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¿Qué le había dicho exactamente Stephenson antes de matarse? «Usted quiere mandarme al doctor. Pero no lo conseguirá. Ninguno de ustedes lo conseguirá. Nunca. Jamás.»¿Qué doctor? ¿Quién era aquel ser del que hablaba, al que temía tanto que prefirió quitarse la vida antes de que le mandaran ante él? ¿Y quién formaba parte del grupo u organización a la que aparentemente pensó que pertenecía Marten? ¿A quién se refería con aquel «ustedes»?

Todo eran enigmas.

Marten retrocedió hasta la mesa del despacho de Parsons y miró las carpetas de trabajo que había apiladas encima. La mayoría eran asuntos legislativos. Un proyecto de ley, una moción, una asignación. Había más carpetas apartadas, etiquetadas CARTAS DE ELECTORES PENDIENTES DE RESPONDER PERSONALMENTE. Otra pila en una mesilla lateral llevaba la etiqueta informes Y minutas del comité. Había muchísimo material; Marten no tenía ni idea de por dónde empezar.

– Señor Marten -Richard Tyler entró en el despacho.

– Sí.

– Acabo de recibir una llamada de mi oficina. Uno de nuestros socios fundadores ha revisado la nota que Caroline le dio y ha determinado que el bufete y yo mismo nos exponemos a un importante litigio por parte de la familia Parsons si le dejamos seguir aquí sin su aprobación, y, muy posiblemente, la de un tribunal.

– No le comprendo.

– Debe abandonar la casa ahora mismo.

– Señor Tyler -respondió Marten-, esa carta esta firmada ante notario. Caroline me la entregó con la intención de…

– Lo siento, señor Marten.

Marten lo miró durante un largo instante, luego asintió con la cabeza y se dirigió a la puerta. Que el mensaje llegara ahora, cuando ya se encontraban sobre el terreno, podía significar dos cosas: o que el socio de Tyler tendía más a proteger el bufete que el propio Tyler, o que alguien se había enterado de la existencia de la autorización de Caroline y quería poner fin a la investigación de Marten. Marten conoció a Katy, la hermana de Caroline, pero de eso hacía muchos años, cuando él era todavía el detective de la policía de Los Ángeles John Barron, y por lo que él sabía, ni Caroline ni Mike le habían contado a Katy lo sucedido desde entonces. Eso significaba que ella no debía de tener ni idea de quién era Nicholas Marten, y tratar de explicarlo, especialmente bajo la mirada de los abogados socios de Richard Tyler, y/o de los tribunales llegado el caso, podía exponer su pasado y precarizar su situación tanto como lo habría hecho un interrogatorio policial sobre la muerte de la doctora Stephenson.

Tyler abrió la puerta principal y Marten miró alrededor de la casa, tratando de recordarlo todo. Era consciente de que probablemente era la última vez que estaba en la casa de Caroline y en presencia de todo lo que ella había dejado atrás. De nuevo, la realidad de su muerte lo golpeó. Era una sensación terrible, hueca y vacía. Nunca habían pasado juntos el tiempo suficiente. Y jamás podrían hacerlo.

– Señor Marten. -Tyler señaló la puerta y lo acompañó hasta ella.

Lo siguió muy de cerca, luego cerró la puerta tras él y se marcharon.

8

14.05 h

Victor miraba por la ventana de un despacho de alquiler que hacía esquina, en el edificio del National Postal Museum, justo enfrente de Union Station. Desde donde estaba veía los taxis que llegaban a la estación desde la avenida Massachusetts para dejar o recoger a pasajeros que iban o salían de los trenes Amtrak.

– Victor -una voz tranquila se filtró por su auricular.

– Dime, Richard -dijo Victor con la misma serenidad, hablando al minúsculo micro que llevaba en la solapa de la chaqueta.

– Es la hora.

– Lo sé.

Victor tenía el aspecto de un hombre cualquiera de mediana edad. Cuarenta y siete años, divorciado, se estaba quedando calvo y un poco regordete de cintura, llevaba un traje gris de baratillo y unos zapatos igualmente modestos negros y puntiagudos. Los guantes de cirujano que llevaba eran de color crema y se vendían en cualquier farmacia.

Miró por la ventana otra vez y luego se volvió hacia la mesa de despacho que tenía al lado. Era una mesa metálica normal y corriente, con la encimera desnuda y los cajones, como las estanterías y los archivadores que había al otro lado, vacíos. Sólo la papelera que había debajo contenía alguna cosa, una pieza redonda de cristal de cinco centímetros de diámetro que había cortado de la ventana quince minutos antes, y la pequeña herramienta cortante que había usado para hacerlo.

– Dos minutos, Victor. -La voz de Richard mostraba la misma serenidad.

– Acela Express número R2109. Ha salido de Nueva York a las 11.00, y su llegada a Union Station está prevista a las 13.47. Lleva un retraso de siete minutos -dijo Victor al micrófono y rodeó la mesa hasta donde había un rifle grande semiautomático con mirilla telescópica y amortiguador de sonido montado sobre un trípode.

– El tren ya ha llegado.

– Gracias, Richard.

– ¿Recuerdas su aspecto?

– Sí, Richard. Recuerdo la foto.

– Noventa segundos.

Victor cogió el rifle montado en el trípode, lo llevó a la ventana y lo ajustó para que la punta del cañón quedara estabilizada en el centro del círculo que había cortado del cristal.

– Un minuto.

Victor se apartó un mechón de pelo de la frente y luego miró por la mirilla telescópica del rifle. Sus coordenadas se cruzaban en la entrada principal de Union Station, de donde salía apresuradamente un grupo recién llegado de pasajeros. Victor movió la mirilla del arma cuidadosamente por encima de ellos, arriba, abajo, a un lado y al otro como si buscara a alguien en particular.

– Va a salir ahora, Victor. Lo verás en un momento.

– Lo veo ahora, Richard.

El visor del rifle de Victor se estabilizó de pronto para seguir a un hombre de piel oscura. Tenía unos veinticinco años, llevaba una cazadora de los New York Yankees y unos vaqueros y se dirigía a la cola de los taxis.

– El objetivo es tuyo, Victor.

– Gracias, Richard.

La mano derecha de Victor se deslizó hacia delante por el cañón del rifle hasta sentir el seguro del gatillo y luego el propio gatillo. Como una serpiente, su dedo índice enfundado en el guante se enrolló alrededor del mismo. El hombre de la cazadora de los Yankees avanzó hacia un taxi. El dedo índice de Victor retrocedió lentamente. Se oyó un pop sordo con el primer disparo, y luego un segundo pop cuando Victor volvió a disparar.

Cuando fue alcanzado por el primer proyectil, el hombre de la cazadora de los Yankees se agarró el cuello. El segundo le hizo estallar el corazón.

– Hecho, Richard.

– Gracias, Victor.

Victor cruzó la habitación, abrió la puerta y salió del despacho de alquiler. Sólo Victor, sin el rifle ni el trípode que lo había aguantado. Ni tampoco el trozo circular de cristal cortado; ni la pequeña herramienta cortante que había utilizado. Anduvo veinte pasos por un pasillo lleno de puertas que daban acceso a otros despachos de alquiler, luego abrió la puerta de las escaleras de incendio y bajó los dos pisos que lo separaban de la calle. Una vez fuera, subió por la puerta trasera a un furgón de color naranja claro en el que ponía District Refrigeration Services, cerró la puerta y se sentó en el suelo mientras el vehículo se adentraba en el tráfico.