—¡Ah! ¿No os lo he dicho? —La sonrisa de Caddar no era en absoluto agradable—. Por lo visto, al’Thor también ha vinculado a él a algunas Aes Sedai, y éstas les han enseñado a las Sabias cómo Viajar sin una nar’baha, al menos en distancias cortas. Treinta o cuarenta kilómetros. Un descubrimiento reciente, parecer ser. Podrían encontrarse aquí… bueno, hoy mismo. Los cuatro clanes.
A lo mejor mentía, pero el riesgo… Sevanna imaginaba demasiado bien lo que sería caer en manos de Sorilea. Sin un escalofrío, envió a Rhiale a informar a las demás Sabias; su voz no dejó entrever su estado de ánimo.
Caddar sacó del saco un cubo gris de piedra, más pequeño que la caja comunicadora que Sevanna había utilizado para llamarlo, y también mucho más sencillo y sin marcas, salvo un disco de color rojo intenso en una de sus caras.
—Esto es una nar’baha —dijo—. Funciona con saidin, de modo que ninguna de vosotras verá nada, y tiene sus limitaciones. Si una mujer la toca, después no funcionará durante varios días, de manera que tendré que entregarlas yo personalmente. Y también tiene otros condicionantes. Una vez abierto, el acceso permanecerá así durante un plazo fijo, suficiente para que unos pocos miles lo crucen si no pierden tiempo, y después la nar’baha necesita tres días para recuperar su función. Tengo bastantes de más para que nos lleven donde necesitamos ir hoy, pero…
Therava lo escuchaba con gran interés, tan inclinada hacia adelante que parecía a punto de caer de bruces, pero Sevanna apenas le prestó atención. No desconfiaba de Caddar; el hombre no se atrevería a traicionarlos mientras ansiara el oro que los Shaido le darían, pero había pequeños detalles. Por ejemplo, Maisia parecía estudiarlo por encima de su taza de té. ¿Por qué? Y si era necesario darse tanta prisa, ¿por qué no había urgencia en su voz? No los traicionaría, pero, aun así, tomaría precauciones.
Maeric contempló ceñudo el cubo de piedra que el habitante de las tierras húmedas le había dado y luego sus ojos fueron hacia el… agujero… que había aparecido cuando apretó el punto rojo, un agujero en el aire, de cinco pasos de ancho por tres de altura. Al otro lado se veía un terreno ondulado de colinas nada bajas, cubiertas con hierba reseca. No le gustaba que las cosas se hiciesen con el Poder, sobre todo con la parte masculina de él. Sevanna cruzó otro agujero, más pequeño, junto al hombre de las tierras húmedas y una mujer de tez oscura, seguidos por las Sabias que Sevanna y Rhiale habían elegido. Sólo un puñado de Sabias se quedaría con los Shaido Moshaine. A través de aquel segundo agujero veía a Sevanna hablando con Bendhuin. También el septiar Sales Verdes se encontraría con muy pocas Sabias; a Maeric no le cabía la menor duda.
—Esposo —murmuró Dyrele mientras posaba la mano en su brazo—, Sevanna dijo que sólo permanecería abierto un corto lapso de tiempo.
Maeric asintió. Dyrele siempre iba directa al grano. Se subió el velo, echó a correr y saltó a través del agujero que había abierto. Dijeran lo que dijeran Sevanna y el hombre de las tierras húmedas, no enviaría a sus Moshaine a través de la abertura antes de comprobar si era seguro.
Cayó pesadamente sobre una vertiente cubierta de hojas muertas y faltó poco para que rodara colina abajo antes de recobrar el equilibrio. Durante un instante contempló ferozmente el agujero. A este lado quedaba suspendido en el aire a casi dos palmos del suelo.
—¡Esposa! —gritó—. ¡Hay un desnivel!
Ojos Negros saltaron a través del agujero, velados y prestas las lanzas, así como también Doncellas. Intentar impedir que las Doncellas se encontraran entre los primeros tendría el mismo resultado que intentar beber arena. Los restantes Moshaine pasaron rápidamente a continuación, algai’d’siswai, esposas e hijos, saltando por el aire, artesanos y comerciantes y gai’shain, la mayoría tirando de caballos y mulas muy cargados, en total casi seis mil personas. Su septiar, su gente. Lo seguiría siendo una vez que entrara en Rhuidean; Sevanna no podía retrasar mucho más que se convirtiera en jefe de clan.
Los exploradores se dispersaron rápidamente, mientras el septiar seguía pasando a través de la abertura. Maeric se bajó el velo e impartió órdenes en voz alta que desplazaron una línea defensiva de algai’d’siswai hacia las crestas de las colinas circundantes mientras todos los demás permanecían escondidos al pie de las laderas. A saber qué o a quiénes encontrarían al otro lado de esas colinas. Tierras ricas, según el hombre de las tierras húmedas, pero a él no le parecía rica la zona en que se encontraban.
A la gente de su septiar le siguió un río de algai’d’siswai en los que no confiaba realmente, hombres que habían abandonado sus propios clanes porque no creían que Rand al’Thor fuera el Car’a’carn. Maeric no estaba seguro de lo que creía él mismo, pero un hombre no dejaba su septiar y su clan. Esos hombres se llamaban a sí mismo Mera’din, los Sin Hermanos, un nombre muy adecuado, y tenía doscient…
El agujero se cerró bruscamente formando una línea vertical y plateada que partió a diez de los Sin Hermanos que lo cruzaban en ese momento. Trozos de los cuerpos, brazos, piernas, cayeron rodando por la cuesta. La mitad delantera de un hombre se deslizó casi a los pies de Maeric.
Con la vista prendida en el lugar donde había estado el agujero, el Aiel apretó el punto rojo con el pulgar. Era inútil, lo sabía, pero… Darin, su hijo mayor, era uno de los Soldados de Piedra que formaban la retaguardia de la marcha. Habrían sido los últimos en pasar, y Suraile, su hija mayor, se había quedado junto al Soldado de Piedra por quien estaba pensando renunciar a la lanza.
Sus ojos se encontraron con los de Dyrele, tan verdes y bellos como el día en que le puso la guirnalda a los pies, y lo amenazó con degollarlo si no la recogía.
—Podemos esperar —musitó él. El hombre de las tierras húmedas había dicho tres días, pero tal vez se equivocaba. Su pulgar apretó de nuevo el punto rojo. Dyrele asintió tranquilamente; Maeric esperaba que no hubiera necesidad de llorar uno en brazos del otro una vez que pudieran quedarse solos.
Una Doncella se acercó deslizándose cuesta abajo mientras se bajaba el velo; de hecho, respiraba de manera entrecortada.
—Maeric —informó Naeise, sin esperar siquiera a que él la viera—, hay lanzas hacia el este, sólo a unos pocos kilómetros de distancia, y vienen corriendo directamente hacia nosotros. Creo que son Reyn, unos siete u ocho mil como poco.
Vio que otros algai’d’siswai corrían hacia él. Un joven Hermano del Águila, Cairdin, frenó tan repentinamente que patinó en el suelo y habló tan pronto como Maeric reparó en él.
—Te veo, Maeric. Hay lanzas a unos ocho kilómetros al norte, así como habitantes de las tierras húmedas a caballo. Puede que unos diez mil de cada grupo. No creo que ninguno de nosotros despuntara la cresta, pero algunas lanzas han girado hacia aquí.
Maeric sabía lo que iba a oír antes de que un veterano Buscador de Agua, de nombre Laerad, abriese la boca.
—Vienen lanzas sobre la colina, unos cinco o seis kilómetros al sur. Ocho mil o más, y algunos de ellos vieron a uno de los chicos.
Laerad no malgastaba saliva y nunca diría quién era ese chico, que, a decir verdad, podía tratarse de cualquiera que no peinara canas desde el punto de vista de Laerad. No había tiempo que perder, y Maeric lo sabía.
—¡Hamal! —gritó. Tampoco podía perderse tiempo dando el trato debido al herrero.
El hombretón supo que algo iba mal y subió corriendo la ladera, moviéndose más deprisa de lo que había hecho desde que cogió el martillo por primera vez. Maeric le tendió el cubo de piedra.
—Tienes que apretar el punto rojo y seguir presionando, ocurra lo que ocurra y tarde lo que tarde en abrirse ese agujero. Es la única vía de escape que tiene cualquiera de vosotros.