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Al principio sólo vio a Sevanna, sentada en un gran cojín amarillo adornado con borlas, ante ella. Sevanna, con su cabello semejante a oro hilado y sus claros ojos esmeralda. La traidora Sevanna, que le había prometido desviar la atención de ellas atacando Cairhien, y que después había faltado a su palabra al intentar liberar a al’Thor. Sevanna, quien, al menos, podría arrancarla de las garras de Therava.

Se esforzó para ponerse de rodillas y, por primera vez, advirtió que había más gente en la tienda. Therava estaba sentada en un cojín, a la derecha de Sevanna y a la cabeza de un semicírculo de Sabias, catorce mujeres capaces de encauzar, aunque Micara, que seguía manteniéndola escudada, se encontraba al final de la hilera de pie, en lugar de sentada. La mitad de ellas había formado parte del grupo de Sabias que la habían capturado con tan insultante facilidad. Jamás volvería a ser tan descuidada con las Sabias; nunca jamás. Hombres y mujeres de estatura baja y vestidos con ropas blancas se movían detrás de las Sabias, ofreciendo en silencio bandejas de oro o plata con pequeñas copas; otros hacían lo mismo en el lado opuesto de la tienda, donde una mujer canosa, con el atuendo Aiel de chaqueta y pantalones pardos, estaba sentada a la izquierda de Sevanna y a la cabeza de otro semicírculo, éste formado por doce varones Aiel de rostros pétreos. Hombres. Y ella no llevaba encima nada excepto la ropa interior, llena de jirones y con grandes agujeros en algunos sitios. Galina apretó los dientes a fin de ahogar un grito y se obligó a erguir la espalda para no seguir el impulso de escabullirse entre las alfombras y esconderse de las miradas de aquellos ojos masculinos.

—Por lo visto las Aes Sedai pueden mentir —dijo Sevanna, y Galina palideció. Esa mujer no podía saberlo; imposible—. Hiciste promesas, Galina Casban, y las rompiste. ¿Creías que podíais matar a una Sabia y luego escapar impunemente de nuestras lanzas?

Por un instante, el alivio paralizó la lengua de Galina. Sevanna no sabía nada del Ajah Negro. Si no hubiese abandonado la Luz tanto tiempo atrás, le habría dado las gracias. Además del alivio, también una chispa de indignación la dejó momentáneamente muda. ¿Atacaban a las Aes Sedai y se enfadaban porque algunas de ellas murieran? Su rabia no pasó de aquella minúscula chispa. Después de todo, ¿qué importancia tenía la versión tergiversada de los hechos que hacía Sevanna al lado de días de palizas y los ojos de Therava? Lo absurdo de la situación provocó que una risa quebrada, ronca, subiera por su garganta. Y qué seca la tenía.

—Dad gracias de que sigáis vivas algunas de vosotras —respondió como pudo entre risas—. Todavía estáis a tiempo de rectificar vuestros errores, Sevanna. —Con gran esfuerzo contuvo las carcajadas antes de que éstas se tornaran en sollozos. Justo a tiempo—. Cuando regrese a la Torre Blanca, no me olvidaré de las que me hayan ayudado, incluso ahora.

Habría añadido: «y tampoco de las que hagan lo contrario», pero la mirada impasible de Therava hizo que el miedo le atenazara el estómago. Por lo que sabía, Therava aún podía tener carta blanca para hacer lo que quisiera con ella. Debía de haber un modo de inducir a Sevanna a que… la tomara a su cargo. Llegar a tales extremos resultaba mortificante, pero cualquier cosa era mejor que Therava. Sevanna era ambiciosa y codiciosa. Aunque su mirada ceñuda estaba prendida en Galina, sus ojos pasaron de refilón sobre una de sus manos y dirigió una sonrisa breve y complacida a los anillos de esmeraldas y gotas de fuego que adornaban sus dedos. Casi la mitad de ellos lucían anillos, y collares de perlas, rubíes y diamantes dignos de cualquier reina reposaban sobre sus generosos senos. No se podía confiar en Sevanna, pero tal vez sí se la podía comprar. Por el contrario, Therava era como una fuerza de la naturaleza; sería como intentar sobornar a una riada o a una avalancha.

—Confío en que hagas lo correcto, Sevanna —terminó—. Las recompensas por la amistad con la Torre Blanca son grandes.

Durante unos instantes muy largos reinó un profundo silencio, roto sólo por el frufrú de las túnicas blancas de los criados al moverse de aquí para allí.

—Eres da’tsang —dijo Sevanna.

Galina parpadeó. ¿Que era un ser «abyecto»? Desde luego, habían demostrado de manera fehaciente su desdén, pero ¿a qué venía…?

—Eres da’tsang —entonó una Sabia carirredonda a la que no conocía.

—Eres da’tsang —repitió una mujer un palmo más alta que Therava.

El rostro de halcón de Therava era tan impasible que habría pasado por una talla de madera, pero sus ojos, fijos en Galina, centellearon con un brillo acusador. La Aes Sedai se quedó clavada en el sitio, incapaz de mover un músculo, cual un pájaro hipnotizado que ve cómo la serpiente se desliza hacia él. Nadie la había hecho sentirse así nunca. Nadie. Abyecto ruin.

—Tres Sabias han hablado. —La sonrisa satisfecha de Sevanna fue casi bienvenida.

El gesto de Therava no podía ser más severo. A la mujer no le gustaba lo que quiera que hubiese pasado. Porque había pasado algo, aunque Galina no sabía qué. Excepto que, al parecer, la habían librado de Therava, y para ella eso era más que suficiente por el momento.

Cuando las Doncellas le cortaron las ataduras y le metieron una túnica de paño negro, se sintió tan agradecida que casi no le importó que antes la despojaran de los andrajos restantes de su ropa interior delante de aquellos hombres de ojos gélidos. La tosca lana daba calor y picaba, además de hacer que le escocieran los verdugones, pero ella la recibió como si fuera seda. A pesar de que Micara seguía teniéndola escudada, sintió ganas de reír cuando las Doncellas la condujeron fuera de la tienda. No pasó mucho antes de que ese deseo se desvaneciera por completo. No tardó mucho en empezar a preguntarse si ponerse de rodillas ante Sevanna serviría de algo. Lo habría hecho, de haber podido llegar hasta la mujer, sólo que Micara le dejó muy claro que no iba a ninguna parte a no ser que se lo mandaran ni hablaría con nadie a menos que se lo ordenaran.

Cruzada de brazos, Sevanna observó cómo la Aes Sedai, la da’tsang, bajaba por la ladera, tambaleándose, y se paraba junto a una Doncella puesta en cuclillas que empuñaba una vara, para soltar la piedra con forma de cráneo que había transportado en sus manos. La negra capucha se volvió hacia ella un instante, pero la da’tsang se agachó prestamente para recoger otra piedra grande y volver a subir trabajosamente los cincuenta pasos hasta donde esperaba Micara con otra Doncella. Allí se detuvo, soltó la piedra, cogió otra, y empezó a bajar de nuevo. A los da’tsang se los humillaba siempre con trabajos inútiles; a menos que hubiese una necesidad imperiosa, a la mujer no se le permitiría siquiera llevar una copa de agua, pero el trabajo infructuoso y sin descanso llenaría sus horas hasta que reventara de vergüenza. Al sol le faltaba aún un buen trecho para alcanzar el cenit, y había muchos días por delante.

—No creía que se condenara a sí misma con sus propias palabras —comentó Rhiale junto al hombro de Sevanna—. Efalin y las otras están convencidas de que ha admitido abiertamente haber matado a Desaine.

—Ella me pertenece, Sevanna. —Las mandíbulas de Therava se tensaron. Podría haber tomado a la mujer, pero los da’tsang no pertenecían a nadie—. Me proponía ponerle las ropas blancas de gai’shain —rezongó—. ¿Cuál es el propósito de todo esto, Sevanna? Esperaba tener que oponerme a que le cortaran el cuello, pero no esto.

Rhiale ladeó la cabeza y miró de soslayo a Sevanna.

—Sevanna se propone quebrantarla. Hemos sostenido largas charlas sobre lo que haríamos si capturábamos a una Aes Sedai. Sevanna quería una Aes Sedai domada, con las ropas blancas y sirviéndola, pero una Aes Sedai de negro servirá igual.