Mat miró a Nynaeve y a Elayne, aunque con escasa esperanza. Si hubieran abierto la boca este asunto habría acabado hacía rato; no obstante, se limitaron a devolverle la mirada y a practicar la máscara inexpresiva Aes Sedai hasta que las mandíbulas debieron de dolerles. No entendía su silencio. Un sucinto relato de lo acaecido en el Rahad era lo único que habían facilitado, y Mat habría apostado que ni siquiera habrían hecho la menor mención del Ajah Negro si hubiese habido otro modo de explicar que aparecieran en palacio con una Aes Sedai atada y escudada. A Ispan se la había confinado en otra parte del palacio y sólo un puñado de personas conocía su presencia allí. Nynaeve la había obligado a tragar alguna clase de brebaje, una mezcla de hierbas de olor repulsivo que había hecho que los ojos de la mujer se desorbitaran a medida que le bajaba por la garganta, y que se riera tontamente y, acto seguido, se tambaleara. A las restantes Mujeres Sabias las mandó que se quedaran en la habitación con ella como guardianas. Unas guardianas reacias pero muy aplicadas; Nynaeve había dejado extremadamente claro que, si dejaban que Ispan se escapara, más les valía echar a correr antes de que les pusiera las manos encima.
Mat puso gran empeño en no mirar hacia Birgitte, que se encontraba de pie junto a la puerta, con Aviendha. La Aiel llevaba un vestido ebudariano; no el de sencillo paño con el que había regresado a palacio, sino un traje de montar de seda gris que desentonaba con su cuchillo de puño de hueso y vaina sin adornos. Birgitte se había cambiado rápidamente el vestido por su habitual atuendo de chaqueta corta y pantalones amplios, en azul oscuro y verde oscuro. De su cadera colgaba una aljaba. Ella era la fuente de información sobre todo lo que Mat sabía acerca de los gholams —y de las cámaras estáticas— aparte de lo que había visto con sus propios ojos en el Rahad, pero no revelaría tal cosa ni aunque lo pusieran sobre una parrilla al rojo vivo.
—Una vez leí un libro que hablaba acerca de… —empezó, pero Renaile lo cortó.
—Un libro —se mofó—. No abandonaré la sal por un libro que las Aes Sedai no conocen.
De repente Mat cayó en la cuenta de que era el único varón presente en la estancia. Lan se había marchado por orden de Nynaeve, orden que obedeció tan sumisamente como Beslan la de su madre. Thom y Juilin habían ido a hacer el equipaje para el viaje y seguramente ya habrían acabado a esas alturas. Si es que servía para algo; si es que alguna vez se marchaban. El único hombre, y rodeado por un montón de mujeres que al parecer intentaban que se diese cabezazos contra la pared hasta que se le desparramaran los sesos por el suelo. No tenía sentido. Ni pizca. Seguían mirándolo, esperando.
Nynaeve, vestida de azul con rayas amarillas y remates de puntilla, se había echado la trenza hacia adelante, de manera que colgaba entre sus senos, pero aquel grueso sello de oro —el sello de Lan, ya se había enterado de ese detalle— permanecía colocado cuidadosamente para que no dejara de verse. Su semblante era sereno y sus manos reposaban sobre el regazo, pero a veces sus dedos se crispaban ligeramente. Elayne, con un vestido ebudariano de seda verde, que hacía parecer que Nynaeve iba tapada a pesar del cuello de encaje finísimo que le subía hasta la barbilla, le sostuvo la mirada con unos ojos que semejaban fríos estanques de un color azul profundo. También sus manos reposaban en el regazo, pero de vez en cuando empezaban a seguir el trazo del bordado con hilo de oro que adornaba la falda para, de inmediato, parar. ¿Por qué no decían nada? ¿Intentaban vengarse de él? ¿Era un simple caso de «Mat tiene muchas ganas de mandar; dejemos que vea hasta dónde puede llegar sin nosotras»? Eso lo habría creído de Nynaeve, en cualquier otro momento, pero no de Elayne, ya no. Entonces, ¿por qué?
Reanne y las Mujeres Sabias se mantenían apartadas de él del modo que lo hacían con las Aes Sedai, pero su actitud hacia él había cambiado. Tamarla le dedicó una inclinación de cabeza bastante respetuosa. La rubia Famelle llegó incluso a dedicarle una sonrisa amistosa. Y, cosa extraña, Reanne se sonrojó levemente. Pero, en realidad, no contaban como oposición. Las seis mujeres no habían pronunciado ni diez palabras motu proprio entre todas desde que entraron en la habitación. Todas ellas saltarían si Nynaeve o Elayne chascaran los dedos, y seguirían saltando hasta que les dijeran que pararan.
Se volvió hacia las otras Aes Sedai. Rostros infinitamente sosegados, infinitamente pacientes. Salvo… Los ojos de Merilille dirigieron una fugaz ojeada más allá de él, hacia Nynaeve y Elayne. Sareitha empezó a alisarse la falda lentamente bajo su escrutinio, al parecer sin ser consciente de lo que hacía. Una imprecisa sospecha empezó a aflorar en su mente: manos moviéndose sobre las faldas, el sonrojo de Reanne, la aljaba presta de Birgitte. Una sospecha velada, y no sabía exactamente de qué, sólo que había enfocado el asunto de manera equivocada. Le asestó a Nynaeve una mirada severa, y a Elayne otra más severa aún. La mantequilla no se habría fundido en sus malditas lenguas.
Lentamente, se dirigió hacia las mujeres de los Marinos. Sólo caminó, pero oyó un resoplido que parecía el de Merilille, y a Sareitha murmurar «¡qué insolencia!». De acuerdo, ahora les enseñaría lo que era insolencia. Si a Nynaeve y a Elayne no les gustaba, entonces tendrían que haberlo incluido en sus confidencias. Luz, cómo detestaba que lo utilizasen. Sobre todo cuando no sabía cómo ni por qué.
Se paró frente a la silla de Renaile y estudió los oscuros rostros de las Atha’an Miere que se encontraban detrás antes de bajar la vista hacia ella. La mujer frunció el entrecejo mientras acariciaba un cuchillo, con piedras de la luna engastadas, que llevaba metido en el fajín. Más que hermosa era atractiva, de mediana edad, y, en otras circunstancias, Mat habría disfrutado mirándose en sus grandes ojos, unos oscuros estanques en los que un hombre podría pasarse toda una tarde sumergido. En otras circunstancias. De algún modo, las mujeres de los Marinos eran la mosca en el cántaro de leche, y él no tenía la menor idea de cómo sacarla. Se las arregló para controlar su irritación, aunque apenas. ¿Qué infiernos tenía que hacer?
—Todas podéis encauzar, según creo —empezó sosegadamente—, pero eso no tiene la menor trascendencia en mi caso. —Mejor ir al grano desde el principio—. Podéis preguntarles a Adeleas o a Vandene cuánto me importa el hecho de que una mujer sea capaz de encauzar.
Renaile miró hacia Tylin, pero no fue a la reina a quien se dirigió:
—Nynaeve Sedai —dijo secamente—, creo que no se hizo mención alguna en vuestro trato de que tuviera que escuchar a este joven calafatín. Yo…
—Me importa una mierda tus tratos con nadie, hija de las arenas —espetó Mat. Vaya, no tenía tan controlada la irritación como había imaginado. Un hombre aguantaba hasta cierto límite.
A la espalda de la mujer hubo respingos y exclamaciones ahogadas. Más de un milenio atrás, una Atha’an Miere había llamado hijo de las arenas a un soldado esseniano justo un momento antes de intentar clavarle un cuchillo en las costillas; ahora el recuerdo se hallaba implantado en el cerebro de Mat Cauthon. No era el peor insulto entre los Marinos, pero no le andaba lejos. El rostro de Renaile se congestionó, los ojos le echaron chispas y, emitiendo un siseo, se incorporó velozmente con aquella daga incrustada de piedras de luna empuñada en la mano.
Mat se la arrebató antes de que la hoja llegara a su pecho y volvió a sentar a la mujer de un empellón. Thom tenía razón: sí que era rápido de reflejos. Y también seguía controlando el mal genio; por muchas mujeres que creyeran que podían hacerlo bailar como una marioneta, podía controlarlo.