El hombre de la chaqueta gris también la vio y, con una sonrisa, se giró hacia ella.
Con un suspiro, Mat guardó el inútil cuchillo en la vaina.
—No la tendrás —dijo en voz alta. Promesas. Un tirón bastó para romper el cordón que rodeaba su garganta; la cabeza de zorro plateada colgó a un palmo de su puño; el medallón empezó a emitir un zumbido cuando lo hizo girar en una doble lazada, dibujando un ocho en el aire—. No la tendrás, maldita sea. —Echó a andar sin dejar de girar el medallón; el primer paso fue el más difícil de dar, pero tenía que cumplir una promesa.
La sonrisa del tipo se borró; sin quitar los ojos de la centelleante cabeza de zorro, retrocedió de puntillas. La misma luz que resplandecía en el medallón plateado, procedente de la única ventana, creó un halo alrededor de Mat. Si podía hacerlo recular hasta allí, a lo mejor una caída de seis pisos conseguía lo que no había logrado un cuchillo.
El individuo, la marca en la cara ahora lívida, siguió retrocediendo, de cuando en cuando amagando como si fuera a intentar pasar esquivando el medallón. Y de pronto se lanzó hacia un lado, a una de las habitaciones; ésta tenía puerta y la cerró tras de sí. Mat oyó caer la barra que la atrancaba.
Tal vez debería haberlo dejado allí, pero, sin pensarlo, alzó un pie y descargó el tacón de la bota contra el centro de la puerta. Salió polvo de la tosca madera; una segunda patada y los podridos soportes de la tranca cedieron, junto con uno de los oxidados goznes. La hoja se descolgó hacia dentro, en un ángulo inclinado.
La oscuridad no era total en la habitación. De la ventana, al final del pasillo, a sólo otra puerta de distancia, penetraba un poco de luz en su interior y se reflejaba en el triángulo de un espejo roto que había recostado en la pared del fondo, proporcionando una débil luminosidad. Aquel espejo le permitía ver todo sin necesidad de entrar. Aparte de eso y de un trozo de silla, no había nada más. Las únicas aberturas en las paredes eran la puerta y un agujero de ratones junto al espejo, pero el hombre de la chaqueta gris se había esfumado.
—Mat —llamó débilmente Elayne.
Él acudió presuroso, impulsado por el ansia de llegar junto ella tanto como por alejarse de aquella habitación. Se oían gritos abajo, pero Nynaeve y los demás tendrían que cuidar de sí mismos por el momento.
Elayne se había sentado y movía la mandíbula a la par que hacía un gesto de dolor cuando se arrodilló a su lado. El polvo le cubría el vestido, el sombrero le colgaba ladeado, con algunas plumas rotas, y su cabello dorado rojizo tenía tal aspecto que parecía que la hubiesen arrastrado de él.
—Me golpeó tan fuerte —musitó dolorosamente—. No creo que tenga nada roto, pero… —Sus ojos se prendieron en los de él, y si Mat había pensado alguna vez que lo miraba como si fuese un extraño, ahora sí fue verídico—. Vi lo que hiciste, Mat. Con él. Podríamos haber sido gallinas metidas con un zorro en el gallinero. El Poder Único no lo afectaba; los fluidos se diluían del mismo modo que hacen con tu… —Echó un vistazo al medallón que todavía colgaba de su puño e inhaló de un modo que tuvo efectos muy interesantes en el profundo escote ovalado—. Gracias, Mat. Te pido disculpas por todo lo que he dicho o pensado. —Lo dijo como si realmente hablara en serio—. Cada vez tengo más toh contigo. —Sonrió compungida—. Pero no voy a permitirte que me pegues. Tendrás que dejarme que te salve la vida al menos una vez para equilibrar las cosas.
—Veré qué puedo hacer al respecto —repuso secamente mientras se guardaba el medallón en un bolsillo de la chaqueta. ¿Toh? ¡Luz! Definitivamente, estaba pasando demasiado tiempo con Aviendha.
Una vez que la ayudó a ponerse de pie, ella miró en derredor, a Vanin, con el rostro manchado de sangre, y a las mujeres tendidas allí donde se habían desplomado, y su rostro se crispó.
—¡Oh, Luz! —exclamó—. ¡Oh, maldición! ¡Rayos y jodidas centellas!
A pesar de la situación, Mat dio un respingo, y no sólo porque jamás habría esperado oír esas palabras en su boca, sino porque sonaron de un modo raro, como si la joven conociera los vocablos, pero no su significado. En cierto modo, la hacían parecer más joven de lo que era.
Se desprendió de su mano con una sacudida, tiró el sombrero a un lado y corrió para arrodillarse junto a la mujer que tenía más cerca, Reanne, cogiendo su cabeza con las dos manos. La mujer yacía desmadejada, boca abajo y con los brazos extendidos como si la hubiesen zancadilleado mientras corría. Todos habían corrido hacia la habitación, hacia su atacante, no huyendo.
—Esto supera mis conocimientos —musitó—. ¿Dónde está Nynaeve? ¿Por qué no subió contigo, Mat? ¡Nynaeve! —gritó en dirección a la escalera.
—No es necesario que chilles como un basilisco —gruñó la antigua Zahorí, que apareció en ese momento en el hueco de la escalera. Iba mirando hacia atrás, sin embargo—. Sujétala bien, ¿me has oído? —chilló; como un basilisco, claro—. ¡Como la dejes escapar también, te daré de bofetadas hasta que veas las estrellas! —Entonces volvió la cabeza y a poco los ojos se le salen de las órbitas.
»La Luz nos asista —exclamó mientras corría hacia Janira y se inclinaba sobre ella. Sólo necesitó tocarla y luego se irguió con un gesto de angustia. Mat podría haberle dicho que la mujer estaba muerta. Nynaeve parecía tomarse como algo personal la muerte. Se sacudió y se dirigió hacia la siguiente, Tamarla, y esta vez dio la impresión de que había algo que podía curarse. También pareció que las heridas de Tamarla no eran tan simples, porque se arrodilló junto a ella, frunciendo el entrecejo—. ¿Qué ha pasado aquí, Mat? —demandó sin volver la vista hacia él. Su tono lo hizo suspirar; tendría que haber adivinado que pensaría que era culpa de él—. ¿Y bien, Mat? ¿Qué ocurrió? Habla de una vez, hombre, ¿o tendré que…?
Mat nunca supo con qué iba a amenazarlo. Lan había seguido a Nynaeve, por supuesto, con Sumeko pisándole los talones. La fornida Mujer Sabia echó un vistazo al pasillo e inmediatamente se remangó la falda y corrió hacia Reanne. Dirigió una mirada preocupada a Elayne antes de agacharse de rodillas y empezar a mover las manos sobre Reanne de un modo extraño. Eso fue lo que hizo que Nynaeve dejara la frase sin acabar.
—¿Qué haces? —increpó secamente. Sin interrumpir lo que estuviera haciendo a Tamarla, dedicó ojeadas fugaces a la mujer carirredonda, pero eran tan cortantes como su tono—. ¿Dónde aprendiste eso?
Sumeko dio un respingo, pero sus manos no se detuvieron.
—Perdonadme, Aes Sedai —contestó de manera entrecortada, inconexa—. Sé que no tendría que… Morirá si yo no… Sé que no debería seguir intentando… Sólo quería aprender, Aes Sedai. Por favor.
—No, no, continúa —respondió Nynaeve, abstraída, ya que casi toda su atención estaba volcada en la mujer que tenía bajo sus manos, pero no completamente—. Parece que sabes algunas cosas que ni siquiera yo… Es decir, trabajas con los flujos de una manera muy interesante. Sospecho que vas a encontrarte con que muchas hermanas querrán aprender de ti. —Luego añadió casi entre dientes—: A lo mejor ahora me dejarán en paz.
Sumeko no pudo oír sus últimas palabras, pero lo que oyó hizo que se quedase boquiabierta a más no poder. Sin embargo, sus manos apenas se detuvieron un instante.