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Sus ojos buscaron a Therava con ansiedad, pero la mayoría de las aproximadamente setenta Sabias se encontraban agrupadas, mirando algo más arriba de la vertiente y le tapaban la vista. Parecía haber un murmullo de voces en la parte anterior del grupo. Quizá las Sabias deliberaban sobre algo. Las Sabias. Habían sido brutalmente eficaces enseñándole el tratamiento correcto, y en ningún momento llamarlas Aiel simplemente, y menos aún espontáneas. Por mucho que quiso ocultarlo, habían percibido su desprecio. Claro que una no tenía que intentar ocultar aquello que le han extirpado a sangre y fuego.

En su mayoría, las Sabias miraban en aquella dirección, pero no todas. El brillo del saidar envolvía a una joven bonita, de cabello rojo, con una boca de trazos delicados, que vigilaba atentamente a Galina con sus grandes ojos azules. Tal vez para demostrar su propio desprecio, habían escogido a la más débil de todas ellas para que la mantuviese escudada esa mañana. Micara no era realmente débil en el Poder —ninguna de ellas lo era—, pero con toda su habilidad, a Galina no le habría costado mucho esfuerzo romper su escudo. Un músculo de la mejilla se contrajo convulsivamente sin que pudiera controlarlo; siempre le pasaba cuando se planteaba otro intento de huida. El primero había acabado bastante mal, pero el segundo… Se estremeció y luchó para no romper a llorar otra vez. No podía intentarlo de nuevo hasta estar segura del éxito. Muy segura. Absolutamente segura.

El nutrido grupo de Sabias se apartó y sus miradas siguieron a Therava mientras la mujer de rostro de halcón se dirigía hacia Galina. Jadeando repentinamente otra vez, con aprensión, la Aes Sedai intentó ponerse de pie. Maniatada y con los músculos tan flojos como si fuesen de gelatina, sólo había conseguido ponerse de rodillas cuando Therava se inclinó sobre ella, los collares de marfil y oro tintineando suavemente; la Sabia agarró a Galina por el pelo y la obligó a echar la cabeza hacia atrás con brusquedad. Más alta que la mayoría de los hombres, Therava hacía aquello incluso cuando Galina se encontraba de pie, doblándole dolorosamente el cuello para que la mirara a la cara. En cierto sentido, Therava era más fuerte que ella en el Poder, cosa que pocas mujeres podían decir, pero no era eso lo que hacía temblar a Galina. Los fríos ojos azules se clavaron en los suyos y la inmovilizaron con más firmeza que su mano; parecieron desnudar su alma con la misma facilidad con la que la manejaba. Todavía no había suplicado, ni siquiera cuando la obligaban a caminar el día entero sin darle apenas unas gotas de agua, ni cuando la forzaban a mantener el ritmo mientras ellos corrían durante horas, ni cuando sus varazos la hacían aullar de dolor. Era el semblante cruel de Therava, contemplándola impasible, el que la hacía desear suplicar. A veces se despertaba sollozando por la noche —que la pasaba atada en aspa a las cuatro estacas clavadas en el suelo— del sueño en el que pasaba toda la vida en poder de Therava.

—Ya está al borde del colapso —dijo la Sabia con una voz dura como la piedra—. Dadle agua y llevadla.

Giró sobre sus talones mientras se ajustaba el chal y se olvidó de Galina Casban hasta que fuera necesario acordarse de ella otra vez; para Therava, la Aes Sedai era menos importante que un perro callejero.

Galina no intentó levantarse; ya le habían «dado de beber» suficientes veces a estas alturas para saber lo que tenía que hacer; era el único modo en que le dejaban beber. Ansiando el agua, no se resistió cuando una corpulenta Doncella la agarró por el cabello como Therava y le echó la cabeza hacia atrás. Ella se limitó a abrir la boca cuanto le fue posible. Otra Doncella, que tenía una cicatriz fruncida a través de la mejilla y la nariz, inclinó un odre y vertió lentamente un chorrito en la boca expectante de Galina. El agua estaba caliente; le pareció deliciosa. Tragó con movimientos convulsos, torpemente, manteniendo abierta la boca. Además de desear beber toda el agua posible, ansiaba mover la cara bajo aquel minúsculo chorrillo para que le humedeciera las mejillas y la frente, pero mantuvo la cabeza inmóvil a fin de que cada gota llegara a su garganta. Derramar agua era motivo para que le dieran otra paliza; la habían azotado, a pocos pasos de un arroyo de seis metros de anchura, por haber vertido un buche por las mejillas.

Cuando le retiraron el odre, la Doncella corpulenta la levantó bruscamente tirando de los brazos atados. Galina gimió. Las Sabias se recogían las faldas y las sujetaban en los brazos, dejando las piernas al aire, bastante más arriba de donde les llegaban las altas y flexibles botas. No podían empezar a correr otra vez. No en aquellas montañas.

Las Sabias trotaron con igual facilidad que en terreno llano. Una Doncella, a la que no vio por estar a su espalda, le dio con una vara en la parte posterior de los muslos y la Aes Sedai inició algo parecido a un trote, tambaleándose, medio arrastrada por la corpulenta Doncella. Cada vez que le flojeaban las piernas, la vara le atizaba en los muslos. Si el ritmo de marcha se prolongaba el resto del día, harían turnos, una Doncella manejando la vara y otra tirando de ella. Galina corrió, subiendo trabajosamente las cuestas y resbalando en las bajadas. Un felino de montaña, semejante a un puma pero con franjas pardas en el pelo leonado y más pesado que un hombre, les rugió desde una rocosa cornisa; era una hembra, ya que no tenía los mechones de las orejas y los carrillos. Galina deseó gritarle que huyera, que escapara antes de que Therava la atrapara. Los Aiel pasaron corriendo ante el encrespado animal sin prestarle atención, y Galina lloró de envidia por la libertad del felino.

Al final acabarían rescatándola, por supuesto; lo sabía. La Torre no permitiría que una hermana estuviera en cautividad. Elaida no dejaría que tuvieran prisionera a una Roja. Sin duda, Alviarin enviaría a alguien en su rescate. Cualquiera, con tal de que la salvaran de esos monstruos, en especial de Therava. Prometería cualquier cosa por esa liberación; incluso cumpliría esas promesas. Galina había sido eximida de los Tres Juramentos al unirse al Ajah Negro, reemplazándolos por un nuevo trino, pero en ese momento realmente creía que mantendría su palabra si eso era el precio de su rescate. Cualquier promesa, a cualquiera que la salvara. Incluso a un hombre.

Para cuando las tiendas bajas aparecieron a la vista, confundiéndose en las laderas arboladas con tanta eficacia como el felino había hecho merced a sus oscuros colores, eran dos Doncellas las que sostenían a Galina y tiraban de ella. Los gritos se alzaron por doquier, gritos jubilosos de bienvenida, pero Galina fue arrastrada en pos de las Sabias, más hacia dentro del campamento, todavía corriendo y tropezando.

Sin previo aviso, las manos la soltaron y ella cayó de bruces al suelo y se quedó tendida allí, con la nariz metida en el polvo y las hojas secas, respirando por la boca. Tosió al entrarle un trozo de hoja, pero se sentía demasiado débil para girar la cabeza. La sangre le martilleaba en los oídos, pero las voces llegaron a su mente y poco a poco las palabras empezaron a cobrar sentido.

—… habéis tardado, Therava —decía una voz familiar de mujer—. Nueve días. Nosotros regresamos hace mucho.

¿Nueve días? Galina sacudió la cabeza, de manera que se arañó la cara con el suelo. Desde que los Aiel habían matado a su caballo, su mente había reducido los días a una mezcolanza de sed, carreras y palizas, pero sin duda tenía que haber pasado más tiempo. Semanas, a buen seguro. Un mes o más.

—Traedla —dijo la conocida voz con impaciencia.

Unas manos la levantaron sin miramientos y la empujaron hacia adelante, obligándola a inclinarse para pasar bajo el borde de una tienda que tenía los laterales levantados todo en derredor. La arrojaron sobre unas alfombras superpuestas, el borde de un complejo dibujo teariano, en rojo y azul, montado sobre el de unas flores de colores chillones que había debajo de su nariz. No sin dificultad, levantó la cabeza.