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El alto respaldo de la silla lucía la Llama de Tar Valon realizada con piedras de la luna; al sentarse Elaida, el símbolo quedó justo por encima de su cabeza. Sobre la pulida superficie del escritorio sólo reposaban las tres cajas lacadas de confección altaranesa, colocadas con minuciosa precisión. Abrió la que representaba unos halcones dorados entre nubes blancas y, del montón de informes y correspondencia guardados en el interior, cogió una estrecha tira de fino papel.

Leyó, por la que debía de ser centésima vez, el mensaje llegado de Cairhien doce días atrás con una paloma. Muy pocas personas en la Torre conocían su existencia y nadie salvo ella sabía su contenido ni habría tenido el menor atisbo de lo que significaba en caso de leerlo. La idea casi la hizo reír otra vez.

«Se ha puesto el aro en la nariz del toro. Espero un viaje agradable al mercado».

No llevaba firma, pero a Elaida no le hacía falta. Sólo Galina Casban sabía que debía enviar aquel glorioso mensaje. Galina, a quien Elaida encomendaba ciertas tareas que jamás habría dejado en otras manos salvo en las suyas propias. No es que se fiara totalmente de nadie, pero la cabeza del Ajah Rojo gozaba de su confianza más que cualquier otra persona. Después de todo, ella había pertenecido a ese Ajah y, en muchos sentidos, todavía se consideraba una Roja.

«Se ha puesto el aro en la nariz del toro».

Rand al’Thor, el Dragón Renacido, el hombre que parecía haber estado a punto de tragarse el mundo, el hombre que ya se había tragado buena parte de éste, se encontraba escudado y bajo el control de Galina. Y nadie que pudiese respaldarlo lo sabía. En el caso de que hubiese habido la más mínima posibilidad de ello, la redacción del mensaje habría sido distinta. Por lo que se deducía de varios mensajes anteriores, al parecer había descubierto de nuevo el Viaje, un Talento perdido para las Aes Sedai desde el Desmembramiento; empero, eso no lo había salvado. Todo lo contrario: había jugado en favor de Galina. Por lo visto tenía la costumbre de ir y venir sin avisar. ¿Quién sospecharía que esta vez no se había ausentado, sino que había sido sometido y llevado a la fuerza? Algo muy parecido a una risita subió por su garganta.

Dentro de una semana más, dos como mucho, al’Thor estaría en la Torre, vigilado estrechamente y mantenido bajo control hasta la llegada del Tarmon Gai’don, con lo que se pondría freno a su saqueo del mundo. Era una locura dejar en libertad a ningún hombre capaz de encauzar, pero principalmente al hombre que según las Profecías debía enfrentarse al Oscuro en la Última Batalla. Quisiera la Luz que todavía faltase mucho para eso a pesar de los cambios climáticos, pues se necesitarían años para preparar al mundo debidamente, empezando por enmendar lo que al’Thor había hecho.

Naturalmente, el daño que había causado no era nada comparado con lo que podría haber hecho de estar libre. Por no mencionar la posibilidad de que perdiera la vida antes del momento en que se lo necesitase. En fin, el problemático joven permanecería envuelto en pañales y tan a salvo con un bebé en los brazos de su madre hasta que llegase el momento de llevarlo a Shayol Ghul. Después de eso, si sobrevivía…

Elaida frunció los labios. Las Profecías del Dragón parecían indicar que no lo haría, lo que indudablemente sería lo mejor que podría pasar.

—Madre…

Elaida casi dio un brinco de sobresalto cuando Alviarin habló. ¡Mira que entrar sin llamar siquiera a la puerta!

—Tengo noticias de los Ajahs, madre. —Delgada y de semblante frío, Alviarin llevaba el estrecho chal de Guardiana en blanco, a juego con el vestido, para mostrar que había ascendido del Ajah de ese color. Empero, en su boca la palabra «madre» sonaba más como un formulismo con el que dirigirse a una igual que un título de respeto.

La presencia de la Guardiana bastó para hacer perder el buen humor a Elaida. El que la Guardiana de las Crónicas procediera del Ajah Blanco, no del Rojo, era siempre un recordatorio mortificante de la debilidad de su posición cuando la habían ascendido. Parte de eso se había disipado, cierto, pero no completamente. Todavía no. Estaba harta de lamentarse por tener tan pocas informadoras fuera de Andor. Y de que su predecesora y la de Alviarin hubiesen escapado —que las hubiesen ayudado a escapar, porque tenían que haber contado con ayuda— antes de que se les hubiera arrancado el secreto de las claves de la inmensa red informadora de la Amyrlin.

Quería, ansiaba, esa red de información que le pertenecía por derecho. Existía la arraigada costumbre de que los Ajahs dieran a la Guardiana cualquier noticia de sus propias informadoras que tuviesen a bien compartir con la Amyrlin, aunque fuera con cuentagotas; pero Elaida estaba convencida de que Alviarin se guardaba para sí parte de esa contada información. Empero, no podía pedir información a los Ajahs directamente. Ya era bastante malo estar en una posición débil para, además, tener que suplicar algo al mundo. O a la Torre, que, a fin de cuentas, era lo que realmente contaba en el mundo.

Elaida mantuvo la expresión tan fría como la de la otra mujer, dándose por enterada de su presencia con un mero asentimiento mientras fingía examinar los papeles que había en la caja lacada. Los fue pasando lentamente uno por uno y los volvió a poner en la caja con parsimonia. Todo ello sin ver una sola palabra de lo escrito en ellos. Hacer esperar a Alviarin le resultaba amargo porque era un recurso pobre, y los recursos pobres eran lo único que tenía para atacar a quien debería haber sido su servidora.

Una Amyrlin podía dictar cualquier decreto que quisiera puesto que su palabra era ley e incuestionable. Sin embargo, en la práctica, sin el apoyo de la Antecámara de la Torre muchos de esos decretos se quedaban en papel mojado. Ninguna hermana desobedecía a una Amyrlin; al menos, no directamente, pero muchos decretos requerían que se ordenaran un centenar de otras cosas para ponerlos en práctica. En los mejores tiempos posibles éste era un proceso lento, en ocasiones tan lento que nunca llegaba a su fin, y los actuales distaban mucho de ser los mejores.

Alviarin permaneció de pie, sosegada como un estanque helado. Elaida cerró la caja altaranesa, dejando fuera la tira de papel que anunciaba su victoria; la manoseó inconscientemente, como si fuese un talismán.

—¿Se han dignado finalmente Teslyn o Joline enviar alguna nueva más aparte de que llegaron bien?

Aquello lo dijo para recordarle a Alviarin que ninguna de ellas podía considerarse invulnerable. A nadie le importaba lo que ocurría en Ebou Dar, y a Elaida a quien menos; la capital de Altara podía hundirse en el mar y, salvo los mercaderes, ni siquiera el resto del país se daría cuenta de ello. Pero Teslyn había sido miembro de la Asamblea durante casi quince años antes de que Elaida le ordenara renunciar a su puesto y viajar a esa ciudad. Y, si Elaida podía enviar a una Asentada —una Asentada Roja que había respaldado su ascensión— como embajadora ante un trono insignificante sin que nadie supiera realmente el motivo salvo un centenar de rumores sin fundamento, entonces también podía tratar con mano dura a cualquiera. Joline era un tema aparte. Había ocupado su puesto en representación del Ajah Verde sólo durante unas cuantas semanas, y todo el mundo estaba convencido de que las Verdes la habían escogido para demostrar que no se dejarían acobardar por la nueva Amyrlin, quien le impuso un severo castigo. No podía pasarse por alto aquella insolencia, y no se había pasado. También eso era algo que sabía todo el mundo.