—Quiera la Luz que no tengamos más problemas con ellos —murmuró Perrin. A lo largo de la noche, los Guardianes habían intentado escapar en dos ocasiones. A decir verdad, esos intentos de fuga habían sido suprimidos más por los Asha’man que por los cairhieninos o los mayenienses, y los hombres de negro no se habían andado con contemplaciones. Ninguno de los Guardianes había muerto, pero al menos una docena de ellos tenían huesos rotos, lesiones que a las hermanas no habían permitido sanar con la Curación.
—Si el lord Dragón no puede tomar la decisión —dijo quedamente Aram—, tal vez debería hacerlo otra persona. Para protegerlo.
Perrin lo miró de reojo.
—¿Qué decisión? Las hermanas les dijeron que no volvieran a intentar liberarse, y ellos obedecen sus órdenes.
Ni con huesos rotos ni sin ellos, desarmados como estaban y con las manos atadas a la espalda, los Guardianes seguían pareciendo una manada de lobos aguardando la orden del lobo jefe para lanzarse al ataque. Ninguno descansaría hasta que su Aes Sedai estuviese libre, quizás hasta que lo estuvieran todas las hermanas. Aes Sedai y Guardianes: un haz de leña de roble bien seca, lista para prenderse fuego. Pero ni siquiera ellos estaban a la altura de los Asha’man.
—No me refería a los Guardianes. —Aram vaciló y luego se acercó a Perrin y bajó la voz hasta reducirla a un susurro—. Las Aes Sedai raptaron al lord Dragón. No puede fiarse de ellas, nunca, pero tampoco hará lo que tendría que hacer. Si murieran antes de que él se diera cuenta…
—¿Qué estás diciendo? —Perrin casi se atragantó al tiempo que se incorporaba bruscamente. No por primera vez, se preguntó si quedaba algo de gitano en el otro hombre—. ¡Están indefensas, Aram! ¡Son mujeres indefensas!
—¡Son Aes Sedai! —Los oscuros ojos se quedaron prendidos en los dorados de Perrin, sosteniéndole la mirada—. No son de fiar y no se las puede dejar libres. ¿Durante cuánto tiempo puede retenerse a unas Aes Sedai en contra de su voluntad? Llevan haciendo lo que hacen muchísimo más tiempo que los Asha’man. Tienen que saber más que ellos. Son un peligro para el lord Dragón, y para vos, lord Perrin. He visto cómo os miran.
Al otro lado del círculo de carretas, las hermanas hablaban entre ellas en susurros que ni siquiera Perrin podía oír, las bocas de unas pegadas al oído de las otras. De vez en cuando una de ellas los miraba a Aram y a él. Mejor dicho, a él. Había pillado varios nombres. Nesune Bihara. Erian Boroleos y Katerine Alruddin. Coiren Saeldain, Sarene Nemdahl y Elza Penfell. Janine Pavlara, Beldeine Nyram, Marith Riven. Ésas últimas eran las hermanas jóvenes; pero todas, jóvenes o intemporales, lo observaban con un aire de seguridad tal que parecía como si fueran ellas quienes tuviera la sartén por el mango a pesar de los Asha’man. Derrotar a las Aes Sedai no era fácil, y conseguir que admitieran la derrota excedía los límites de lo posible.
Perrin se obligó a aflojar los puños y apoyó las manos en las rodillas aparentando una calma que estaba muy lejos de sentir. Sabían que era ta’veren, uno de los contados seres en torno a los cuales se conformaba el Entramado durante un tiempo. Lo que es más, sabían que estaba vinculado a Rand de un modo que nadie entendía, y Rand y él los que menos. Tampoco Mat; Mat también estaba en ese enredo, era otro ta’veren, aunque ninguno de los dos tan fuerte como Rand. Si se les presentaba la menor ocasión, esas mujeres los meterían a Mat y a él en la Torre Blanca tan deprisa como harían con Rand y los atarían como a corderos hasta que el león apareciera. Además, había que tener muy en cuenta que habían raptado y maltratado a Rand. Aram tenía razón en algo: no eran de fiar. Pero lo que Aram sugería… No podía tolerar —y nunca toleraría— tal cosa. La mera idea le revolvía el estómago.
—No quiero oír nada más al respecto —gruñó. El gitano abrió la boca, pero Perrin lo atajó—. Ni una palabra, Aram, ¿me has entendido? ¡Ni una palabra!
—Como ordene mi señor Perrin —murmuró el joven al tiempo que inclinaba la cabeza.
Perrin habría querido ver el rostro del chico. No había rabia en su olor; ni resentimiento. Eso era lo peor, que no había habido ira en el efluvio de Aram cuando sugirió el asesinato.
Un par de hombres de Dos Ríos se encaramaron a las ruedas de la carreta que había al lado y otearon colina abajo, por la ladera norte. Ambos llevaban una aljaba llena de flechas colgada en la cadera derecha y un cuchillo largo, casi una espada pequeña, en la izquierda. Más de trescientos hombres de la comarca lo habían seguido hasta allí. Perrin maldijo al primero que lo había llamado lord Perrin, maldijo el día en que había renunciado a oponerse a que le dieran ese título. Aun con los ruidos y murmullos que se generaban en un campamento de ese tamaño, no tuvo problemas para oír lo que decían esos dos.
Tod al’Caar, un año más joven que Perrin, soltó un largo suspiro, como si viese por primera vez lo que había allí abajo. Perrin casi podía ver la expresión del larguirucho joven. La madre del chico lo había dejado marchar de buen grado sólo por el honor que representaba que su hijo acompañara a Perrin Ojos Dorados.
—Alcanzar una gran victoria —dijo finalmente Tod—. Eso es lo que hemos hecho, ¿verdad, Jondyn?
El entrecano Jondyn Barran, nudoso como una raíz de roble, era uno de los contados hombres mayores que había en la tropa de trescientos. El mejor arquero de Dos Ríos, con excepción de maese al’Thor, y un cazador sin rival en la comarca, era uno de los residentes menos destacados de Dos Ríos. Jondyn no había trabajado un día más de lo estrictamente necesario desde que tuvo edad suficiente para dejar la granja de su padre. Los bosques y la caza eran lo único que le importaba; y beber en exceso los días de fiesta.
—Si tú lo dices, chico. —Escupió fuerte—. Es una gran victoria de los Asha’man, en cualquier caso. Y bienvenida sea, es lo que yo digo. Lástima que no cojan los laureles y se vayan a celebrarlo a otro sitio.
—No son tan malos —protestó Tod—. No me importaría ser uno de ellos.
Aquello sonó más a bravata y farol que a verdad. Y olía a lo mismo; sin necesidad de mirar, Perrin sabía que se estaba lamiendo los labios. A buen seguro que hasta no hacía muchos años su madre había utilizado cuentos sobre hombres que encauzaban para asustarlo.
—Me refería a Rand, es decir, al lord Dragón. Todavía suena extraño ¿verdad? Lo de que Rand al’Thor sea el Dragón Renacido y todo eso. —Tod soltó una risa breve, nerviosa—. En fin, que puede encauzar y no parece tan… Él no… Quiero decir… —Tragó saliva con esfuerzo—. Además, ¿qué oportunidades habríamos tenido ayer contra esas Aes Sedai sin ellos? —Esa frase la pronunció en un susurro. Ahora olía a miedo—. Jondyn, ¿qué vamos a hacer? Me refiero a tener prisioneras a unas Aes Sedai.
El hombre mayor volvió a escupir, más ruidosamente que antes. Tampoco se molestó en bajar la voz. Jondyn siempre decía lo que pensaba sin importarle quién lo oyera, otra razón de su mala reputación.
—Mejor habría sido para nosotros que hubiesen muerto ayer, chico. Pagaremos por ello antes de que todo haya acabado. Y lo pagaremos con creces, tenlo por seguro.
Perrin se negó a seguir escuchando, algo nada fácil con su agudeza auditiva. Primero, Aram, y ahora Jondyn y Tod, aunque no de un modo tan directo. ¡Condenado Jondyn! En comparación, ese hombre podría hacer pasar por trabajador a Mat, pero cuando daba una opinión algunos no echaban en saco roto sus palabras. Ningún hombre de Dos Ríos haría daño voluntariamente a una mujer, pero ¿quién más deseaba que las Aes Sedai prisioneras estuviesen muertas? ¿Y quién podría intentar cumplir ese deseo?