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—Elayne —continuó Nynaeve—, ¿quieres buscar el Cuenco, por favor? Creo que la puerta es ésa. —Señalo con la barbilla la puerta correcta, que se encontraba abierta al igual que otra media docena más.

Aquello hizo que Mat parpadeara hasta que vislumbró dos pequeños paquetes envueltos en trapos, tirados en el umbral, donde se les habían debido de caer a los salteadores.

—Sí —musitó la heredera del trono—. Sí, eso al menos puedo hacerlo. —Levantó a medias una mano en dirección a Vanin, todavía de rodillas, y la dejó caer con un suspiro antes de cruzar el umbral, acción que levantó una nube de polvo y la hizo toser.

Sumeko no había sido la única que había seguido a Nynaeve y a Lan. Ieine apareció en el hueco de la escalera, obligando a la Amiga Siniestra tarabonesa a caminar delante de ella, retorciéndole un brazo hacia la espalda y con la otra mano asiéndola por la nuca con todas sus fuerzas. Ieine tenía tensas las mandíbulas y los labios prietos; la expresión de su rostro era mitad firme convicción de que acabaría desollada viva por maltratar a una Aes Sedai y mitad inflexible determinación de no soltar a su presa en ninguna circunstancia. A veces Nynaeve producía ese efecto en la gente. La hermana Negra tenía los ojos desorbitados por el terror, y a buen seguro se habría desplomado si Ieine no la hubiese tenido agarrada. Debía de estar escudada, sin duda, y con igual seguridad habría preferido que la desollaran a lo que quiera que iba a ocurrirle. Las lágrimas empezaron a manar de sus ojos, y su boca tembló con sollozos mudos.

Detrás de ellas iba Beslan, que suspiró tristemente al ver a Nalesean y aún con mayor tristeza por las mujeres; a continuación aparecieron Harnan y tres Brazos Rojos, Fergin, Gorderan y Metwyn. Tres que se habían quedado en la parte delantera de la casa. Harnan y dos de los otros tenían desgarrones ensangrentados en las chaquetas, pero Nynaeve debía de haberles curado abajo, ya que no se movían como si estuvieran heridos. Sin embargo, parecían deprimidos.

—¿Qué ha ocurrido en la parte de atrás? —inquirió Mat en voz baja.

—Que me aspen si lo sé —contestó Harnan—. Nos topamos en la oscuridad con un montón de matones armados con cuchillos. Había uno que se movía como una serpiente… —Se encogió de hombros y se tocó el roto ensangrentado de su chaqueta con gesto abstraído—. Uno de ellos me apuñaló y lo siguiente que recuerdo es abrir los ojos y ver a Nynaeve Sedai inclinada sobre mí y a Mendair y a los otros más muertos que los carneros de ayer.

Mat asintió en silencio. Uno que se movía como una serpiente. Y que también se escabullía de las habitaciones como tal. Echó una ojeada a uno y otro lado del pasillo. Reanne y Tamarla estaban de pie —colocándose el vestido, desde luego— y Vanin escudriñaba el interior de la habitación donde Elayne, aparentemente, ensayaba otras cuantas maldiciones con tan poco éxito como antes. Resultaba difícil afirmarlo, ya que la joven no dejaba de toser. Nynaeve se incorporó y ayudó a levantarse a Sibella, una mujer rubia y escuálida, en tanto que Sumeko seguía trabajando con Famelle, la mujer de cabello dorado y ojos castaños. Pero Mat nunca volvería a admirar el busto de Melore; Reanne se arrodilló junto a ella para colocarle los miembros y cerrarle los ojos, al tiempo que Tamarla prestaba el mismo servicio a Janira. Dos Mujeres Sabias muertas, y seis Brazos Rojos. Todos asesinados por un… hombre… al que el Poder Único no afectaba en absoluto.

—¡Lo encontré! —gritó, excitada, Elayne. Salió al pasillo cargada con un paquete redondo, ancho, envuelto en trapos podridos, y no dejó que Vanin se lo cogiera. Pringada de polvo gris de la cabeza a los pies, parecía que se había tirado al suelo y había rodado hasta rebozarse bien—. ¡Tenemos el Cuenco de los Vientos, Nynaeve!

—En ese caso —anunció Mat—, nos largamos ahora mismo de este jodido sitio.

Nadie se opuso. Oh, sí, Nynaeve y Elayne insistieron en que todos los hombres utilizaran las chaquetas como sacos para cargar cosas que sacaron de la habitación —incluso cargaron con bultos a las Mujeres Sabias y ellas mismas—, y Reanne tuvo que bajar y contratar hombres que llevaran a los muertos hasta el embarcadero, pero nadie se opuso. Mat dudaba que las calles del Rahad hubiesen presenciado jamás una procesión tan extraña, ni que se moviera tan rápidamente hasta llegar al río.

39

Promesas que cumplir

¡Nos largamos de aquí ahora mismo! —repitió Mat horas más tarde, pero en esta ocasión sí hubo discusión. La había habido durante la última media hora, más o menos. Fuera, el sol había pasado su cenit. Los alisios aliviaban un poco el calor, y las cortinas amarillas colgadas en los altos ventanales se hinchaban y se sacudían con las rachas de aire. Habían transcurrido tres horas desde que habían vuelto al palacio de Tarasin y los dados seguían rodando en su cabeza; tenía unas ganas enormes de dar una patada a algo. O a alguien. Se tiró del pañuelo atado alrededor del cuello; lo sentía como la cuerda que le había hecho la cicatriz que tapaba el pañuelo, apretándose más y más, lentamente. ¡Por el amor de la Luz! ¿Estáis todas ciegas? ¿O sólo sordas?

La habitación que Tylin les había proporcionado era grande, con paredes verdes y el alto techo azul, sin más mobiliario que unas sillas doradas y mesitas pequeñas incrustadas con madreperla, pero aun así estaba abarrotada. O era lo que parecía. La propia Tylin se hallaba sentada delante de uno de los tres hogares de mármol con una pierna cruzada sobre la otra, observándolo con aquellos oscuros ojos de águila y una sonrisa insinuada; mecía la pierna y daba golpecitos a las enaguas en capas de colores azules y amarillos, y jugueteaba con la empuñadura enjoyada de su cuchillo curvo. Mat sospechaba que Elayne o Nynaeve ya habían hablado con ella. También se encontraban allí las dos, sentadas a uno y otro lado de la reina; a saber cómo, habían tenido tiempo para ponerse ropa limpia y, aparentemente, para bañarse aunque sólo las había perdido de vista unos minutos como máximo desde que regresaron a palacio. Casi igualaban a Tylin en regia dignidad con sus brillantes vestidos de seda; Mat no sabía a quién intentaban impresionar con aquella exhibición de puntillas y bordados complejos. Más parecía que se habían vestido para un gran baile que para emprender viaje. Él seguía hecho un asco, con la polvorienta chaqueta verde desabrochada y la cabeza de zorro enganchada en el cuello de la camisa, cerrada sólo a medias. Había hecho un nudo al cordón, por lo que éste se había acortado, pero quería tener el medallón en contacto con su piel; después de todo, lo rodeaban mujeres que podían encauzar.

Cierto, esas tres mujeres seguramente habrían bastado para darle la sensación de que la estancia estaba abarrotada; incluso Tylin lo habría conseguido por sí misma, en lo que a él concernía; si Elayne o Nynaeve habían hablado con ella, entonces era una buena cosa que estuviera a punto de marcharse. Sí, las tres por sí solas habrían sido más que suficiente, pero…

—Esto es ridículo —manifestó Merilille—. Nunca he oído hablar de un Engendro de la Sombra llamado gholam. ¿Alguna de vosotras lo ha oído? —Su pregunta iba dirigida a Adeleas, Vandene, Sareitha y Careane. Sentadas enfrente de Tylin, la fría serenidad Aes Sedai de las cinco conseguía que sus sillones de respaldo alto parecieran tronos.

Mat no entendía por qué Nynaeve y Elayne se limitaban a seguir sentadas como estatuas, también fríamente serenas, pero encastilladas en el más absoluto mutismo. Lo sabían, lo comprendían y, a saber por qué, Merilille y esa pandilla se hacían mieles con ellas ahora. Por otro lado, Mat Cauthon sólo era un patán de orejas velludas que necesitaba unas cuantas patadas, y desde Merilille hasta la última de ellas parecían más que dispuestas a dárselas.

—Lo vi —espetó—. Elayne lo vio. Reanne y las Mujeres Sabias lo vieron. ¡Preguntadle a cualquiera de ellas!

Agrupadas en un extremo de la estancia, Reanne y las cinco Mujeres Sabias supervivientes se encogieron como gallinas asustadas, temerosas de que les hicieran esa o cualquier otra pregunta. Es decir, todas menos Sumeko; la oronda mujer, con los pulgares metidos bajo el largo cinturón rojo, observaba ceñuda a las Aes Sedai, sacudía la cabeza, volvía a fruncir el entrecejo y luego sacudía la cabeza otra vez. Nynaeve había sostenido una conversación bastante extensa con ella en la intimidad de la cabina del bote, durante el viaje de vuelta, y Mat creía que tenía algo que ver con su nueva actitud. Había captado que mencionaban a las Aes Sedai más de una vez, aunque en ningún momento él había intentado escuchar a escondidas. Las demás parecían estar preguntándose si deberían ofrecerse para ir por té. Sólo Sumeko había dado la impresión de considerar la oferta de ocupar una silla. Sibella, agitando los flacos brazos por la impresión, casi se desmayó.