—Gaul me lo ha explicado, Aram. Sabes lo que es un gai’shain, ¿verdad? Lo del ji’e’toh y servir durante un año y un día y todo eso. —El joven asintió, lo que era buena señal. Perrin tampoco sabía gran cosa. Las explicaciones de Gaul respecto a las costumbres Aiel a menudo lo dejaban más desconcertado que antes. Gaul pensaba que todo era evidente—. Bueno, pues a los gai’shain no se les permite llevar nada de lo que llevan puesto los algai’d’siswai; esa palabra significa «guerreros lanceros» —añadió al ver el gesto interrogativo de Aram. De repente se dio cuenta de que estaba mirando a una Aiel que venía en su dirección, más o menos; era una joven alta, de cabello dorado y bonita a pesar de la larga y fina cicatriz que lucía en la mejilla y otras muchas más en el resto del cuerpo. Muy bonita y muy desnuda. Carraspeó con fuerza y apartó la vista. Notó que se estaba poniendo colorado—. En fin, ése es el motivo de que estén… como están. Los gai’shain llevan túnicas blancas y no las tenemos aquí. No es más que una costumbre.
«Maldito sea Gaul y sus explicaciones —pensó—. ¡Podrían cubrirlos con algo!»
—Perrin Ojos Dorados —dijo una voz femenina—, Carahuin me envía para preguntarte si quieres agua.
El rostro de Aram se tornó púrpura, y el joven giró, en la misma postura acuclillada, para dar la espalda a la mujer.
—No, gracias.
Perrin no tuvo que alzar la vista para saber que era la Shaido de cabello dorado. Mantuvo la vista fija en otra dirección. Los Aiel tenían un sentido del humor muy peculiar, y el de las Doncellas Lanceras, entre las que se contaba Carahuin, era el más peculiar de todos. Enseguida se habían dado cuenta de la reacción de los hombres de las tierras húmedas con los Shaido —habrían tenido que estar ciegos para no verlo—, y a reglón seguido todos los gai’shain habían sido enviados para preguntar cualquier cosa a los hombres de las tierras húmedas; los Aiel se habían revolcado de risa ante los sofocos, los tartamudeos e incluso los gritos. Perrin estaba seguro de que Carahuin y sus amigas lo estaban observando en ese momento. Ésta era al menos la décima vez que una de las gai’shain había ido a preguntarle si quería agua o tenía una piedra de amolar de más o cualquier otra cosa estúpida.
De repente le vino una idea a la cabeza. A los mayenienses apenas los incordiaban con ese jueguecito. Un puñado de cairhieninos disfrutaba obviamente mirando, aunque no con tanto descaro como los mayenienses, así como unos cuantos hombres mayores de Dos Ríos, que deberían haber mostrado más sentido común. El caso era que a ninguno de ellos les habían llevado un segundo mensaje falso, que él supiera. Por otro lado, a los que reaccionaban de un modo llamativo, como los cairhieninos que habían gritado a voz en cuello sobre la indecencia, y a los dos o tres hombres más jóvenes de Dos Ríos que balbucieron y se pusieron tan colorados que parecían que se iban a derretir, los habían estado molestando constantemente hasta que acabaron marchándose del círculo de carretas.
Haciendo un esfuerzo, Perrin alzó la vista hacia el rostro de la gai’shain. A sus ojos. «Concéntrate en los ojos», se exhortó, frenético. Eran verdes y grandes, y nada sumisos. La mujer exhalaba un olor de pura rabia.
—Dale las gracias a Carahuin de mi parte, y dile que podrías encargarte de engrasar mi otra silla de montar, si le parece bien. Y tampoco tengo una camisa limpia, de modo que, si no le importa, podrías lavarme unas cuantas.
—No le importará —repuso la mujer con voz tensa, y luego giró sobre sus talones y se alejó a paso ligero.
Perrin apartó rápidamente los ojos, aunque la imagen seguía grabada en su mente. ¡Luz, Aram tenía razón! Pero, con suerte, quizás había logrado que esas visitas cesaran. Tendría que comentárselo a Aram y a los jóvenes de Dos Ríos. A lo mejor los cairhieninos le prestaban oídos.
—¿Qué vamos a hacer con ellas, lord Perrin? —Aram seguía con la vista fija en otra dirección, pero ya no se refería a las gai’shain.
—Eso tiene que decidirlo Rand —contestó lentamente Perrin, cuya satisfacción empezó a desvanecerse. Podría parecer extraño pensar en gente que iba de un lado a otro desnuda como un problema menor, pero ese otro era definitivamente más importante. Un problema que había estado evitando con tanto empeño como lo que aguardaba en el norte.
Al otro lado del círculo de carretas, había casi dos docenas de mujeres sentadas en el suelo. Todas iban bien vestidas para viajar; muchos de los atuendos eran de seda, y la mayoría llevaba guardapolvos de lino, pero en sus frentes no había ni una sola gota de sudor. Tres parecían lo bastantes jóvenes para que él les hubiese pedido bailar antes de casarse con Faile.
«Bueno, si no fuesen Aes Sedai, en cualquier caso», pensó irónicamente. En cierta ocasión había bailado con una Aes Sedai, y casi se tragó la lengua cuando descubrió a quién tenía entre los brazos. Además, era una amiga, si es que podía utilizarse ese término con las Aes Sedai. «¿Cuánto tiempo tendrá que llevar como nueva Aes Sedai una mujer para que todavía se le pueda calcular la edad?» La apariencia de las demás era intemporal, naturalmente; puede que veintitantos, puede que cuarenta y tantos, variando de un vistazo al siguiente, siempre incierto. Ésa era la impresión que daban sus semblantes, aunque algunas tenían hebras grises en el pelo. Con las Aes Sedai, uno no sabía a qué atenerse. En nada.
—Al menos, ésas ya no representan un peligro —dijo Aram al tiempo que señalaba con la barbilla a tres de las hermanas que estaban un poco apartadas de las otras.
Una estaba llorando, con la cara contra las rodillas; las otras dos miraban fijamente al vacío, una de ellas dándose tirones a la falda, sin darse cuenta de lo que hacía. Llevaban así desde el día anterior; por lo menos habían dejado de gritar. Si Perrin lo había entendido bien, cosa de la que no estaba seguro, habían quedado neutralizadas cuando Rand se había liberado. No volverían a encauzar el Poder Único. Para una Aes Sedai, probablemente sería mejor estar muerta.
Habría esperado que las otras Aes Sedai les dieran consuelo, las cuidaran de algún modo, pero la mayoría no les hacía caso alguno, aunque se notaba forzado su empeño de mirar a cualquier otra parte. A decir verdad, las mujeres neutralizadas actuaban como si las Aes Sedai no existieran. Al principio, al menos, unas pocas hermanas se habían acercado a ellas, de una en una, aparentemente tranquilas, aunque el olor denotaba aversión y renuencia; empero, sus desvelos no obtuvieron respuesta, ni una palabra, ni una mirada. Ninguna se había acercado a ellas esa mañana.
Perrin sacudió la cabeza. Las Aes Sedai ponían mucho empeño en no darse por enteradas de lo que no querían admitir. Por ejemplo, los hombres de negro que estaban de pie junto a ellas. Había un Asha’man por cada hermana, incluso de las tres que habían sido neutralizadas, y daba la impresión de que ni siquiera pestañearan. Por su parte, las Aes Sedai miraban más allá de los Asha’man o a través de ellos; como si no existiesen.
Era un gran logro. Él se sentía incapaz de hacer caso omiso de los Asha’man, y eso que no lo tenían bajo vigilancia. Sus edades comprendían desde jovenzuelos con apenas un asomo de pelusilla en las mejillas hasta talludos de pelo cano o medio calvos; y no eran sus severas chaquetas negras de cuello alto ni las espadas que todos llevaban a la cadera lo que les daba un aire peligroso. Todos los Asha’man podían encauzar y, de algún modo, estaban impidiendo que las Aes Sedai lo hicieran. Hombres capaces de manejar el Poder Único; algo sacado de una pesadilla. Rand podía, desde luego, pero era Rand, además del Dragón Renacido. Esos tipos le ponían carne de gallina a Perrin.
Los Guardianes de las Aes Sedai supervivientes se hallaban sentados a cierta distancia, también vigilados por unos treinta soldados de lord Dobraine, con los cascos en forma de campana al estilo cairhienino, y otros tantos mayenienses luciendo los petos rojos de la Guardia Alada, todos ellos sin quitar ojo a los prisioneros, como si estuviesen vigilando leopardos. Teniendo en cuenta las circunstancias, era una actitud acertada. Había más Guardianes que Aes Sedai; por lo visto, algunas de las hermanas pertenecían al Ajah Verde. Más, muchos más, vigilantes que Guardianes, y puede que no sobraran, habida cuenta de la naturaleza de los prisioneros.