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Las Mujeres Sabias la miraron estupefactas, como si les hubiese sugerido que escupiesen a la reina en la cara. En medio de los gritos y gruñidos, Ispan soltó una risa melódica. En medio de los gritos y gruñidos, un chillido penetrante retumbó en el hueco de la escalera.

La cabeza de Nynaeve giró bruscamente en aquella dirección. De repente se tambaleó y de nuevo volvió la cabeza hacia las hermanas Negras como un tejón herido; su gesto ceñudo debería haber convencido a Falion y a Ispan de que marcharse en ese mismo instante era lo más sensato. Sin embargo, Nynaeve dedicó una mirada angustiada a Mat.

—Se ha encauzado arriba —dijo entre los dientes prietos—. Hay problemas.

Mat vaciló. Lo más probable era que Elayne hubiese visto una rata. Seguramente… Se las arregló para desviar una cuchillada dirigida a sus costillas, pero no tenía espacio para arremeter con la ashandarei ni utilizar su asta como una vara de combate. Beslan pasó ante él y atravesó el corazón de su adversario con la espada.

—Por favor, Mat —instó con voz tensa Nynaeve. Ella jamás suplicaba; antes se habría cortado el cuello—. Por favor.

Mascullando una maldición, Mat se apartó de la lucha y corrió hacia la angosta escalera; no había una sola ventana en el hueco, pero subió los seis pisos a toda velocidad a pesar de la intensa oscuridad. Si sólo había sido una rata, iba a zarandear a Elayne hasta que los dientes le… Llegó al último piso, no mucho más iluminado que el ojo de la escalera, ya que una única ventana daba a la calle, y se encontró con una escena de pesadilla.

Había mujeres tiradas por todas partes. Elayne era una de ellas, con la mitad de la espalda apoyada contra la pared y los ojos cerrados. Vanin estaba de rodillas, hecho un ovillo, y la sangre le brotaba por la nariz y los oídos; intentaba débilmente empujarse contra la pared para incorporarse. La última mujer que seguía de pie, Janira, corrió hacia Mat tan pronto como lo vio. Él la había comparado con un halcón a costa de sus pómulos marcados y su prominente nariz, pero ahora su rostro era la viva imagen del terror, y sus oscuros ojos estaban desorbitados, enloquecidos.

—¡Ayúdame! —le gritó, y un hombre la agarró por detrás.

Era un tipo de aspecto corriente, quizás un poco mayor que Mat, de la misma estatura y constitución que él, vestido con una sencilla chaqueta gris. Sonriendo, tomó la cabeza de Janira con las dos manos e hizo un giro brusco y seco. El sonido del cuello de la mujer al romperse fue como el chasquido de una rama seca. El individuo dejó caer el cuerpo fláccido de Janira y se quedó mirándola. Por un instante su sonrisa pareció… extasiada.

A la luz de un par de linternas, un pequeño grupo de hombres, justo detrás de donde se encontraba Vanin, forzaban una puerta con palanca en medio de los chirridos de goznes oxidados, pero Mat apenas reparó en ellos. Sus ojos fueron del cadáver de Janira a Elayne. Había prometido mantenerla a salvo para Rand. Lo había prometido. Con un grito, se lanzó contra el asesino, la ashandarei extendida ante él.

Mat había visto moverse a los Myrddraal, pero ese tipo era aún más rápido por mucho que costase creerlo. Esquivó la punta de la lanza como si flotara en torno a ella, agarró el asta y giró sobre sí mismo, lanzando a Mat por encima cinco metros más allá en el pasillo.

Se quedó sin aliento al caer al suelo, levantando una pequeña nube de polvo. También cayó la ashandarei. Luchando por recuperar la respiración, Mat se levantó; la cabeza de zorro colgaba por la pechera abierta de la camisa. Sacó un cuchillo del interior de la chaqueta y se abalanzó sobre el hombre otra vez, al tiempo que Nalesean aparecía al final de la escalera, espada en mano. Ahora lo tenían pillado, por muy rápido que…

El tipo hizo que un Myrddraal pareciera parsimonioso. Se deslizó a un lado, esquivando la estocada de Nalesean como si no tuviese huesos, y la mano derecha se disparó hacia la garganta del teariano. Su mano se retiró con un sonido líquido, de desgarro. La sangre salió a borbotones más allá de la barba de Nalesean. La espada del noble teariano cayó al suelo polvoriento con un sonoro tintineo y él se llevó las manos al destrozado cuello; la sangre corrió entre sus dedos mientras se desplomaba.

Mat saltó sobre el asesino desde atrás y los tres se fueron al suelo. No tenía reparos en apuñalar a un hombre por la espalda cuando era necesario, sobre todo a uno capaz de desgarrar la garganta de alguien con sus manos. Tendría que haber dejado que Nalesean se quedara en la cama. La triste idea acudió a su mente mientras hincaba el cuchillo con todas sus fuerzas, y luego una segunda vez, y una tercera.

El tipo se retorció entre sus brazos. Era imposible, pero, de algún modo, el individuo rodó sobre sí mismo a pesar de tenerlo encima a él, y Mat se encontró desarmado. Los ojos inexpresivos de Nalesean y la garganta ensangrentada eran un recordatorio más que suficiente; desesperado, asió las muñecas del hombre, aunque una de las manos resbaló un poco por la sangre que resbalaba de la del otro.

El hombre le sonrió. ¡Con un cuchillo clavado en el costado, y sonreía!

—Él desea tanto tu muerte como la de ella —susurró. Y, como si no las tuviese agarradas, sus manos se movieron hacia la cabeza de Mat, echando los brazos de éste hacia atrás.

Mat empujó con todas sus fuerzas, volcó toda su energía y su peso contra los brazos del individuo, sin resultado. Luz, se sentía como un niño luchando contra un hombre adulto. El tipo se estaba divirtiendo, se tomaba su tiempo. Las manos le tocaron la cabeza. ¿Dónde infiernos se había metido su buena suerte? Dio un empellón con las últimas fuerzas que le quedaban; el medallón cayó sobre la mejilla del hombre, que gritó a pleno pulmón. Alrededor de los bordes de la cabeza de zorro empezó a salir humo y a sonar un siseo, como cuando se fríe el tocino. En una sacudida convulsa, el hombre apartó a Mat con manos y pies. Esta vez, el joven voló por el aire diez pasos y se cayó al suelo.

Cuando consiguió ponerse de pie, aturdido, el hombre ya se había incorporado y se llevaba las manos temblorosas a la cara. Tenía una marca roja, en carne viva, donde le había tocado la cabeza de zorro. Con precaución, Mat toqueteó el medallón; estaba frío. No con la frialdad producida cuando alguien encauzaba cerca —tal vez seguían haciéndolo abajo, pero se encontraba demasiado lejos— sino con el frescor de la plata. No tenía la menor idea de qué era aquel individuo, sólo que, desde luego, no era humano, pero entre la quemadura y las tres puñaladas, con el cuchillo todavía sobresaliendo debajo de su brazo, tenía que haber disminuido su velocidad lo suficiente para sobrepasarlo e ir hacia la escalera. Vengar a Elayne estaba muy bien, y a Nalesean también, pero no sería ese día, al parecer, y no había por qué dar una razón para vengar a Mat Cauthon.

De un tirón, el hombre se sacó del costado el cuchillo y se lo lanzó. Mat lo atrapó en el aire, sin pensar. Thom le había enseñado a hacer malabarismos y afirmaba que tenía las manos más rápidas que había visto en su vida. Volteó el arma para asirla adecuadamente, con la punta inclinada hacia arriba, y entonces reparó en la reluciente hoja. Se le cayó el alma a los pies; ni gota de sangre. Al menos tendría que haber habido un rastro rojizo, pero la cuchilla brillaba, completamente limpia. Quizá ni siquiera tres puñaladas iban a mermar los reflejos de ese… lo que quiera que fuera.

Se arriesgó a echar un vistazo por encima del hombro. Los otros hombres salían en tropel por la puerta que habían forzado, una puerta a la que lo habían conducido las huellas el día anterior, pero parecían ir cargados de desechos: pequeños cofres medio podridos; un barrilete lleno de objetos envueltos en trapos, que asomaban por los huecos donde faltaban duelas; incluso una silla rota y un espejo rajado. Debían de tener órdenes de arramblar con todo. Sin prestar la menor atención a Mat, se dirigieron presurosamente hacia el otro extremo del pasillo y desaparecieron por la esquina; tenía que haber otro hueco de escalera allí atrás. Quizá podría seguirlos hasta la calle, a cierta distancia. Quizá… Justo delante de la puerta por la que habían salido, Vanin hizo otro esfuerzo por incorporarse y volvió a caer. Mat contuvo una maldición. Acarrear a Vanin iba a frenarlo, pero si la suerte le sonreía… No había podido salvar a Elayne, pero a lo mejor… Por el rabillo del ojo vio que la joven se movía, llevándose una mano a la cabeza.