—¡Adelante, lanzas! —gritó mientras blandía la suya en alto—. ¡Adelante!
Entre la apelotonada multitud de algai’d’siswai no conseguía distinguir a los necios que se habían atado un trozo de tela roja en torno a las sienes y que se hacían llamar siswai’aman. Tal vez eran muy pocos para cambiar el curso de los acontecimientos. Los grupos de hombres de las tierras húmedas parecían haberse reducido y estar más distantes entre sí. Mientras observaba, uno de esos grupos, hombres y caballos, desapareció bajo la arremetida de lanzas.
—¡Adelante, lanzas! —la exaltación rebosaba en su voz. Aunque las Aes Sedai hubiesen convocado mil lobos, aunque Sorilea hubiese llevado consigo un millar de Sabias y cien mil lanzas, los Shaido seguirían saliendo victoriosos en ese día. Los Shaido y ella. Sevanna, de los Shaido Jumai, sería un nombre que se recordaría siempre.
De repente un violento estampido resonó por encima del fragor de la batalla. Parecía venir de las carretas de las Aes Sedai, pero no supo discernir si había sido obra de ellos mismos o de las Sabias. No le gustaban las cosas que no entendía, pero tampoco estaba dispuesta a preguntar a Rhiale o a las otras, dejando con ello patente su ignorancia… y el hecho de que carecía de la habilidad que todas las que estaban a su alrededor poseían. No era algo que tuviera importancia entre los Aiel, pero otra cosa que no le gustaba a Sevanna era que otros tuviesen un poder que a ella le faltaba.
Por el rabillo del ojo captó un destello de luz entre los algai’d’siswai, una sensación de que algo giraba; pero, cuando se volvió hacia allí para mirar, no había nada. De nuevo ocurrió lo mismo, un fugaz destello luminoso en su límite visual, y también en esta ocasión, cuando volvió los ojos en esa dirección, no vio nada. Demasiadas cosas que no entendía.
Sin dejar de lanzar gritos de ánimo, observó la línea de Sabias Shaido. Algunas tenían un aspecto desaliñado, con el cabello suelto al haber perdido el pañuelo que lo sujetaba, y las faldas y las blusas cubiertas de tierra o incluso chamuscadas. Al menos había doce tendidas en fila, gimiendo, y otras siete no se movían; éstas tenían cubiertos los rostros con pañuelos. Sin embargo, las que le interesaban a Sevanna eran aquellas que seguían en pie. Estaban Rhiale, y Alarys, con su negro cabello, tan poco corriente, todo revuelto. Y Someryn, que había cogido por costumbre atarse los lazos de la blusa de modo que enseñaba una porción del escote incluso más generosa que la propia Sevanna; y Meira, con una expresión más adusta que nunca en su alargada cara. La fornida Tion y la delgada Belinde, y Modarra, tan alta como muchos hombres.
Alguna de ellas tendría que haberle informado si hacían algo nuevo. El secreto de Desaine las ataba a ella; incluso para una Sabia, la revelación de ese delito desembocaría en una vida de sufrimiento —y, lo que era peor, de vergüenza— para saldar el toh. Eso si a la que fuera descubierta no la abandonaban desnuda en el desierto para que viviera como pudiese o muriera, probablemente a manos de cualquiera que la encontrara, como si se tratara de una alimaña. A pesar del fuerte vínculo que las unía, Sevanna no tenía duda alguna de que disfrutaban tanto como las demás ocultándole cosas, esas que las Sabias descubrían durante su aprendizaje y en los viajes a Rhuidean. Tenía que hacer algo al respecto, pero no ahora. No estaba dispuesta a mostrar debilidad alguna preguntando lo que ellas sabían.
Se volvió hacia la batalla y se encontró con que había ocurrido un cambio en el combate, hasta entonces equilibrado; al parecer, se inclinaba a su favor. Al sur, las andanadas de bolas de fuego y rayos seguían siendo tan intensas como antes, pero no así delante de ella y aparentemente tampoco en el oeste ni en el norte. Los proyectiles lanzados contra las carretas todavía estallaban o desaparecían antes de llegar a su objetivo la más de las veces; no obstante, era obvio que los ataques de las Aes Sedai se habían reducido. Ahora actuaban a la defensiva. ¡Estaba venciendo!
La idea no había terminado de penetrar en su mente como un fogonazo, cuando la actividad de las Aes Sedai cesó por completo. Sólo al sur seguían lloviendo bolas de fuego y rayos sobre los algai’d’siswai. Sevanna abrió la boca para lanzar el grito de victoria, pero algo en lo que reparó entonces la hizo enmudecer: el fuego y los rayos que se precipitaban sobre las carretas chocaban contra una barrera invisible. El humo de los vehículos incendiados empezaba a perfilar el contorno de una cúpula a medida que ascendía para, finalmente, salir por un hueco en el ápice del invisible recinto.
Sevanna giró sobre sus talones para mirar a las Sabias; la expresión de su rostro hizo que algunas recularan para alejarse de ella y tal vez de la lanza que empuñaba. Sabía que parecía dispuesta a utilizarla; y lo estaba.
—¿Por qué habéis dejado que hagan eso? —bramó—. ¿Por qué? ¡Teníais que desbaratar cualquier cosa que intentaran, no permitirles que levantaran otra barrera!
Tion parecía estar a punto de vomitar, pero plantó los puños en las opulentas caderas y le hizo frente.
—No han sido las Aes Sedai —manifestó.
—¿Que no han sido ellas? —barbotó Sevanna—. Entonces ¿quién? ¿Las otras Sabias? ¡Os dije que debíamos atacarlas!
—No fueron mujeres —intervino Rhiale, cuya voz flaqueó—. No fueron… — Tragó saliva, pálida como un muerto.
Sevanna se volvió despacio para contemplar la cúpula, conteniendo la respiración. Algo había sido alzado por el agujero por el que salía el humo: una de las banderas de los hombres de las tierras húmedas. La columna de humo no era tan densa para ocultarla del todo. Carmesí, con un disco mitad blanco y mitad negro, los dos colores divididos en el centro por una línea sinuosa, igual a las bandas que llevaban en la frente los siswai’aman. El estandarte de Rand al’Thor. ¿De verdad era tan fuerte como para liberarse, superar a todas las Aes Sedai y hacer ondear aquello? No cabía otra explicación.
Los ataques seguían precipitándose sobre la cúpula, pero Sevanna escuchó murmullos a su espalda. Las otras mujeres estaban planteándose la retirada. Ella no. Siempre había sabido que el camino más fácil para alcanzar el poder residía en conquistar a los hombres que ya lo poseían, e incluso de niña se daba cuenta de que había nacido con las armas apropiadas para conquistarlos. Suladric, el jefe de clan de los Shaido, se le había rendido cuando ella sólo tenía dieciséis años, y a su muerte Sevanna había elegido aquellos que tenían más posibilidades de sucederle en el cargo. Muradin —y lo mismo Couladin— había creído que sólo él había despertado su interés, y cuando el primero no regresó de Rhuidean, como les ocurría a tantos hombres, una sonrisa bastó para convencer a Couladin de que la tenía rendida a sus pies. Sin embargo, el poder de un jefe de clan era nimio comparado con el del Car’a’carn, e incluso ése no era nada comparado con lo que estaba presenciando ahora. Se estremeció como si acabase de entrar en la tienda de vapor y hubiese visto al hombre más maravilloso que imaginarse pueda. Cuando Rand al’Thor fuera suyo, ella conquistaría el mundo entero.
—Cargad con más fuerza —ordenó—. ¡Más! ¡Humillaremos a esas Aes Sedai en nombre de Desaine! —Y ella tendría a Rand al’Thor.
De repente se alzó un clamor en el frente de la batalla; los hombres aullaban y chillaban. Sevanna maldijo por no poder ver lo que ocurría. De nuevo gritó a las Sabias para que arreciaran sus ataques, pero, si acaso, la lluvia de fuego y rayos sobre la cúpula pareció disminuir. Y entonces ocurrió algo que Sevanna sí pudo ver con toda claridad.