—No habrá diversión si puedo evitarlo —rezongó Mat. ¿Que Nalesean apenas había dormido? ¡Ja! Todos ellos se lo habían pasado de lo lindo en el festival. No es que él no lo hubiese pasado bien a ratos, pero sólo cuando podía olvidar que estaba con una mujer que lo consideraba como una especie de jodido muñeco—. ¿A qué mujeres de los Marinos te refieres?
—Cuando Nynaeve Sedai regresó anoche, trajo consigo una docena o más. —Beslan silbó mientras sus manos trazaban curvas en el aire—. Cómo se mueven, Mat…
Éste sacudió la cabeza. No razonaba con claridad; Tylin le estaba consumiendo el seso. Nynaeve y Elayne le habían hablado de las Detectoras de Vientos, a regañadientes y bajo juramento de que guardaría el secreto, después de intentar no decirle dónde quería ir Nynaeve y, menos aún, por qué. Y todo ello sin el menor sonrojo. Como rezaba el dicho, «Las mujeres cumplen las promesas a su modo». Ahora que caía en la cuenta, Lawtin y Belwin no se encontraban con los demás Brazos Rojos. Tal vez Nynaeve pensó compensar lo otro manteniéndolos ahora con ella. Cumplir las promesas a su modo, sí. Pero si ya tenía a las Detectoras de Vientos en palacio, no podía ser que se tardara media semana en utilizar el Cuenco. ¡Luz, no, por favor!
Como si pensar en ella la hubiese convocado, Nynaeve apareció entre la pantalla de plantas y salió al patio del establo. Mat se quedó boquiabierto. ¡El hombre alto con capa verde que iba de su brazo era Lan! O, mejor dicho, era ella quien iba del brazo de él, agarrada con las dos manos y sonriéndole. Tratándose de cualquier otra mujer, Mat habría dicho que estaba embobada y colada, pero ésa era Nynaeve.
La mujer dio un respingo cuando cayó en la cuenta de dónde se encontraba y se apartó rápidamente del hombre, aunque siguió asida de la mano de Lan un instante. Su elección de vestido no era mejor que la de Elayne, todo seda azul y bordados verdes, con un escote lo bastante bajo para que se viera un grueso sello de oro que colgaba entre sus senos de una fina cadena y en el que le cabrían dos dedos juntos. El ancho sombrero que llevaba por las cintas iba adornado con plumas azules, y el guardapolvo de lino, bordado con hilo azul. Ella y Elayne hacían que, en comparación, las otras mujeres parecieran sosas y apagadas con sus ropas de paño.
En cualquier caso, tanto si antes había mirado a Lan con ojos de cordero como si no, ahora volvía a ser la de siempre y se echó atrás la coleta con un movimiento de cabeza.
—Únete a los otros hombres ahora, Lan —dijo en tono perentorio—. Y ya podemos irnos. Los últimos cuatro carruajes son para los hombres.
—Como ordenes —contestó Lan mientras hacía una reverencia con la mano sobre la empuñadura de la espada.
Ella lo vio dirigirse hacia Mat con una expresión de asombro, probablemente por resultarle increíble que obedeciera con tanta docilidad; luego se obligó a salir del pasmo y recobró su carácter incisivo de siempre. Tras reunir a Elayne y a las otras mujeres, las condujo hacia los dos primeros carruajes como haría una granjera con un grupo de gansos. Por el modo en que gritó que alguien abriese las puertas del patio nadie habría dicho que era ella la que había retrasado la partida. También les gritó a los cocheros y de un modo tan apremiante que al punto tomaron las bridas, y los látigos ondearon en el aire; fue un milagro que esperaran a que alguien se montara en los vehículos.
Apresurándose a subir en pos de Lan, Nalesean y Beslan en el tercer carruaje, Mat apoyó la lanza contra la puerta y se sentó pesadamente, con la cesta sobre las rodillas, cuando el vehículo se puso bruscamente en movimiento.
—¿De dónde has salido, Lan? —inquirió tan pronto como cumplió con el trámite de las presentaciones—. Eres el último hombre que esperaba ver aquí. ¿Dónde has estado? Luz, creí que habías muerto. Sé que Rand teme que haya sido así. Como lo de dejar que la mandona de Nynaeve te mangonee. ¿Por qué, en nombre de la Luz, se lo consientes?
El Guardián de rostro impávido pareció meditar qué pregunta contestar primero.
—La Señora de los Barcos nos casó anoche a Nynaeve y a mí —repuso finalmente—. Los Atha’an Miere tienen ciertas tradiciones nupciales bastante… insólitas. Hubo sorpresas para los dos. —Un atisbo de sonrisa asomó a sus labios, al menos. Se encogió de hombros ligeramente; por lo visto, aquélla era la única respuesta que pensaba dar.
—Que la bendición de la Luz sea contigo y con tu esposa —deseó cortésmente Beslan mientras hacía una reverencia hasta donde se lo permitía la estrechez del carruaje, y Nalesean murmuró algo a su vez, aunque saltaba a la vista, por su expresión, que pensaba que Lan debía de estar loco. El teariano había «disfrutado» bastante de la compañía de Nynaeve.
Mat, mecido por el balanceo del carruaje, se había quedado mudo de asombro. ¿Nynaeve casada? ¿Lan casado con Nynaeve? Ese hombre había perdido la chaveta. No era de extrañar que sus ojos tuvieran una expresión tan sombría. De estar en su pellejo, Mat se habría metido un zorro rabioso debajo de la camisa. Sólo los necios se casaban, y sólo un demente lo haría con Nynaeve.
Si el Guardián advirtió que no todos se mostraban encantados con la noticia, no dio señales de ello. Salvo por sus ojos, seguía siendo el mismo Lan que Mat recordaba. Tal vez un poco más duro, si tal cosa era posible.
—Hay otra cosa más importante —dijo Lan—. Nynaeve no quiere que te enteres, Mat, pero debes saberlo. Tus dos hombres han muerto, asesinados por Moghedien. Lo lamento, pero, si te sirve de consuelo, estaban muertos antes de darse cuenta. Nynaeve cree que Moghedien debe de haberse ido o, de lo contrario, habría vuelto a intentarlo, pero yo no lo aseguraría. Por lo visto, la Renegada tiene algo personal contra ella, si bien Nynaeve se las arregló para evitar explicarme el porqué. —De nuevo apareció la sombra de una sonrisa en sus labios; Lan parecía hacerlo sin darse cuenta—. Al menos, no del todo, y tampoco es que importe. Sin embargo, mejor es que estés al corriente de lo que puede aguardarnos al otro lado del río.
—Moghedien —exclamó Beslan, cuyos ojos brillaban. A buen seguro, veía aquello como algo que prometía diversión.
—Moghedien —exclamó Nalesean, pero, en su caso, sonó más a gemido, y el teariano se dio un seco tirón de la barba en un gesto reflejo.
—Esas puñeteras mujeres —renegó Mat.
—Espero que no incluyas a mi esposa —manifestó fríamente Lan, que había llevado la mano a la empuñadura de la espada.
—Por supuesto que no —se apresuró a contestar Mat, que había alzado las suyas en gesto de paz—. Sólo a Elayne y… y a las Allegadas.
Al cabo de un instante, Lan asintió, y Mat soltó un pequeño suspiro de alivio. Sería muy propio de Nynaeve hacer que lo matara su marido —¡su marido!— cuando ella le habría ocultado, tan seguro como que el sol salía cada mañana, el hecho de que una de las Renegadas podría hallarse en la ciudad. Ni siquiera Moghedien lo asustaba realmente, siempre y cuando llevara puesta al cuello su cabeza de zorro, pero el medallón no protegería a Nalesean ni a los demás. Seguro que Nynaeve pensaba que Elayne y ella se encargarían de hacerlo. Lo dejaban que llevara a los Brazos Rojos mientras se reían para su capote de él desde el principio y entre tanto ellas…
—¿No vas a leer la nota de mi madre, Mat?
Hasta que Beslan la mencionó, no se había dado cuenta de que había una hoja de papel, plegada en pequeños dobleces y metida entre la cesta y el paño de rayas. Sobresalía lo suficiente para mostrar el sello verde impreso, con el Ancla y la Espada.
Mat rompió el lacre con el pulgar y desdobló el papel, sosteniéndolo de manera que Beslan no viera lo que había escrito en él. Y menos mal que lo hizo; aunque, bien pensado, habida cuenta del modo en que el joven enfocaba ciertas cosas, a lo mejor habría dado igual. En cualquier caso, Mat se alegró de que sólo sus ojos vieran aquellas palabras. A medida que avanzaba en la lectura, el alma se le caía a los pies.