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Descalzo, se volvió hacia los demás mientras se ataba las lazadas de la camisa. Min seguía sentada en la cama, cruzada de piernas; llevaba unas polainas verdes muy ajustadas. A juzgar por su expresión, no había decidido aún si mostrar aprobación o frustración.

—He de hablar con Dashiva y los otros Asha’man —anunció Rand—. A solas.

Min se bajó del lecho y corrió a abrazarlo. No con fuerza; tuvo mucho cuidado con su costado vendado.

—He esperado demasiado tiempo a verte despierto de nuevo —dijo mientras deslizaba un brazo en torno a su cintura—. Necesito estar contigo. —Su voz sólo denotó una mínima inflexión de énfasis; debía de haber visto algunas imágenes. O tal vez sólo quería ayudarlo a sostenerse sobre sus flojas piernas; aquel brazo parecía ofrecer apoyo. En cualquier caso, Rand asintió; no se sentía tan estable como pretendía. Le puso una mano en el hombro; de pronto comprendió que tampoco quería que los Asha’man supieran lo débil que estaba, no sólo Cadsuane o Amys.

Bera y Kiruna hicieron una reverencia a regañadientes y se encaminaron hacia la puerta, aunque después vacilaron al ver que Amys no se movía de su sitio.

—De acuerdo, siempre y cuando no intentes abandonar este cuarto —dijo la Sabia, como si no hablara al Car’a’carn.

—¿Te parece que pienso ir a alguna parte? —inquirió mientras levantaba uno de los pies descalzos.

Amys resopló, pero, tras echar una ojeada a Adley, se reunió con Bera y Kiruna y las tres salieron.

Cadsuane y las otras dos Aes Sedai sólo tardaron un instante más en marcharse. La canosa Verde también dirigió una mirada a Adley. No parecía ser un secreto que el hombre había estado ausente de Cairhien varios días. Ya en la puerta, se detuvo.

—No hagas ninguna tontería, muchacho. —Hablaba como una tía severa llamando al orden a un sobrino tarambana sin albergar demasiadas esperanzas de que le hiciera caso.

Samitsu y Corele la siguieron al pasillo, repartiendo miradas ceñudas entre él y los Asha’man. Mientras la puerta se cerraba tras ellas, Dashiva soltó una risita al tiempo que sacudía la cabeza; de hecho parecía regocijado.

Rand se apartó de Min para recoger sus botas, que tenía junto al armario, y sacó un par de calcetines del interior del mueble.

—Me reuniré con vosotros en la antesala tan pronto como me haya calzado, Dashiva.

El Asha’man de rasgos toscos dio un respingo. Había estado observando a Adley con el entrecejo fruncido.

—Como ordenéis, milord Dragón —repuso mientras se llevaba el puño al pecho en el saludo de rigor.

Rand esperó a que los cuatro hombres hubieran salido para sentarse en una silla con una sensación de alivio, y empezó a ponerse los calcetines. No le cabía duda de que sus piernas habían cobrado fuerza sólo por levantarse y moverlas. No obstante, seguían sin sostenerlo muy bien.

—¿Estás seguro de que esto es una buena idea? —preguntó Min, arrodillándose junto a la silla; Rand la miró con sobresalto. Si hubiera hablado en sueños durante los dos últimos días, las Aes Sedai lo habrían sabido. Amys habría hecho que Enaila y Somera y cincuenta Doncellas se encontraran presentes cuando despertara.

—¿Has tenido alguna visión? —inquirió mientras acababa de ponerse el calcetín.

Min se sentó en cuclillas, cruzó los brazos y lo miró firmemente. Al cabo de un momento comprendió que esa estrategia no funcionaba y suspiró.

—Es Cadsuane. Va a enseñaros algo, a ti y también a los Asha’man. Me refiero a todos los Asha’man. Es algo que tenéis que aprender, pero ignoro qué es, salvo que a ninguno de vosotros os gustará aprenderlo de ella. No os va a gustar ni pizca.

Rand se quedó parado un instante con la bota en la mano y luego se la calzó. ¿Qué podía enseñar Cadsuane, o cualquier Aes Sedai, a los Asha’man? Las mujeres no podían enseñar a los varones y viceversa, eso era tan cierto como el propio Poder Único.

—Veremos —fue todo cuanto dijo.

Obviamente, aquello no satisfizo a Min. Sabía que ocurriría, y también lo sabía él; ella jamás se había equivocado. Pero ¿qué demonios podía enseñarle Cadsuane a él? ¿Qué permitiría él que le enseñara? La mujer lo hacía sentirse inseguro, una irresolución que no había sentido desde antes de que cayera la Ciudadela de Tear.

Pateó para meterse bien la segunda bota, cogió del armario el cinturón de la espada y una chaqueta roja con bordados en oro, la misma que había llevado en la visita a los Marinos.

—¿Qué trato ha hecho Merana en mi nombre? —preguntó, y Min hizo un ruido exasperado.

—Ninguno, hasta esta mañana —respondió la muchacha, impaciente—. Rafela y ella no han salido del barco desde que nos marchamos, pero han enviado media docena de mensajes preguntando si te encuentras lo bastante bien para volver allí. Me parece que las negociaciones no les han ido bien sin tu presencia. Supongo que es mucho esperar que sea allí a donde te diriges.

—Todavía no —contestó. Min no dijo nada; con palabras, se entiende, porque su gesto, puesta en jarras y con una ceja enarcada, hablaba a voces. En fin, pronto se enteraría de casi todo.

En la antesala, todos los Asha’man excepto Dashiva se levantaron prontamente de las sillas cuando Rand apareció con Min. Con la vista perdida en el vacío y hablando para sí mismo, Dashiva no reparó en la entrada de Rand hasta que éste llegó al Sol Naciente incrustado en el suelo, y entonces parpadeó varias veces antes de ponerse de pie.

Rand se dirigió a Adley mientras se abrochaba la hebilla en forma de dragón del cinturón.

—¿El ejército ha llegado ya a los poblados fortificados de Illian? —Deseaba sentarse en uno de los sillones dorados, pero no se lo permitió—. ¿Cómo? En el mejor de los casos, tendría que haber tardado aún varios días.

Flinn y Narishma parecían tan sorprendidos como Dashiva; ninguno de ellos sabía dónde habían ido Adley y Hopwil, ni Morr. Decidir en quién confiar resultaba difícil siempre, y la confianza era el filo de una navaja.

Adley se irguió; había algo en sus ojos, bajo las espesas cejas. Había visto al lobo, como se decía en Cairhien.

—El Gran Señor Weiramon dejó atrás la infantería y avanzó con la caballería —informó de manera concisa—. Topamos con Aiel ayer. Shaido; ignoro cómo llegaron allí. Había nueve o diez mil en total, pero no parecían contar con Sabias que encauzaran, y en realidad no nos retrasaron. Hemos llegado a los poblados fortificados este mediodía.

Rand habría querido gritar. ¡Dejar atrás a la infantería! ¿Acaso pensaba Weiramon que con la caballería podría tomar fortificaciones de empalizadas ubicadas en crestas de colinas? Probablemente. Y a buen seguro que ese hombre habría prescindido también de los Aiel si hubiera podido dejarlos atrás. ¡Necios nobles y su estúpido honor! Aun así, no importaba. Excepto por los hombres que morirían porque el Gran Señor Weiramon despreciaba a cualquiera que no combatiese a caballo.

—Eben y yo empezamos a destruir las primeras empalizadas tan pronto como llegamos —prosiguió Adley—. A Weiramon no le hizo mucha gracia eso; creo que nos habría ordenado detenernos, pero tuvo miedo de hacerlo. En cualquier caso, empezamos a prender fuego a los troncos y a abrir agujeros en las estacadas, pero no acabábamos de empezar cuando apareció Sammael. O, al menos, un hombre que encauzaba el saidin, y mucho más fuerte que Eben o yo. Diría que tan fuerte como vos, milord Dragón.

—¿Apareció al momento? —preguntó con incredulidad Rand, pero entonces lo entendió. Había tenido la absoluta certeza de que Sammael se quedaría en Illian, tras la seguridad de las defensas tejidas con el Poder, si pensaba que tendría que enfrentarse a él; demasiados Renegados lo habían intentado y casi todos ellos estaban muertos ahora. A despecho de sí mismo, Rand prorrumpió en carcajadas, y tuvo que sujetarse el costado herido, que le dolió al reírse. Todas esas complejas artimañas para convencer a Sammael de que se encontraría en cualquier parte salvo con el ejército invasor, a fin de hacerlo salir de Illian, y una daga en la mano de Padan Fain las había hecho innecesarias. Dos días. A estas alturas, cualquiera que tuviese informadores en Cairhien, lo que, por supuesto, incluía a los Renegados, sabía que el Dragón Renacido yacía al borde de la muerte. Pensar lo contrario tendría tan poco sentido como echar leña húmeda al fuego—. Los hombres intrigan y las mujeres maquinan, pero la Rueda gira según sus designios. —Era un dicho en Tear—. Continúa. ¿Morr estuvo con vosotros ayer?