– ¿Qué quiso decir ayer noche, cuando dijo que me mantuviera alejado antes de que lo arruinara todo?
– ¿No cree que es un poco tarde para pedir explicaciones?
– Está bien. Cambiemos de tema y probemos con las brujas.
Demi lo ignoró y siguió andando. Llegaron al vestíbulo y empezaron a cruzarlo.
– ¿Qué brujas? ¿A qué se refería?
Ella siguió ignorándolo. Avanzaron tres pasos más y entonces Marten la sujetó por un brazo y tiró de ella.
– Por favor; es importante.
– ¿Qué se ha creído que está haciendo? -dijo ella, irritada.
– Por un lado, le pido que sea amable.
– ¿Quiere que llame a la policía? Están allí.
Le hizo un gesto con la cabeza, señalándole a una pareja de hombres motorizados, de uniforme negro y botas negras, que estaban justo enfrente del hotel.
Marten le soltó el brazo lentamente. Ella le clavó una mirada furiosa y luego se alejó. La vio acercarse al mostrador del conserje y hablar brevemente con el hombre de bigote que había detrás. Él le sonrió reconociéndola, luego buscó en su mesa, cogió un sobre y se lo entregó. Ella le dio las gracias, se volvió fugazmente a mirar a Marten y luego siguió al botones hasta un taxi que la esperaba fuera. Al cabo de un momento se había marchado.
31
Madrid, hotel Ritz, 7.05 h
– ¿Qué significa que no está? -El asesor de seguridad nacional, doctor James Marshall, un hombre de casi dos metros de altura, se levantó bruscamente de su mesa de despacho, donde tenía esparcidos todos sus papeles y pantallas de mensajes electrónicos.
– Quiero decir que no está. Que se ha esfumado. Desaparecido. -Jake Lowe estaba pálido de incredulidad-. He entrado en su suite para que me diera su respuesta a lo que hablamos anoche y allí no había nadie. Habían puesto unas almohadas debajo de la colcha para hacer creer que estaba todavía durmiendo.
– ¿El presidente de Estados Unidos se ha esfumado? ¿Ha desaparecido?
– Sí.
– ¿Lo sabe el Servicio Secreto?
– Lo sabe. Pero no ha sido hasta que yo me he puesto a gritar. Entonces se han acojonado.
– Dios mío.
– ¿Qué demonios está pasando? -Hap Daniels entró disparado en la habitación-. ¿Es una broma? ¿EL POTUS [1] se está divirtiendo? ¿Y vosotros, chicos? Si se trata de un juego, decídmelo. ¡No admito bromas!
– No es ningún juego, Hap -le cortó Marshall-. ¡El presidente es tu responsabilidad! ¿Dónde coño está?
Hap Daniels lo miró, boquiabierto, petrificado:
– Estás de broma.
– Nadie bromea.
– ¡Dios mío!
Suite presidencial, al cabo de treinta segundos
A puerta cerrada, Jake Lowe y James Marshall se sumieron en un silencio horrorizado, a la espera, mientras Hap Daniels registraba toda la suite por segunda vez. Sala de reuniones, dormitorio, baño. Transcurrieron unos segundos y salió, cruzó la estancia sin mediar palabra y salió al pasillo. Al cabo de medio minuto regresó con un hombre de dos metros de altura y aspecto de bull dog, el agente del Servicio Secreto Bill Strait, su agente especial adjunto al mando.
– Aparte del señor Lowe, desde que el presidente entró a las 0.20 horas sólo ha entrado y salido de la suite el servicio de habitaciones -dijo Daniels.
– A las 0.35 horas el presidente llamó para que le subieran un bocadillo, una jarra de cerveza y un poco de helado -dijo Strait-. Un empleado del hotel se lo subió en un carrito a las 0.45. En el carro había un jarrón con flores frescas, el bocadillo, la cerveza y un helado de vainilla; una servilleta de tela y los cubiertos. A la 1.32 el presidente dijo que iba a tomar una ducha y que luego se iba a acostar, y pidió que se llevaran el carrito. A la 1.44 el mismo empleado entró en este salón y retiró el carro tal como le habían pedido. Para entonces, el presidente había cerrado la puerta de la zona de descanso. El empleado salió y nadie más ha entrado o salido desde entonces. Esto es, hasta que el señor Lowe ha llegado para ver al presidente a las 7.00.
– Bueno, señores -dijo James Marshall, el asesor de seguridad nacional, fríamente-, lo esencial es esto: el Fumigador [2] ha desaparecido.
– Esto es imposible -protestó el agente Strait, atónito y angustiado-. Yo he estado toda la noche justo delante de su puerta. Hay cámaras de vigilancia en todos los pasillos, ascensores y escaleras. Tenemos a una docena de agentes en la planta, y a otra docena apostados en cada entrada y salida, por no hablar del Servicio Secreto español que hay en las calles. Ni siquiera un ratoncito podría pasar sin ser advertido.
– ¡Pues, de alguna manera, el Fumigador se ha escapado! -soltó Lowe-. Sobre quién lo ha hecho, cómo, quién lo tiene ahora y qué coño le vamos a decir al resto del mundo, no tengo ni puta idea.
– ¡Maldita sea! -dijo Hap Daniels en voz alta y a nadie en particular, después de lo que habían sido los minutos más largos de su vida.
32
A los pocos minutos el hotel entero quedó cercado. Tenían la sospecha de que había existido un fallo de seguridad, se dijo al hotel y a sus agentes de seguridad, y también al Servicio Secreto español, el cual, como país anfitrión, proporcionaba buena parte de la protección del presidente. A los huéspedes del hotel se les prohibió entrar o salir de sus habitaciones. Se registraron todos los pasillos, armarios, dependencias y posibles escondites. Se interrogó a todos los empleados, incluido el camarero del servicio de habitaciones que se había encargado de entregar el pedido del presidente a la una menos cuarto de la noche anterior.
Sí, había visto al presidente, dijo. Éste le dio amablemente las gracias y luego él se retiró.
– ¿Cómo iba vestido?
– Pantalón azul marino y una camisa blanca de vestir, sin corbata.
– ¿Está seguro?
– Sí, señor. Uno no se olvida del presidente de Estados Unidos cuando lo conoce en persona a medianoche.
– ¿Lo vio cuando volvió a retirar el carro?
– No, señor. La puerta de su dormitorio estaba cerrada.
– Su carro de comida va cubierto de tela desde arriba hasta casi a nivel del suelo.
– Sí, señor. Y siempre llevamos vajilla, cubiertos, hornillos y cosas así de repuesto.
– ¿Existe la posibilidad de que una persona pudiera haberse escondido sin ser vista en ese espacio, cuando usted recogió el carro?
– Sí y no, señor.
– Explíquese.
– Pues, sí, hay espacio como para que alguien se esconda, si se acurruca bien. Pero lo único que yo llevaba era un bocadillo, una bebida y un helado. Me habría dado cuenta inmediatamente del peso añadido, y habría comprobado a qué se debía.
La camisa blanca y el pantalón azul marino que describió el camarero del servicio de habitaciones coincidían con la camisa y el traje que el presidente vestía la noche anterior. Su explicación sobre el peso adicional de alguien que hubiera intentado ocultarse en el carro, ya fuera al entrar o al salir de la suite presidencial, parecía precisa y correcta. Su autorización de seguridad se comprobó de nuevo. No había motivos para sospechar que había hecho nada más de lo que se suponía que había hecho: servir un pedido a la habitación de un huésped del hotel.
A medida que avanzaban los minutos y que la búsqueda se intensificaba, iba quedando más claro que el POTUS no se encontraba en el edificio. Al cabo de una hora ese punto se confirmó sin lugar a dudas. Sin embargo, fuera de los niveles más altos de los agentes del Servicio Secreto presentes, o de los hombres pertenecientes al círculo más íntimo del presidente, nadie lo sabía.