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– ¿Todo bien, Victor? -la voz de Richard le hablaba ahora desde el asiento del conductor.

– Sí, Richard. Todo bien. -Victor notó cómo el furgón giraba a la derecha.

– Victor. -La voz de Richard y su tono eran siempre iguales.

Siempre tranquilo y directo; por ello, transmitía confianza y serenidad.

– Dime, Richard. -A estas alturas, después de casi catorce meses, el estado mental de Victor era casi el mismo.

Confiado, aliviado, dirigido. Cualquier cosa que Richard deseara, Victor estaba encantado de cumplirla.

– Vamos al aeropuerto Dulles International. Delante de ti hay una maleta. Dentro hay un par de mudas de ropa, un neceser con artículos de higiene personal, tu pasaporte, una tarjeta de crédito a tu nombre, 1.200 euros en efectivo y una reserva para el vuelo 039 de Air France a París, donde llegarás mañana a las 6.30 de la mañana, y desde donde tomarás otro vuelo que te llevará a Berlín. Una vez allí deberás registrarte en el hotel Boulevard de la Kurfurstendamm y esperar instrucciones. ¿Tienes alguna pregunta, Victor?

– No, Richard.

– ¿Estás seguro?

– Sí, estoy seguro.

– Bien, Victor. Muy bien.

9

25.40 h

Nicholas Marten no era bebedor, al menos no del tipo que se sienta en el bar de un hotel a media tarde a tomar whisky. Sin embargo ahora, hoy, esta tarde, todavía devastado emocionalmente por la muerte de Caroline, sencillamente le apeteció hacerlo. Estaba sentado a solas al fondo de la barra, tomándose su tercera copa de Walker Red con soda y tratando de superar la atroz sensación que lo había inunda-do cuando el abogado de ella lo hizo salir de la casa y cerró la puerta detrás de ellos.

Marten tomó otro trago de su copa y echó un vistazo a su alrededor con la mirada ausente. A media barra vio a la camarera de la blusa corta charlando con un hombre de mediana edad con un traje arrugado, ahora mismo su único otro cliente. La media docena de mesas y taburetes de piel al otro lado de la sala estaban vacíos. Por el televisor de detrás de la barra emitían las noticias en directo desde Union Station, donde habían matado a un hombre con un arma de fuego apenas una hora antes. El hombre «había sido asesinado», decía el periodista de la unidad móvil, acribillado a balazos por un pistolero desde la ventana de un edificio de enfrente. Pero las autoridades todavía no habían revelado casi nada sobre la víctima, aparte de que se creía que era un pasajero del tren Acela que acababa de llegar de Nueva York. Tampoco había ninguna especulación sobre el motivo del crimen. Otros detalles empezaban tan sólo a filtrarse, y uno de ellos apuntaba que el arma del crimen podía haber sido abandonada en el lugar desde donde se efectuó el disparo. Aquella situación le hizo a Marten volver a pensar en la doctora Stephenson y preguntarse de nuevo por qué todavía no se había hecho público su suicidio; también si era posible que su cuerpo siguiera aún abandonado en la acera y, por alguna razón improbable, no hubiera sido descubierto. Eso parecía poco creíble. Las otras únicas explicaciones eran las que había pensado antes: que a su familia todavía no se le hubiera notificado el deceso, o tal vez que la policía estuviera trabajando en algo que no deseaba hacer público.

– ¿Nicholas Marten?

Una voz masculina irrumpió de pronto detrás de él. Sorprendido, Marten se volvió. Un hombre y una mujer estaban en mitad del bar y avanzaban hacia él. Aparentaban cuarenta y pico años, tenían un aspecto urbano y fatigado e iban embutidos en sendos trajes oscuros. No había duda de qué eran: detectives.

– Sí -dijo Marten.

– Mi nombre es Herbert, del departamento de Policía Metropolitana. -Le mostró su identificación y luego la guardó-. Esta es la detective Monroe.

Herbert era de complexión mediana, un poco barrigudo y con el pelo gris entremezclado con castaño natural. Sus ojos eran casi del mismo tono. La detective Monroe era quizás uno o dos años más joven. Alta, de mandíbula cuadrada, llevaba el pelo rubio, corto y con mechas. Era guapa, pero demasiado dura y de aspecto cansado como para resultar atractiva.

– Nos gustaría hablar con usted -dijo Herbert.

– ¿Sobre qué?

– ¿Conoce usted a la doctora Lorraine Stephenson?

– En cierta manera. ¿Por?

Eso era lo que Marten se había temido, que alguien lo hubiera visto frente a la casa, o siguiéndola por la calle cuando ella salió corriendo; quizás hasta hubieran escuchado el disparo y le hubieran visto marcharse y hubieran apuntado el número de placa del coche de alquiler mientras se marchaba.

– Ayer la llamó usted varias veces a la consulta -dijo Monroe.

– Sí. -¿Llamadas? «¿Qué es esto?», se preguntaba Marten. ¿Era un suicidio y estaban revisando su registro de llamadas? Bueno, tal vez. Ella conocía a mucha gente importante. Todo el asunto podía ser más enrevesado de lo que él pensaba y quizá no tuviera nada que ver con Caroline.

– Fueron llamadas insistentes -dijo Monroe.

– ¿Qué quería de ella? -lo presionó Herbert.

– Quería hablar con ella sobre la muerte de una de sus pacientes.

– ¿A quién se refiere?

– A Caroline Parsons.

Herbert hizo una media sonrisa.

– Señor Marten, nos gustaría que nos acompañara a la comisaría para charlar un rato.

– ¿Por qué? -Marten no comprendía. De momento no le habían dicho nada sobre el suicidio. Nada que hiciera sospechar que sabían que había estado cerca de su residencia.

– Señor Marten -dijo Monroe sin un ápice de emoción-, la doctora Stephenson ha sido asesinada.

– ¿Asesinada? -dijo Marten con genuina sorpresa.

– Sí.

10

Comisaría de policía metropolitana

Distrito de Columbia, 16.10 h

– ¿Dónde estaba usted entre las ocho y las nueve de la noche de ayer? -le preguntó la detective Monroe a media voz.

– En mi coche de alquiler, dando vueltas por la ciudad -dijo Marten convencido, tratando de no darles nada. De alguna manera, era cierto. Además, no tenía ninguna otra coartada.

– ¿Le acompañaba alguien?

– No.

Herbert se inclinó hacia delante sobre la mesa de trabajo de la pequeña sala de interrogatorios en la que se sentaban frente a frente. La detective Monroe retrocedió y se apoyó en la puerta por la que habían entrado; la única puerta de la sala.

– ¿Por dónde de la ciudad?

– Por ahí. No sé por dónde, exactamente. No conozco bien la ciudad, vivo en Inglaterra. Caroline Parsons era una buena amiga. Su muerte me ha afectado mucho. Sencillamente necesitaba estar en movimiento.

– Así que… ¿estuvo dando vueltas?

– Sí.

– ¿Hasta la casa de la doctora Stephenson?

– No sé adónde fui. Ya se lo he dicho, no conozco bien la ciudad.

– Pero no tuvo problemas para regresar a su hotel. -Herbert seguía trabajando con él mientras Monroe permanecía callada, observando sus reacciones.

– No, al final lo encontré.

– ¿Sobre qué hora?

– Nueve, nueve y media. No estoy seguro.

– Usted culpó a la doctora Stephenson de la muerte de Caroline Parsons, ¿no es cierto?

– No.

Marten no lo entendía. ¿Qué estaban haciendo? Ningún policía de homicidios confundiría un suicidio con un asesinato, al menos no de la manera en que Lorraine Stephenson lo había hecho. De modo que, ¿qué era lo que realmente perseguían? ¿Y por qué? ¿Era posible que ellos trabajaran también con la hipótesis de que Caroline había sido asesinada? En ese caso, ¿podía ser Stephenson sospechosa del crimen? Si lo era, tal vez fuera la policía la que vigilaba la casa de la doctora. Tal vez hasta lo hubieran visto sentado en su coche y luego siguiéndola cuando salió del taxi y cuando echó a correr calle abajo. Si éste era el caso, tal vez pensaran que estaba involucrado en la muerte de Caroline.