—No —barbotó—. Quiero decir, sí. Me refiero a… Es decir… Oh, así bese a una jodida cabra si sé lo que quiero decir. Casi desearía que no supieras la verdad. —Nynaeve y Elayne sentadas con Tylin para discutir sobre él mientras tomaban té. ¿Conseguiría alguna vez borrar eso de su memoria? ¿Podría volver a mirar a la cara a cualquiera de las tres después de eso? Pero si no lo hacían… Estaba entre la espada y la pared, entre el lobo y el oso, sin salida, acorralado—. ¡Oh, mierda de cabra! ¡Mierda de cabra y puñetas retorcidas! —Casi deseó que lo regañara por su lenguaje como habría hecho Nynaeve con tal de cambiar de tema.
Elayne movía los labios y, por un instante, tuvo la impresión de que ella repetía lo que acababa de decir. Pues claro que no. Sólo eran imaginaciones suyas, nada más.
—Comprendo —dijo por fin la joven, como si realmente lo entendiese—. Vamos, Mat, no podemos perder tiempo plantados en un sitio.
Boquiabierto, la vio recogerse los vuelos de la falda y la capa para caminar deprisa embarcadero adelante. ¿Que lo comprendía? ¿Lo comprendía y no hacía el menor comentario corrosivo o una observación cortante? Y él era su súbdito; su «digno» súbdito. La siguió sin dejar de toquetear el medallón. ¡Y él que estaba convencido de que la pelea llegaría cuando intentara recuperarlo! Aunque viviese el doble que una Aes Sedai, seguiría sin entender a las mujeres, y a las nobles, menos aún.
Cuando llegó a la escalera por la que Elayne había bajado, los dos remeros del bote, con sus pendientes de latón, ya utilizaban los largos remos para empujar contra el embarcadero y alejar la embarcación. Elayne conducía a Reanne y a la última de las Mujeres Sabias al interior de la cabina, y Lan se encontraba en la proa con Nynaeve. Beslan lo llamó con un grito desde el otro bote, en el que iban todos los hombres salvo el Guardián.
—Nynaeve dijo que no había sitio para ninguno de nosotros —explicó Nalesean mientras la embarcación se adentraba en el Eldar cabeceando—. Dijo que los haríamos ir amontonados.
Beslan se echó a reír mientras echaba una ojeada a su propia barca. Vanin se había sentado junto a la puerta de la cabina, con los ojos cerrados, fingiendo que se encontraba en cualquier otro sitio. Harnan y Tad Kandel, un andoreño a pesar de ser tan atezado como cualquiera de los remeros, se habían subido al techo de la cabina; los demás Brazos Rojos se apiñaban en cubierta, procurando no estorbar a los remeros. Nadie entró en la cabina, al parecer esperando por si Mat, Nalesean y Beslan querían utilizarla.
Mat se acomodó junto al palo de proa, observando la otra embarcación que avanzaba impulsada por los remos, justo delante. El viento agitaba las oscuras aguas del río y también su pañuelo negro, y se veía obligado a sujetar el sombrero para que no se volara. ¿Qué se traía entre manos Nynaeve? Las otras nueve mujeres que iban en ese bote se habían metido en la cabina, dejando la cubierta para ella y para Lan. Los dos seguían de pie en la popa, el Guardián cruzado de brazos y ella gesticulando como si diera explicaciones. Sólo que Nynaeve rara vez las daba; más bien nunca, a decir verdad.
Fuese lo que fuese lo que hacía, no duró mucho. Había mar picada en la bahía, donde los distintos tipos de barcos de los Marinos —surcadores, rasadores y remontadores— se mecían, sujetos a sus anclas. El río no estaba tan revuelto, pero el bote seguía meciéndose más de lo que Mat recordaba de cualquiera de los viajes anteriores. Poco después, Nynaeve se doblaba sobre la borda y echaba el desayuno mientras Lan la sujetaba. Eso le recordó a Mat su propio estómago; sujetando el sombrero bajo el brazo para que no se le volara, sacó el trozo de queso.
—Beslan, ¿cabe la posibilidad de que esta tormenta estalle antes de que hayamos vuelto del Rahad? —Dio un mordisco al queso de sabor fuerte; había cincuenta tipos distintos en Ebou Dar, todos buenos. Nynaeve seguía inclinada por la borda. ¿Cuánto había desayunado esa mujer?—. No sé dónde nos refugiaremos si nos sorprende allí. —No se le ocurría una sola posada de las que había visto en el Rahad a la que pudieran llevar a las mujeres.
—No habrá tormenta —contestó Beslan mientras se sentaba en la barandilla—. Éstos son los vientos alisios de invierno. Los alisios llegan dos veces al año, a finales de invierno y a finales de verano, pero tienen que soplar con mucha más fuerza para convertirse en tormenta. —Dirigió una mirada desabrida hacia la bahía—. Todos los años esos vientos traen —traían— barcos de Tarabon y de Arad Doman. Me pregunto si volverán a hacerlo alguna vez.
—La Rueda gira —empezó Mat, y se atragantó con una migaja de queso. Rayos y centellas, empezaba a hablar como un viejo achacoso que descansa frente a una chimenea. Como eso de preocuparse por llevar a las mujeres a una posada poco recomendable. Un año antes, medio incluso, las habría llevado y se habría reído cuando se les hubiesen desorbitado los ojos, y también con cada respingo gazmoño—. En fin, quizás encontremos alguna diversión en el Rahad. Como mínimo, alguien intentará robar una bolsa de dinero o arrancar el collar a Elayne.
A lo mejor era eso lo que le hacía falta para quitar el gusto a seriedad de su lengua. Seriedad. ¡Luz, qué término para aplicar a Mat Cauthon! Tylin debía de haberlo acoquinado más de lo que imaginaba si estaba decayendo de ese modo. Tal vez necesitaba un poco de lo que Beslan consideraba diversión. Era una locura —no sabía de ninguna lucha que no hubiese preferido soslayar siempre—, pero quizá… Beslan sacudió la cabeza.
—Si existe alguien capaz de encontrar diversión, ése eres tú, pero… Vamos con siete Mujeres Sabias, Mat. Siete. Con que sólo fuese una a tu lado, podrías abofetear a un hombre, incluso en el Rahad, y se tragaría la lengua y se daría media vuelta. En cuanto a las mujeres, ¿qué hay de divertido en besar a una sin el riesgo de que decida clavarte un puñal en las costillas?
—Por la Luz bendita —masculló Nalesean entre dientes—. Por lo visto me he arrastrado fuera de la cama sólo para pasar una mañana aburrida.
Su comentario mereció un cabeceo conmiserativo por parte de Beslan.
—Si tenemos suerte, sin embargo… —añadió el hijo de la reina—. De vez en cuando la Fuerza Civil envía patrullas al Rahad, y si van detrás de contrabandistas siempre se visten como cualquier paisano. Al parecer, piensan que una docena o más de hombres juntos, armados con espadas, no llamarán la atención, lleven la ropa que lleven, y no dejan de sorprenderse cuando los contrabandistas les tienden una emboscada, que es lo que ocurre casi siempre. Si la suerte ta’veren de Mat actúa en nuestro favor, tal vez nos tomen por miembros de la Fuerza Civil y algunos contrabandistas nos ataquen antes de reparar en los cinturones rojos de las mujeres.
La expresión de Nalesean se animó y el teariano empezó a frotarse las manos. Mat asestó una mirada feroz a ambos. Quizá lo que Beslan consideraba diversión no era lo que necesitaba. Para empezar, estaba más que harto de mujeres empuñando cuchillos. Nynaeve seguía inclinada sobre la borda; eso le enseñaría a no atracarse de comida. Mat engulló el último bocado de queso y la emprendió a mordiscos con el pan, intentando no prestar atención a los dados que rodaban en su cabeza. Una excursión sin incidentes no sonaba mal del todo. Un viaje rápido, seguido de una rápida marcha de Ebou Dar.
El Rahad seguía exactamente como lo recordaba y exactamente como Beslan se temía. El viento convirtió la subida por los peldaños rotos de piedra, desde el bote hasta el embarcadero, en una hazaña peligrosa, que después empeoró. Había canales por doquier, igual que al otro lado del río, pero a este lado los puentes eran sencillos, con los mugrientos pretiles de piedra rotos viniéndose abajo; la mitad de los canales tenía tanto cieno acumulado en el fondo que los chicos los vadeaban con el agua a la cintura, y sólo se veía alguna barcaza muy de vez en cuando. Edificios altos se apiñaban unos contra otros; eran construcciones amazacotadas, con el rugoso enlucido, otrora blanco, mostrando grandes desconchones que dejaban a la vista rojos ladrillos corroídos; flanqueaban calles estrechas y con el empedrado roto. En esas calles, donde incluso los fragmentos se habían hecho añicos, la mañana no había llegado todavía a las sombras de los edificios. Cada tres ventanas había ropa, de aspecto sucio, tendida para secarse, salvo en los edificios deshabitados. Había algunos, y sus ventanas recordaban las cuencas vacías de una calavera. Un olor agridulce a podrido impregnaba el aire; los desperdicios y el contenido de orinales vaciados un mes atrás se descomponían allí donde habían sido arrojados, y por cada mosca existente al otro lado del Eldar, allí zumbaban cien formando nubes verdes y azules. Mat localizó la puerta azul desconchada de La Corona Dorada del Cielo y se estremeció ante la idea de llevar a las mujeres allí si estallaba la tormenta, a pesar de lo que Beslan hubiese dicho. Luego tuvo otro escalofrío por haberse estremecido. Le estaba pasando algo, y no le gustaba.