No obstante, ahora, mientras sonreía y charlaba con el presidente Geroux de camino a la barrera de micrófonos en la que se dirigirían a un nutrido grupo de periodistas, su mente no estaba muy centrada en el estado de los asuntos internacionales, sino más bien en las muertes recientes del congresista Mike Parsons y de su hijo, y del triste y posterior fallecimiento de la esposa de Mike, Caroline.
John Henry Harris y Parsons habían crecido a una milla de distancia, en la polvorienta ciudad californiana de Salinas. Catorce años mayor que él, primero como niñero -llegó incluso a cambiarle los pañales- y luego sencillamente como amigo, John Harris había sido como un hermano mayor adoptivo para Parsons desde que iba al instituto hasta que se marchó a la universidad a la costa este. Años más tarde ejerció de padrino en la boda de Parsons con Caroline, y luego lo apoyó en su carrera por un escaño en el Congreso. A su vez, Parsons y su esposa le habían dado mucho apoyo en sus propias campañas como senador y luego para la presidencia en California, y ambos se habían mostrado absolutamente entregados con él y su esposa, Lori, durante la larga y agotadora batalla con un cáncer cerebral que se la llevó justo una semana antes de la elección presidencial. Esa larga historia personal hacían de Mike y Caroline Parsons, junto a su hijo, Charlie, lo más parecido a una familia que los amigos pueden ser, y sus trágicas muertes a una edad tan temprana y tan seguidas la una de las otras lo habían dejado conmocionado. Asistió al funeral de Mike y Charlie, y habría asistido al de Caroline si no hubiera tenido aquella importantísima gira europea ya programada.
Ahora que tenía algo parecido a mil cámaras disparando mientras él y el presidente Geroux se acercaban a los micros, no lograba quitarse de la cabeza la estampa de cuando entró en la habitación de hospital de Caroline, aquella última noche, para encontrarse con su cuerpo carcomido por la enfermedad que yacía moribundo, todavía bajo las sábanas, y con el joven a su lado que levantaba la vista hacia él.
– Por favor -le había dicho a media voz-, permítanme quedarme un momento a solas con ella. Acaba de… morir.
El recuerdo de aquella escena le llevó a preguntarse quién era aquel hombre. En todo el tiempo que había sido amigo de Mike y Caroline jamás lo había conocido ni visto hasta aquel momento. Sin embargo, estaba claro que era alguien que conocía lo bastante a Caroline como para ser la única persona que la acompañaba en el momento de su muerte, y que estaba lo bastante conmovido como para pedirle al presidente de Estados Unidos unos momentos más de recogimiento con ella.
– Señor presidente -el presidente francés Geroux lo guió hasta los micrófonos-, esto es París en un día glorioso de abril. Tal vez tenga algo que decirle al pueblo francés.
– Je vous remercie, Mr. le président. Desde luego, señor presidente, gracias -dijo Harris en francés, con una sonrisa confiada que formaba parte de su expresividad habitual.
Obviamente, estaba todo ensayado, al igual que el breve discurso que dirigiría en francés al pueblo galo sobre la larga tradición de apoyo, amistad y confianza que había entre su nación y Estados Unidos. Sin embargo, mientras se dirigía a la tarima de micrófonos, una parte de él seguía pensando en el joven que se encontraba junto a Caroline cuando murió, y anotó mentalmente que le encargaría a alguien que averiguara su identidad.
7
Washington, DC, 11.15 h
Nicholas Marten andaba lentamente por el estudio con suelo de parquet de la modesta residencia de los Parsons a las afueras de Maryland, con la única intención de echar un vistazo. Se esforzaba por evitar la sensación de vacío que le producía la ausencia de Caroline, por no caer en la tentación de pensar que no había sucedido nada, por no esperar que ella apareciera por la puerta en cualquier momento.
Sus detalles estaban presentes por todos lados, en especial en la abundancia de plantas combinadas con adornos de cerámica de colores cuidadosamente colocados: un zapatito italiano, una bandeja esmaltada de Nuevo México, dos pequeñas jarras holandesas, un soporte de cucharas amarillo y verde procedente de España. El efecto era de una vivacidad muy propia de Caroline. Y a pesar de todo ello, ésta era claramente una estancia de su marido, su despacho de casa. La mesa era un laberinto de libros y papeles. Más libros estaban encajonados por todos lados en dos estanterías grandes, y el resto apilado en el suelo.
Por todos lados había fotografías enmarcadas: de Mike, Caroline y su hijo Charlie, tomadas en varios lugares a lo largo de los años; de la hermana mayor de Caroline, Katy, que vivía en Hawái y cuidaba de su madre, aquejada de Alzheimer, y acababa de estar en Washington para el funeral de Mike y Charlie y que podía que volviera o no para el funeral de Caroline previsto para mañana… no se había puesto en contacto con ella, de modo que no lo sabía. Había también fotos de Mike en su vertiente profesional como congresista: con el presidente, con varios miembros del Congreso, con representantes prominentes del mundo del deporte y del espectáculo. Muchas de estas personas eran progresistas declarados, mientras que Mike Parsons, al igual que el presidente, era marcadamente conservador. Marten sonrió. Mike Parsons caía bien a todo el mundo, fuera cual fuese el lado de la arena política en el cual se situaran, al menos a nivel personal. Al menos, eso era lo que él tenía entendido.
Marten volvió a mirar a su alrededor. Más allá de la mesa de despacho de Mike Parsons, y a través de la puerta abierta del salón, veía a Richard Tyler, el abogado de Caroline y albacea de su legado, andando arriba y abajo mientras hablaba por el teléfono móvil. Tyler era el motivo por el que se encontraba allí. Marten le había llamado a primera hora de la mañana y le pidió si, a la luz de lo que decía la carta autorizada de Caroline que le daba acceso a sus documentos y a los de su marido, podía pasar unas horas en la residencia de los Parsons revisando algunos de sus efectos personales. Tyler lo había consultado con unos cuantos colegas de su bufete y luego aceptó, con la condición de estar él mismo presente cuando lo hicieran. El mismo Tyler se encargó de recoger a Marten en su hotel y de llevarle personalmente hasta la casa.
El trato durante el trayecto en coche por la zona suburbana había sido bastante cordial, pero se produjo algo extraño, o más bien algo de lo que no se habló, algo que Marten dejó intencionadamente en manos de Tyler y que éste no mencionó, de la misma manera que tampoco nadie parecía hablar del tema, porque no salió ni en televisión, ni en los periódicos, ni por Internet: el suicidio de la doctora Stephenson.
A su manera, Lorraine Stephenson había sido famosa. No sólo había sido médico de Caroline, sino también de Mike, y también de muchos legisladores prominentes, hombres y mujeres, durante más de dos décadas. Su suicidio debería haber sido pasto de cualquier noticiario, local, nacional e incluso internacional. Pero no lo fue. Marten no había visto ninguna referencia al mismo en ninguna parte. Uno hubiera pensado que, como albacea del legado de Caroline, Tyler habría sido uno de los primeros de enterarse y que, dadas las circunstancias, en las que Caroline otorgaba a Marten el derecho a consultar su historial médico, lo más lógico era que Tyler se lo comentara. De modo que tal vez no lo supiera. Y tal vez la prensa tampoco. Quizá la policía lo estuviera ocultando. Pero ¿por qué? ¿Orden de la familia? Podía ser. Era una razón tan buena como cualquier otra, pero quizás hubiera algún otro ángulo que la policía investigaba.
Si Stephenson hubiera actuado de otra manera y se hubiera limitado a decirle que lo lamentaba pero que no le podía facilitar el acceso al historial médico de Caroline, a menos que le presentara una orden judicial, entonces Marten podría haberlo dejado perfectamente en manos de Tyler y habría regresado a Inglaterra. Inquieto, quizá, pero se habría marchado, pensando que Caroline había estado enferma y en un estado emocional terrible, y sabiendo que no podía hacer gran cosa a menos que Tyler obtuviera la orden judicial. Pero en vez de actuar de esta manera, Stephenson salió corriendo y luego se suicidó. Sus últimas palabras sobre «el doctor» y sobre «ninguno de ustedes» habían sido pronunciadas con una contundencia gélida y estuvieron seguidas por su horroroso acto final.