Marten oyó anunciar el embarque de su vuelo de Alitalia a Barcelona. Con la bolsa de su ordenador portátil colgada al hombro, se dirigió hacia su puerta. Al hacerlo se fijó en un joven de complexión media que hacía cola unos cuantos pasajeros más atrás. Parecía tener unos veinte años y llevaba vaqueros y una chaqueta ancha sobre una especie de camiseta informal.
Tal vez un estudiante, o un joven artista o músico. El problema era que ya lo había visto antes: en el vestíbulo del hotel Castille en La Valetta, cuando se marchaba. Y ahora embarcaba en su mismo vuelo a Barcelona. No había razón para sospechar que aquello no era sino una casualidad, pero sospechó, y eso le hizo sentirse incómodo. Tenía casi la sensación de que aquel joven llevaba el nombre de Merriman Foxx tatuado en la frente.
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Madrid, 11.00 h
Hacía ya cuatro horas que Jake Lowe había descubierto que el presidente no estaba. En todas las agencias federales de máxima seguridad se trabajaba clandestinamente a toda máquina, entre ellas en el Servicio Secreto, la CIA, el FBI, la NSA y todas las dependencias de inteligencia militar. El vicepresidente Hamilton Rogers había informado personalmente al presidente español y al embajador estadounidense. Al principio creyeron que debían también informar a los embajadores estadounidenses en todo el mundo y, a su vez, a los presidentes de Rusia, China, Japón, Francia e Italia, a la canciller de Alemania y al primer ministro de Inglaterra, pero esa idea fue descartada de cuajo por Jake Lowe.
Se trataba de una circunstancia que debía ser desvelada sólo en caso de estricta necesidad, dijo Lowe. La desaparición había tenido lugar sólo hacía un rato, con lo cual había muchas posibilidades de que el presidente se encontrara todavía cerca y pudiera ser localizado rápidamente y devuelto secretamente a un lugar seguro. Cuanta más gente supiera lo ocurrido, mayor sería el riesgo de que hubiera nuevas brechas de seguridad. Y si eso sucedía, estarían sólo a un paso de que el mundo se enterara de la desaparición del presidente.
Lo que seguiría -recordaba las preocupaciones del doctor Marshall- sería la percepción repentina de un desequilibrio de poder a nivel mundial, seguido de un pronunciado temor en el terreno de la seguridad nacional, tanto en Estados Unidos como en cualquier otro país. Rápidamente, este pánico levantaría rápidas tensiones militares y un trastorno masivo de los mercados bursátiles internacionales, y después de esto, sólo Dios sabe lo que sucedería; las posibilidades eran infinitas. Tal era el poder del cargo de presidente de Estados Unidos y como tal, de la persona que lo ocupaba, lo cual convertía la circunstancia en algo que debía ser desvelado a la mínima gente posible y sólo en caso de estricta necesidad.
En Madrid, y bajo las órdenes del presidente, el CNI, Centro Nacional de Inteligencia o servicio secreto de inteligencia español, coordinaba una búsqueda top-secret que incluía todos los puntos de salida de Madrid -aeropuertos, estaciones de tren y ferrocarril, autovías principales-, y además se impuso una fuerte vigilancia electrónica de comunicaciones entre las organizaciones políticas y terroristas radicales que operaban en España, incluido el grupo separatista vasco ETA.
En el hotel Ritz, Hap Daniels y los expertos de vídeo del puesto de mando móvil del Servicio Secreto, apostados en el garaje del sótano del edificio, examinaban las grabaciones digitales de vídeo hechas por las numerosas cámaras montadas dentro y fuera del hoteclass="underline" en la suite presidencial de la planta cuarta, en los pasillos, en los ascensores y escaleras, en el garaje del hotel, en la entrada y salones públicos y en la azotea; estas últimas proporcionaban una vista de 360° de las instalaciones del hotel.
En la cuarta planta había un grupo de expertos técnicos del Servicio Secreto que registraban la suite del presidente, tratándola como si fuera el escenario de un crimen.
También en la cuarta planta, y dentro de la misma sala de seguridad en la que se habían reunido previamente, el asesor de Seguridad Nacional James Marshall se enfrentaba al cuarteto siniestro de Jake Lowe, el secretario de Defensa Terrence Langdon, el jefe de personal de la Casa Blanca Tom Curran y el amigo íntimo del presidente, Evan Byrd, afincado en Madrid. Lo que Marshall tenía que decirles era algo que, en algún momento u otro, a todos les había pasado por la cabeza.
– ¿Qué ocurre si el presidente no ha sido víctima de un acto delictivo? ¿Se han planteado que tal vez no haya sido secuestrado, sino que podría haber encontrado una manera de burlar la seguridad y huir por sus propios medios? ¿Y si ésa hubiera sido su respuesta a nuestra petición de que autorizara los asesinatos del presidente de Francia y la canciller alemana?
– ¿Cómo puede haber burlado los complicadísimos círculos de seguridad del servicio secreto? -Tom Curran descartó la idea, al menos de palabra, como si, de alguna forma, la idea de un solo hombre actuando solo fuera imposible-. Y, aunque lo hubiera conseguido, ¿cómo podía luego burlar también la seguridad española del exterior?
– Tom, asumamos la puta posibilidad de que lo haya hecho. -Marshall estaba furioso-. Asumamos que ha sido idea suya y que se ha largado. Cómo, no importa, excepto para demostrarnos que es mucho más listo de lo que imaginábamos. Lo que tenemos delante es un desastre en potencia. Él sabe lo que le hemos pedido, sabe quiénes éramos. La cuestión es qué va a hacer con esta información. Hasta que no demos con su paradero estamos totalmente expuestos, todos nosotros.
– Creo, Jim… -Jake Lowe cruzó hasta la ventana y luego se volvió a mirarlos- que no puede hacer nada.
– ¿Qué demonios quieres decir? -lo cortó Marshall-.
Es el presidente de Estados Unidos, puede hacer prácticamente cualquier cosa que le dé la gana.
– Excepto contar la verdad de todo esto -Lowe desplazó la mirada de Marshall al resto del grupo-. ¿Qué va a hacer, llamar a un canal de TV y decir «pónganme en antena, que tengo algo importante que contar: todos mis principales asesores, incluidos el vicepresidente, el secretario de Defensa, el asesor de Seguridad Nacional y el jefe de la Junta me han exigido que autorice el asesinato de los mandatarios de Francia y Alemania»?
»Lo primero que harían sería encerrarlo en una habitación y llamar a un médico, luego a la policía española y luego al embajador americano. Creerían que está mal de la cabeza. Hap Daniels lo traería de vuelta aquí en un santiamén. Y cuanto más protestara, más loco parecería.
»Además, si ha actuado a solas, significa que cree que no puede confiar en nadie. Si ocupa la presidencia es porque nosotros lo pusimos allí. Conocemos a toda la gente que él conoce, y más. Será muy consciente de ello. Además, no habría huido si no fuera su último recurso, si no temiera que si no hace lo que le pedimos podamos matarle para que entonces el vicepresidente Rogers asuma el puesto de presidente. Un presidente cuya primera acción sería autorizar los asesinatos. Y en eso tendrá razón: lo mataremos, y lo haremos tan pronto nos lo manden de vuelta.
»Puede que sea conservador, caballeros, pero para nosotros es demasiado independiente. Nuestro error fue no verlo desde el principio, pero el caso es que no lo hicimos y ahora anda suelto por ahí, como una bomba de relojería si encuentra la manera de delatarnos. Por otro lado, es cierto que no tiene mucho margen de maniobra. No puede utilizar comunicaciones electrónicas porque sabe que cualquier línea de este tipo, de voz o de texto, será interceptada por todas las agencias de seguridad en nuestras manos y en las de los españoles. Si intenta llamar a cualquier sitio, su localización será detectada antes de que hayan transcurrido los diez primeros segundos de su conversación. La comunicación será cortada de inmediato en el caso de que la esté haciendo contra su voluntad, y la inteligencia española o nuestros chicos lo localizarán en cuestión de minutos, por no decir segundos.