons había dejado un memorando poniendo en duda la veracidad del testimonio de Foxx ante el comité… Foxx habría relacionado rápidamente todos estos elementos y ésta era indudablemente la razón por la que la velada había terminado de manera tan repentina para todos.