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A las 9.20 esos hombres se reunieron en una sala fuertemente protegida de la cuarta planta del hotel Ritz: Jake Lowe, el asesor de seguridad nacional James Marshall, el secretario de Defensa Terrence Langdon, el jefe de personal Tom Curran, el secretario de prensa de la Casa Blanca Dick Greene, y el SAIC del presidente Hap Daniels.

El resto -el vicepresidente Hamilton Rogers, el secretario de Estado David Chaplin y el jefe del Estado Mayor de Estados Unidos, Chester Keaton, jefe de la junta de responsables de personal- volaban a bordo de un jet privado de regreso a Washington, comunicados directamente por una línea de seguridad con los otros.

– Tenemos que partir de la suposición de un acto delictivo -les dijo Hap Daniels.

– Sí, por supuesto -dijo Marshall, y luego miró a los demás-. No se trata sólo de una catástrofe monumental, sino que hay un problema de protocolo. Nuestro embajador en Madrid debe ser informado de inmediato. Y también la CIA, el FBI y probablemente otra docena de agencias. Todo lo que podemos pedirle a Dios es que no recibamos una cinta con él en manos de unos terroristas, suplicando por su vida mientras un hijo de puta encapuchado amenaza con cortarle la cabeza.

– De todos modos, hasta que sepamos algo, hasta que veamos cuál es el siguiente paso, no nos podemos permitir que se filtre la noticia. El mundo no puede saber que el presidente de Estados Unidos ha desaparecido. Si eso sucediera, sólo Dios sabe lo que pasaría en los mercados financieros, y los rumores y las maniobras de poder que se desencadenarían, y quién podría intentar sacar partido de esto dentro de sus propios países. -Marshall se acercó al micro del teléfono-. Señor vicepresidente, ¿está usted ahí?

– Sí, Jim -se oyó claramente la voz del vicepresidente Rogers.

– Comprenda la posición en la que esto le coloca. Hasta que encontremos al POTUS y esté a salvo y bajo nuestra protección, está usted avisado de la posibilidad de que deba prometer el cargo como presidente en cualquier momento.

– Lo sé, Jim, y asumo esta responsabilidad con seriedad.

Jake Lowe cruzó la estancia.

– Hay un millón de preguntas que surgen ahora -dijo-. ¿Qué está ocurriendo? ¿Quién es el responsable? ¿Cómo pudieron entrar y salir sin atraer la atención de ningún control de seguridad del Servicio Secreto? ¿Qué poder o poderes están involucrados? ¿A qué países se lo comunicamos y qué les decimos? ¿Tenemos que establecer bloqueos en carreteras, cerrar aeropuertos? Y… ¿cómo lo hacemos sin que la prensa se entere? Como Jim ha dicho, no podemos dejar que el mundo sepa que el presidente de Estados Unidos ha desaparecido. Necesitamos una noticia que lo enmascare, y rápido. Creo que la solución es ésta. -Miró a Hap Daniels-. Dígame si hay algún fallo en ella, o por qué no funcionará. -Miró al secretario de prensa de la Casa Blanca, Dick Greene-. Usted dígame si lo puede colar a la prensa o no. -Miró de nuevo al micro de la línea de seguridad-. ¿Sigue ahí, vicepresidente?

– Sí, Jake.

– ¿Me escuchan también los otros?

– Le escuchamos, Jake. -Era la voz del secretario de estado, David Chaplin.

– Bien, ahí voy. -Lowe miró a los demás-. El hotel ya está alarmado. Todo el mundo sabe que temíamos que hubiera habido un fallo grave de seguridad. Lo que nadie sabe es que hemos tenido noticia de este fallo por primera vez, de una grave amenaza terrorista, a las tres de la madrugada. A esa hora hemos despertado al POTUS y lo hemos bajado por un ascensor de servicio hasta el aparcamiento del sótano, y luego, en un coche camuflado, lo hemos trasladado a un lugar no revelado. Y allí es donde se encuentra ahora. A salvo y protegido, mientras nuestra investigación continúa. -Miró a Dick Greene-. ¿Podría ocuparse de esto?

– Supongo. Al menos, durante un tiempo.

Ahora miró a Hap Daniels:

– ¿Y usted?

– Sí, señor. Pero eso sigue sin contestar a la pregunta más apremiante: ¿dónde está y quién lo retiene?

La mirada del asesor de seguridad nacional, Marshall, se volvió hacia Daniels.

– Se ha perdido mientras estaba bajo su vigilancia. Una cosa así no había sucedido jamás en la historia. Encuéntrelo y tráigalo a casa en perfecto estado. Pero procure hacerlo con una discreción inmaculada. De lo contrario y si eso sale a la luz, el Servicio Secreto va a quedar como la pastorcilla que perdió a sus ovejas delante del puto mundo.

– Lo llevaremos a casa, señor. Tiene usted mi palabra. Sano y salvo y sin que se entere nadie.

Marshall miró a Lowe y luego volvió a dirigirse a Hap Daniels.

– Más le vale, maldita sea.

33

Roma, aeropuerto Leonardo da Vinci, 9.40 h

El vuelo de Air Malta de Nicholas Marten desde La Valetta había aterrizado hacía treinta minutos, y ahora estaba esperando para embarcar en un vuelo de Alitalia que lo llevaría a Barcelona en una hora y cuarenta y cinco minutos. Este era el destino de Demi Picard cuando abandonó Malta.

Se había enterado del lugar al que iba de la misma manera que descubrió dónde se alojaba en la capital de Malta: sobornando al maître del Café Trípoli para saber adónde se dirigía el taxi que había llamado para ella, el reverendo Beck y la joven Cristina. «El British Hotel, señor Marten», le dijo, discretamente.

Marten hizo lo mismo con el conserje bigotudo del British Hotel. Se le acercó a los pocos minutos de que Demi se marchara y le dijo que era el novio de la señorita Picard y que se habían peleado y ella se había marchado.

– Se supone que su madre tenía que reunirse con nosotros aquí en La Valetta mañana. Y ahora no sé qué voy a decirle; Demi es su única hija -mintió con desánimo, jugando el mismo juego que no ponía en práctica desde que había sido detective de homicidios en Los Ángeles.

Entonces adoptaba cualquier papel necesario para obtener la información que necesitaba.

– ¿Tiene alguna idea de adonde se dirigía?

– Me temo que no se lo puedo decir, señor.

Marten se puso todavía más sincero:

– Estaba muy alterada, ¿no es cierto?

– Sí, señor. En especial cuando ha llamado esta mañana después de las seis para pedir, o más bien exigir, que hiciera todo lo que pudiera para reservarle una habitación en un hotel.

– ¿Y lo ha hecho?

– Sí, señor.

Fue entonces cuando Marten le deslizó una propina considerable en la mano y le dijo:

– Por su madre.

El conserje vaciló y luego se inclinó y garabateó «Hotel Regente Majestic, Barcelona» en un papel de carta. Lo dobló y se lo entregó a Marten.

– Por su madre -dijo, con confianza-. Lo entiendo perfectamente.

La razón por la que Demi se marchaba a Barcelona de manera tan precipitada después de que todos en Malta parecieran haberla abandonado, o al menos desertado de la isla, podía ser cualquiera. Fuera lo que fuese lo que hubiera ocurrido entre ella y el reverendo Beck, estaba claro que tenía relación con él, al igual que la tenía con Merriman Foxx. De nuevo pensó en lo curioso que era que un reverendo afroamericano fuera amigo desde hacía años de un oficial del ejército sudafricano de la era del apartheid, un oficial que había dirigido una unidad médica en la que se intentaban desarrollar armas biológicas diseñadas para eliminar a la población negra.

Había algo más. Algo en lo que Marten no había pensado demasiado hasta que se encontró a Beck en la mesa de Merriman Foxx en el Café Trípoli: que él fue el reverendo que pidió ayuda médica a la doctora Stephenson cuando Caroline sufrió la crisis después de los funerales de su marido y su hijo, y que había sido Stephenson quien administró la sustancia que desencadenó la rápida espiral de Caroline hacia la muerte. De Beck a Stephenson a Foxx, el doctor/hombre del pelo blanco con los dedos largos y aquel horrible pulgar con su diminuta cruz de bolas. Todas estas cosas hacían del reverendo Beck un personaje casi tan interesante como el propio doctor Foxx, y Marten esperaba que siguiendo a la señorita Picard hasta Barcelona los encontraría a los dos, o al menos a uno de ellos.