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—Recuerda la tormenta, Mat. Estallará muy pronto; lo sé. Ten cuidado, Mat Cauthon, ¿me has oído? Tylin tiene las indicaciones para llegar a la granja, cuando regreses con Olver.

Él asintió y se marchó a toda prisa; los dados en la cabeza parecían ecos del taconeo de sus botas. ¿Era durante la búsqueda cuando se suponía que debía tener cuidado o mientras Tylin le daba la dirección de la granja? Nynaeve y su Escuchar el Viento. ¿Acaso pensaba que un poco de lluvia iba a derretirlo? Porque, ahora que lo pensaba, una vez hubiesen utilizado el Cuenco de los Vientos volvería a llover. Parecía que habían pasado años sin que cayera una gota. Algo le rondó por la cabeza con respecto al tiempo y a Elayne, cosa que no tenía sentido, pero se desentendió de ello. Las cosas, de una en una, y lo más importante en ese momento era Olver.

Los hombres esperaban en la larga estancia de los Brazos Rojos, cerca de los establos, todos de pie excepto Vanin, quien yacía despatarrado en una de las camas, con las manos enlazadas sobre el orondo vientre. Vanin decía que un hombre debía descansar cuando tenía ocasión de hacerlo. Sin embargo, bajó los pies al suelo y se levantó en cuanto Mat entró. Estaba tan encariñado con Olver como los demás; lo único que Mat temía era que empezara a enseñar al chico cómo robar caballos y a cazar faisanes furtivamente. Siete pares de ojos se clavaron en él con fijeza.

—Riselle dijo que Olver llevaba puesta la chaqueta roja —les explicó—. A veces regala la ropa, pero si veis a cualquier golfillo de la calle con una buena chaqueta de ese color, probablemente sabrá dónde se encuentra Olver. Que cada uno vaya en una dirección, empezando desde Mol Hara y trazando espirales, e intentad volver dentro de una hora más o menos. Esperad hasta que todo el mundo haya regresado antes de reanudar la búsqueda, para que así, si alguien da con él, los demás no sigamos buscando hasta mañana. ¿Habéis entendido?

Los hombres asintieron. A veces esos hombres lo sorprendían. El larguirucho Thom, con su pelo y su bigote blancos, que en otro tiempo había sido amante de una reina, y mucho más de buen grado que él mismo, por no mencionar que fue algo más que un amante, si se daba crédito a lo que decía. Harnan, con su mandíbula cuadrada y su tatuaje en la mejilla, y alguno más en otros sitios, que había sido soldado toda su vida. Juilin, con su vara de bambú y su quiebra espadas a la cadera, que se consideraba tan bueno como cualquier lord, aunque la idea de llevar espada todavía lo hacía sentirse incómodo, y el gordo Vanin, que hacía que Juilin pareciese un lameculos en comparación. El flaco Fergin; Gorderan, con unos hombros casi tan anchos como los de Perrin, y Metwyn, cuyo rostro de tez pálida todavía parecía el de un muchacho a pesar de ser varios años mayor que él. Algunos seguían a Mat Cauthon porque creían que era afortunado, porque su suerte podría mantenerlos con vida cuando las armas se desenvainaban, y otros por razones que todavía Mat no tenía muy claras; pero lo seguían. Ni siquiera Thom había discutido una orden suya. Quizá lo ocurrido con Renaile había sido algo más que suerte. Tal vez, ser ta’veren influía en algo más que en meterlo en jaleos. De repente se sintió… responsable de aquellos hombres. Fue una sensación incómoda. La responsabilidad y Mat Cauthon no iban de la mano; no era natural.

—Cuidaos y no bajéis la guardia —advirtió—. Ya sabéis lo que hay ahí fuera. Y se aproxima una tormenta. —Vaya, ¿por qué demonios había dicho eso?—. Vamos, moveos. Estamos desperdiciando la luz del día.

El viento seguía soplando con fuerza y arrastraba polvo en la plaza de Mol Hara, con su estatua de una reina muerta mucho tiempo antes situada encima de la fuente, pero no había otra señal que anunciara una tormenta. La tal Nariene había tenido fama de honesta, aunque no tanto como para ser representada con el torso completamente desnudo. El sol de la tarde brillaba en lo alto de un cielo despejado, sin rastro de nubes, pero la gente se movía por la plaza tan deprisa como en las horas frescas de la mañana. Esa templanza había desaparecido ya, a pesar del viento, y bajo sus botas los adoquines parecían una parrilla.

Tras echar una ojeada a La Mujer Errante, al otro lado de la plaza, Mat se encaminó hacia el río. Cuando estaban en la posada, Olver no había salido con los golfillos de la calle ni la mitad de las veces que ahora; se había sentido más que conforme con comerse con los ojos a las camareras y a las hijas de Setalle Anan. Menudo acierto el de los dados induciéndolo a trasladarse a palacio. Todo lo que había hecho desde que dejó la posada —todo lo que había querido hacer, se corrigió al pensar en Tylin y sus ojos, y sus manos—, cualquiera de esas cosas habría podido llevarla a cabo de igual forma sin necesidad de trasladarse. Los dados rodaban ahora, y Mat deseó que desaparecieran de su cabeza de una vez por todas.

Intentó avanzar a buen paso, adelantando por los lados a los lentos carros y carretas con impaciencia, maldiciendo a los lacados palanquines y carruajes que casi lo arrollaron, en todo momento ojo avizor a una chaqueta roja de niño, pero el ajetreo de las calles lo frenaba al tener que avanzar en zigzag. Pensándolo bien, ello era conveniente; no tenía sentido pasar por alto al chico a causa de la prisa. Deseando haber cogido a Puntos de los establos de palacio, miró a la multitud que pasaba a su lado con el entrecejo fruncido; un hombre a lomos de un caballo no habría avanzado más rápido entre el gentío, pero sí habría alcanzado a ver más lejos. Claro que, hacer preguntas desde una silla de montar habría resultado muy incómodo; de hecho, eran pocos los que iban a caballo por la ciudad, y había gente que tendía a rehuir a cualquiera que fuera montado.

Siempre la misma pregunta; la primera vez que la hizo fue en un puente, nada más dejar atrás Mol Hara, a un tipo que vendía manzanas asadas con miel en una bandeja que llevaba colgada de una correa al cuello. A Olver le gustaban los dulces.

—¿Has visto a un chico, de esta estatura más o menos, con una chaqueta roja?

—¿Un chico, milord? —dijo el tipo, casi escupiendo las palabras entre los contados dientes que le quedaban—. Chicos he visto a cientos, pero no recuerdo una chaqueta roja. ¿Le gustaría a milord una manzana o dos? —Cogió un par con los huesudos dedos y se las tendió a Mat; por el modo en que cedían a la presión de sus dedos, estaban más pasadas de lo que podría justificar el asado—. ¿Se ha enterado milord de los disturbios callejeros?

—No —replicó secamente Mat, que siguió avanzando. Al otro lado del puente paró a una mujer metida en carnes, con una bandeja de cintas. Olver no sentía interés alguno por las cintas, pero seguro que le habrían llamado la atención las enaguas rojas que asomaban bajo la falda recogida con puntadas hasta casi la cintura de la mujer, así como el escote del corpiño que dejaba a la vista parte de un busto muy semejante al de Riselle—. ¿Has visto a un chico…?

La mujer también le comentó lo de los disturbios, al igual que la mitad de las personas a las que preguntó. Sospechaba que ese rumor había empezado con los acontecimientos ocurridos en cierta casa del Rahad, aquella misma mañana. La conductora de una carreta, con el largo látigo enrollado al cuello, le dijo incluso que el tumulto había sido al otro lado del río, después de responder que nunca se fijaba en los chicos a menos que se metieran debajo de las patas de sus mulas. Un tipo de cara cuadrada que vendía panales de miel —unos panales de aspecto increíblemente seco— afirmó que los disturbios habían sucedido cerca del faro del final de la calzada de la Bahía, en la Punta Oeste de la boca del estuario, un lugar tan poco probable para ser escenario de una asonada como el centro de la propia bahía. Si uno prestaba oídos, en una ciudad siempre había cientos de rumores, y Mat, al parecer, estaba abocado a escuchar fragmentos de todos ellos. Una de las mujeres más preciosas que había visto en su vida, a la cual encontró en la puerta de una taberna —Maylin era camarera de El Borrego Viejo, pero en apariencia su única ocupación era estar de pie en la puerta para atraer clientes, objetivo que ciertamente conseguía—, le dijo que esa mañana se había producido una batalla, en las colinas Cordese, al oeste de la ciudad, creía, o quizás en las colinas Rhannor, al otro lado de la bahía. O puede que en… Verdaderamente guapa, la tal Maylin, pero con muy pocas luces; seguro que Olver se habría pasado horas contemplándola, siempre y cuando la chica no abriese la boca. Sin embargo, no recordaba haber visto a un chico con una chaqueta… ¿De qué color había dicho? Le hablaron de tumultos y batallas, de tantas y tantas cosas raras vistas en el cielo o en las colinas como para poder poblar la Llaga con ellas. Oyó que el Dragón Renacido iba a descender sobre la ciudad en cualquier momento, acompañado por miles de hombres capaces de encauzar; que los Aiel se aproximaban; que venía un ejército de Aes Sedai; no, era un ejército de Capas Blancas; que Pedron Niall había muerto y que los Hijos se proponían vengarlo, aunque, por qué hacerlo en Ebou Dar no estaba muy claro. Cualquiera habría pensado que la ciudad se encontraría sumida en el pánico con todas esas historias rondando por las calles, pero lo cierto era que, incluso los que contaban el rumor, generalmente sólo lo creían a medias. Es decir, que le hablaron de todo tipo de estupideces, pero ni una palabra sobre el chico de chaqueta roja.