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—Sí, milord Dragón. Fedwin acude todas las noches, como se le ordenó hacer. Y a esas horas ya era tan evidente como la nariz de Eben que llegaríamos a los poblados fortificados hoy.

—No entiendo nada. —El tono de Dashiva era molesto; un músculo de su mejilla se contrajo con un tic nervioso—. Lo habéis engatusado para que salga, pero ¿con qué propósito? Tan pronto como perciba la presencia de un hombre con una capacidad de encauzar que apunte vuestra fuerza, huirá de vuelta a Illian y a las trampas y alarmas que haya tejido. Allí no lo sorprenderéis; lo sabrá tan pronto como se abra un acceso a un kilómetro de la ciudad. ¿De qué servirá ir?

—Podemos salvar el ejército, eso es lo que podemos hacer —estalló Adley—. Weiramon seguía lanzando ataques contra ese fuerte cuando me marché, y Sammael causaba destrozos en cada ocasión a pesar de lo que quiera que hiciésemos Eben o yo. —Movió el brazo de la manga chamuscada—. Teníamos que contraatacar y huir inmediatamente, e incluso así casi nos abrasó en el sitio más de una vez. Los Aiel también han sufrido bajas. Luchan contra los illianos que salen; los otros poblados fortificados deben de estar vacíos, a juzgar por el número de hombres que combatían cuando me marché. Pero en cada ocasión, Sammael acababa con veinte de nosotros a la vez, ya fueran Aiel u otros, haciéndolos pedazos. Si hubiese tres como él, o incluso dos, no podría asegurar que encontrara vivo a nadie a mi regreso. —Dashiva lo miraba como si hubiese perdido la razón, y Adley se encogió de hombros inopinadamente, como si notara la ligereza del cuello de su chaqueta en comparación con la espada y el dragón prendidos en el del otro hombre—. Perdonadme, Asha’man —murmuró, avergonzado, y luego añadió en un tono bajo e inexpresivo—: Pero al menos podríamos salvarlos.

—Y lo haremos —le aseguró Rand. Aunque no sería exactamente del modo que Adley esperaba—. Hoy me ayudaréis a matar a Sammael.

Sólo Dashiva pareció sobresaltarse; los otros se limitaron a asentir. Ni siquiera los Renegados los asustaban ya. Rand esperaba que Min se opusiera o, tal vez, que exigiera acompañarlo, pero la joven lo sorprendió.

—Supongo que preferirás que nadie se entere de que te has ido o que lo descubran lo más tarde posible, pastor.

Él asintió y la mujer suspiró. Puede que los Renegados dependieran de palomas e informadores como cualquier otra persona, pero sentirse demasiado seguro podría resultar fatal.

—Las Doncellas querrán venir si se enteran, Min. —Querrían y él lo pasaría mal teniendo que negarse. Si es que conseguía impedírselo. Aunque sólo Nandera y los que tuviese de guardia lo acompañaran, si morían sería demasiado para él. Min volvió a suspirar.

—Supongo que debería ir a charlar con Nandera. Tal vez consiga mantenerlas en el pasillo durante una hora, pero no se sentirán muy complacidas conmigo cuando lo descubran.

Rand se echó a reír otra vez antes de acordarse del dolor en el costado; no, definitivamente no estarían muy contentas con ella; ni con él.

—Lo que es más, palurdo —añadió la joven—, a Amys no le hará ninguna gracia. Ni a Sorilea. En qué líos me meto por ti.

Él abrió la boca para contestar que no le había pedido que hiciese nada, pero antes de que tuviese ocasión de pronunciar una palabra, Min se acercó; mucho. Alzó los ojos hacia él, medio ocultos por las largas pestañas, y empezó a tamborilear los dedos sobre su pecho. Sonrió cariñosamente y mantuvo un tono de voz suave, pero sus dedos la delataban.

—Si dejas que te pase algo, Rand al’Thor, le echaré una mano a Cadsuane tanto si necesita ayuda como si no.

Su sonrisa se tornó más abierta durante un instante, casi alegre, antes de volverse y dirigirse hacia las puertas. Él la siguió con la mirada; puede que lo volviera loco con sus reacciones —le había pasado lo mismo con casi todas las mujeres con las que había tratado, al menos una o dos veces— pero tenía una forma de caminar que le hacía desear contemplarla.

De pronto cayó en la cuenta de que Dashiva también la observaba, y se lamía los labios. Rand se aclaró sonoramente la garganta, lo bastante como para que lo oyera por encima del ruido de la puerta al cerrarse tras ella. Por alguna razón, el hombre de rasgos toscos alzó las manos en un gesto defensivo. Y no porque él le hubiese asestado una mirada fulminante; no podía ir por ahí mirando de mala manera a los hombres sólo porque Min llevase polainas ajustadas. Se rodeó del vacío, asió el saidin y utilizó Fuego, mezclado con infección fundida, para tejer un acceso. Dashiva reculó de un salto cuando se abrió el agujero. A lo mejor, quedarse sin una mano al amputársela un acceso le enseñaría a no relamerse los labios como un viejo chivo. Algo se retorció y se pegó como hilos rojos de una telaraña en el exterior del vacío.

Cruzó el acceso y salió al polvo del otro lado, con Dashiva y los otros justo detrás de él, y soltó la Fuente tan pronto como el último de ellos hubo pasado. Una sensación de pérdida ocupó el hueco dejado por el saidin a medida que la percepción de Alanna se tornaba débil. Esa sensación no había parecido tan abrumadora mientras Lews Therin estuvo allí, ni la carencia tan inmensa.

En lo alto, el dorado sol había recorrido más de la mitad de camino hacia el horizonte. Una ráfaga de viento levantó polvo sin dejar pizca de frescura a su paso. El acceso se había abierto en una zona despejada, que delimitaba una cuerda sujeta a cuatro postes. En cada esquina había dos guardias vestidos con chaquetas cortas y pantalones amplios, metidos por las botas, y al costado llevaban espadas de aspecto serpentino. Algunos lucían espesos bigotes que les colgaban hasta la barbilla, o pobladas barbas, y todos ellos tenían narices prominentes y oscuros ojos, ligeramente rasgados. Tan pronto como apareció Rand, uno de ellos se marchó corriendo.

—¿Qué hacemos aquí? —inquirió Dashiva mientras miraba a uno y otro lado con incredulidad.

Alrededor se extendían cientos de tiendas picudas, grises y pardas, así como hileras de caballos atados y ya ensillados. Caemlyn se alzaba a pocos kilómetros de distancia, oculta por los árboles, y la Torre Negra no se encontraba mucho más lejos, pero Taim no se enteraría de esto a menos que tuviese un espía vigilando. Una de las tareas de Fedwin Morr había sido estar atento —y percibir— a cualquiera que intentara espiar. Como las ondas en la superficie del agua, un rumor se fue extendiendo a partir del área enmarcada por las cuerdas, y hombres con narices prominentes y espadas serpentinas se levantaron de su postura en cuclillas y se volvieron para mirar a Rand con expectación. Aquí y allí había mujeres también; era costumbre que las saldaeninas cabalgaran a la guerra a menudo acompañando a sus esposos, al menos entre los nobles y oficiales. Sin embargo, eso no pasaría ese día.

Rand se agachó para pasar por debajo de una de las cuerdas y se encaminó directamente hacia una tienda igual a las demás salvo por el estandarte que ondeaba en el astil delante de ella: tres florecillas rojas sobre campo azul. El realillo no se marchitaba siquiera en los inviernos saldaeninos, y cuando el fuego arrasaba un bosque, aquellas flores rojas eran las primeras en retoñar. Una flor que nada podía matar; el símbolo de la casa Bashere.