Elayne dejó escapar un sonido de exasperación.
—No es el momento de ponerse a discutir, Nynaeve. ¡El Cuenco está arriba! ¡El Cuenco de los Vientos!
Inopinadamente apareció una pequeña bola de luz flotando delante de la joven y, sin esperar a ver si Nynaeve la seguía o no, se recogió el vuelo de la falda y empezó a subir rápidamente la escalera. Vanin corrió en pos de ella con una presteza sorprendente en un cuerpo tan corpulento. Lo siguieron Reanne y la mayoría de las Mujeres Sabias. La carirredonda Sumeko e Ieine, una mujer alta, morena y bonita a pesar de las arrugas que se le marcaban en los rabillos de los ojos, vacilaron y se quedaron con Nynaeve.
Mat también habría ido detrás de no ser porque Nynaeve y Lan le cerraban el paso.
—¿Me dejas pasar, Nynaeve? —pidió. Se merecía estar allí, al menos, cuando el dichoso Cuenco de las narices fuera descubierto—. ¿Nynaeve?
La mujer estaba tan absorta en Lan que parecía haberse olvidado de todos los demás. Mat intercambió una mirada con Beslan; éste sonrió y se puso en cuclillas junto a Corevin y los restantes Brazos Rojos. Nalesean se apoyó en la pared y bostezó aparatosamente, lo que fue un error, considerando el polvo que había allí. El bostezo dio paso a un ataque de tos que enrojeció su cara y lo hizo doblarse por la cintura. Ni siquiera eso distrajo a Nynaeve. Con cuidado, retiró la mano de la trenza.
—No estoy enfadada, Lan —manifestó.
—Sí que lo estás —repuso él sin alterarse—. Pero tenía que decírselo.
—¿Nynaeve? —llamó Mat—. ¿Lan?
Ninguno de los dos se molestó en echar siquiera una ojeada en su dirección.
—¡Se lo habría contado cuando hubiese estado preparada, Lan Mandragoran! —Cerró la boca de golpe, pero sus labios se movieron como si hablase consigo misma—. No me enfadaré contigo —continuó en un tono mucho más suave, y la frase pareció que iba dirigida también a ella misma. Con parsimonia y mucha calma, se echó la trenza hacia la espalda, se colocó derecho el sombrero azul, y entrelazó las manos a la altura de la cintura.
—Si tú lo dices —dijo Lan, apaciblemente.
—¡No emplees ese tono conmigo! —gritó ella, temblorosa—. ¡Te repito que no estoy enfadada! ¿Me has oído?
—Rayos y centellas, Nynaeve —gruñó Mat—. Él no cree que estés enfadada. Yo no creo que estés enfadada. —Por suerte había aprendido de las mujeres a mentir sin que se le notase en la cara—. Y ahora, ¿podemos subir y recoger el puñetero Cuenco de los Vientos?
—Excelente idea —dijo una voz de mujer desde la puerta de la calle—. ¿Subimos juntos y damos una sorpresa a Elayne?
Mat nunca había visto a las dos mujeres que entraron en el corredor, pero sus caras eran de Aes Sedai. El rostro de la que había hablado era alargado y tan frío como su voz, y el de su compañera iba enmarcado por montones de finas trenzas oscuras entretejidas con cuentas de colores. Casi dos docenas de hombres se amontonaban detrás de ellas, unos tipos corpulentos, de anchos hombros, armados con garrotes y cuchillos. Mat cambió la postura de las manos sobre el asta de su ashandarei; reconocía un problema cuando lo veía, y la cabeza de zorro se había quedado fría sobre su pecho, casi helada. Alguien había asido el Poder Único.
Las dos Mujeres Sabias casi se fueron de bruces al suelo por las reverencias que hicieron en cuanto vieron aquellos rostros intemporales, pero Nynaeve también distinguía un problema, desde luego. Abrió y cerró la boca sin emitir sonidos mientras la pareja avanzaba corredor adelante, y su semblante era la viva imagen de la consternación y el autorreproche. A su espalda, Mat oyó el siseo de una espada al salir de la vaina, pero no pensaba volver la cabeza para ver de quién se trataba. Lan se limitó a quedarse plantado allí, lo que, por supuesto, significaba que su aspecto era el de un leopardo listo para saltar sobre su presa.
—Son del Ajah Negro —dijo finalmente Nynaeve. Su voz sonó débil al empezar, pero cobró firmeza a medida que hablaba—. Falion Bhoda e Ispan Shefar. Cometieron un asesinato en la Torre, y han hecho cosas peores desde entonces. Son Amigas Siniestras y… —Su voz falló un instante—. Me han escudado.
Las recién llegadas siguieron avanzando tranquilamente.
—¿Has oído algo más absurdo en tu vida, Ispan? —preguntó la Aes Sedai de cara larga a su compañera, que dejó de hacer un gesto de asco por el polvo el tiempo suficiente para dedicar una sonrisa de sorna a Nynaeve—. Ispan y yo venimos de la Torre Blanca, mientras que Nynaeve y sus amigas son rebeldes contra la Sede Amyrlin. Serán castigadas severamente por ello, y lo mismo le ocurrirá a todo aquel que las ayude.
Con un sobresalto, Mat comprendió que la mujer no lo sabía; pensaba que Lan, los otros y él eran una tropa a sueldo. Falion dirigió una sonrisa a Nynaeve; en comparación, una cellisca era cálida.
—Hay alguien que se alegrará sobremanera al verte cuando te llevemos de vuelta, Nynaeve. Te cree muerta. Más vale que los demás os vayáis cuanto antes. No os conviene interferir en asuntos de Aes Sedai. Mis hombres os escoltarán hasta al río.
Sin apartar los ojos de Nynaeve, Falion hizo una seña a los hombres que había detrás de ella para que se adelantaran.
Lan se movió; no desenvainó la espada, aunque tampoco habría tenido ninguna oportunidad contra unas Aes Sedai si lo hubiese hecho, pero en un momento estaba estático y al siguiente se había abalanzado contra la pareja. Justo antes de chocar con las mujeres gruñó como si hubiese recibido un fuerte golpe, pero de todos modos cayó sobre ellas y derribó a las dos hermanas Negras al suelo polvoriento. Aquello fue como abrir una compuerta.
Lan se incorporó sobre manos y rodillas y sacudió la cabeza, aturdido. Uno de los tipos corpulentos alzó un garrote reforzado con hierro para aplastarle el cráneo. Mat hincó su lanza en el estómago del individuo mientras Beslan, Nalesean y los cinco Brazos Rojos corrían al encuentro de los Amigos Siniestros lanzados a la carga. Lan se puso de pie, un poco inestable, pero sacó la espada en un movimiento relampagueante y abrió en canal a un Amigo Siniestro. No había mucho espacio en el corredor para manejar espadas ni ashandarei, pero los estrechos límites eran los que les permitían enfrentarse a un enemigo que los doblaba en número sin acabar barridos en el primer encontronazo. Hombres gruñendo luchaban a brazo partido, cuerpo a cuerpo contra ellos, a la par que se daban codazos unos a otros para hacerse hueco y poder apuñalar o descargar garrotazos.
Alrededor de las hermanas Negras y de Nynaeve quedaban pequeños espacios despejados; ya se ocuparon de eso ellas mismas. Un Brazo Rojo, un nervudo andoreño, casi tropezó con Falion, pero en el último instante salió lanzado por el aire a través del corredor, derribando a dos de los fornidos Amigos Siniestros en su vuelo antes de chocar contra la pared y deslizarse al suelo; su cabeza dejó un rastro de sangre sobre el yeso polvoriento y resquebrajado. Un Amigo Siniestro calvo se abrió paso entre la línea de defensores y corrió hacia Nynaeve con un puñal apuntado hacia ella; el tipo chilló cuando sus pies perdieron contacto con el suelo, un chillido que se cortó al chocar su cara contra el suelo con tanta fuerza que la cabeza le rebotó.
Obviamente Nynaeve ya no estaba escudada, y si el gélido contacto de la cabeza de zorro sobre la piel de Mat no era indicio suficiente de que ella y las hermanas Negras estaban enzarzadas en algún tipo de lucha, el modo en que las dos la miraban con furia y viceversa, sin reparar en el combate que se libraba alrededor, lo proclamaba a voces. Las dos Mujeres Sabias contemplaban la escena con horror; empuñaban sus cuchillos curvos, pero se habían quedado pegadas a la pared, con sus ojos desorbitados pasando de Nynaeve a las otras dos y la boca abierta a más no poder.
—Luchad —espetó Nynaeve. Giró la cabeza sólo una fracción de segundo, a fin de verlas sin perder de vista a Falion y a Ispan—. No puedo hacerlo sola; están coaligadas. Si no las combatís, os matarán. ¡Ahora sabéis su secreto!