Dentro de la tienda, el propio Bashere ya estaba calzado y con las espuelas puestas, y llevaba la espada al cinto. Ominosamente, Deira se encontraba con él, embutida en un vestido de montar del mismo tono gris que la chaqueta de su marido, y aunque no portaba espada, la larga daga colgada del cinto suplía muy bien esa falta. Los guanteletes de cuero que sujetaba debajo del cinturón revelaban la intención de cabalgar duro.
—No esperaba esto hasta dentro de unos días —dijo Bashere mientras se levantaba de una silla plegable de campamento—. A decir verdad, esperaba que fuesen semanas. Confiaba en contar con más hombres rechazados por Taim, como planeamos el joven Mat y yo. He reunido a todos los fabricantes de ballestas que he podido encontrar, y han empezado a producirlas como una cerda pariendo lechones, pero, ahora mismo, sólo quince mil tienen ballestas y saben cómo manejarlas. —Con una mirada interrogante, levantó una jarra plateada que había encima de los mapas extendidos sobre la mesa plegable—. ¿Hay tiempo para un ponche?
—Me temo que no —contestó, impaciente, Rand. Bashere ya le había hablado antes de los hombres que Taim encontraba y que no eran capaces de encauzar, pero apenas le había prestado atención. Si Bashere pensaba que los había entrenado suficientemente bien, eso era lo único que importaba—. Dashiva y otros tres Asha’man esperan fuera. Tan pronto como Morr se reúna con ellos, estaremos preparados para partir. —Miró hacia Deira ni Ghaline t’Bashere, que se alzaba por encima de su menudo esposo con su nariz prominente como un pico de halcón y unos ojos que hacían que los de dicho animal parecieran afables en comparación—. Nada de ponche, lord Bashere, ni de esposas. Hoy no.
Deira abrió la boca y sus ojos llamearon repentinamente.
—Nada de esposas —repitió Bashere mientras se atusaba el bigote canoso con los nudillos—. Haré que se pase la orden. —Se volvió hacia Deira y extendió una mano—. Esposa —dijo suavemente.
Rand se encogió y esperó el estallido, ni con voz suave ni sin ella. Deira apretó los labios y miró desde su altura a su marido con gesto ceñudo; recordaba un halcón a punto de caer sobre un ratón. Y no es que Bashere se pareciese a un ratón, naturalmente; sólo un halcón mucho más pequeño. La mujer respiró profundamente; Deira era capaz de hacer que una inhalación honda pareciera algo que podría sacudir la tierra en sus cimientos. Luego soltó la daga del cinturón y la puso en la mano de su marido.
—Hablaremos de esto después, Davram —prometió la mujer—. Largo y tendido.
Un día, cuando tuviese tiempo, decidió Rand, pediría a Bashere que le explicara cómo conseguir lo que él acababa de lograr. Si alguna vez tenía tiempo.
—Largo y tendido —convino Bashere, sonriendo bajo el bigote mientras se guardaba la daga debajo de su propio cinturón. Tal vez, ese hombre era un suicida, simplemente.
Fuera, se habían soltado las cuerdas y Rand esperaba con Dashiva y los otros Asha’man mientras nueve mil jinetes saldaeninos se alineaban detrás de Bashere en columna de a tres. En algún lugar, más allá de la caballería, quince mil hombres que se llamaban a sí mismos la Legión del Dragón se estarían reuniendo a pie. Rand los había visto de lejos, todos con chaqueta azul, abrochada a un lado para que el dragón rojo y dorado que cruzaba la pechera no quedara partido. Casi todos llevaban ballestas; algunos, en cambio, cargaban con escudos pesados y difíciles de manejar. Fuera cual fuese la extraña idea que Mat y Bashere habían tramado, Rand esperaba que no condujera a la muerte a muchos de ellos.
Morr sonreía anhelante mientras esperaba, casi brincando sobre las puntas de los pies. Quizá sólo se sentía contento de volver a vestir su chaqueta negra con la espada plateada en el cuello; no obstante, Adley y Narishma exhibían una sonrisa muy parecida y, ahora que se fijaba, la de Flinn no le andaba muy lejos. Sabían adónde se dirigían y lo que tenían que hacer allí. Como siempre, Dashiva miraba ceñudo a todo y a nada mientras sus labios se movían en silencio. También como siempre. Asimismo, las saldaeninas, agrupadas detrás de Deira en un extremo, guardaban un ceñudo silencio mientras observaban los preparativos. Águilas y halcones, las plumas encrespadas y furiosas. A Rand le daban igual sus ceños y sus muecas coléricas; si se sentía capaz de arrostrar la ira de Nandera y de las demás Doncellas después de haberlas mantenido alejadas de esto, entonces los hombres saldaeninos podrían aguantar todas las discusiones que fuera menester. Ese día, con la ayuda de la Luz, ninguna mujer moriría por su causa.
Un número tan ingente de hombres no podía alinearse en un minuto, aun cuando hubiesen estado esperando la orden, pero en un espacio de tiempo notablemente corto Bashere levantaba su espada y gritaba:
—¡Milord Dragón!
—¡El lord Dragón! —coreó otro grito que se propagó a lo largo de la columna que tenía detrás.
Rand asió la Fuente y creó un acceso entre los postes, de cuatro metros por cuatro, que cruzó rápidamente mientras ataba el tejido, rebosante de saidin y con los Asha’man pisándole los talones, para salir a una gran plaza abierta, rodeada de colosales columnas blancas, todas ellas rematadas con coronas de ramas de olivo en mármol. A ambos extremos de la plaza se alzaban dos palacios casi idénticos con tejados púrpuras, pórticos, balcones y esbeltas torres. Uno era el Palacio Real, y el otro, ligeramente más pequeño, la Gran Sede del Consejo. Y aquélla era la Plaza de Tammuz, en el corazón de Illian.
Un hombrecillo flaco, con chaqueta azul y una barba sin bigote, miraba boquiabierto a Rand y a los Asha’man que salían de un agujero abierto en el aire, y una mujer fornida, con un vestido verde lo bastante corto para mostrar escarpines del mismo color y los tobillos cubiertos por medias también verdes, se llevó las manos a la cara y se quedó petrificada en el sitio, justo delante de ellos, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas. Toda la gente se paró para mirar: vendedores ambulantes con sus bandejas, carreteros frenando a sus bueyes, hombres, mujeres y niños con la boca abierta a más no poder. Rand alzó los brazos y encauzó.
—¡Soy el Dragón Renacido!
Las palabras retumbaron en la plaza, amplificadas por Aire y Fuego, y las llamas que salieron disparadas de sus dedos ascendieron un centenar de metros en el aire. A su espalda, los Asha’man llenaron el cielo de bolas de fuego lanzadas en todas direcciones, con excepción de Dashiva, que creó una red de rayos azules sobre la plaza.
No hizo falta más. La multitud huyó en tropel, gritando a pleno pulmón, en todas direcciones, lejos de la Plaza de Tammuz. Lo hicieron justo a tiempo. Rand y los Asha’man se apartaron corriendo del acceso, y Davram Bashere entró en Illian a la cabeza de sus saldaeninos, quienes blandían las espadas y gritaban como posesos mientras salían por el agujero en avalancha. Bashere condujo a la línea central de la columna en línea recta, como habían planeado lo que ahora parecía mucho tiempo atrás, mientras que las otras dos filas giraban hacia uno y otro lado. Siguieron saliendo del acceso como un río imparable y se dividieron en grupos más pequeños, internándose a galope en las calles que desembocaban en la plaza.
Rand no esperó a ver salir a los últimos jinetes. Con menos de un tercio de la caballería fuera del acceso, tejió de inmediato otro, éste más pequeño. No hacía falta conocer un sitio para Viajar si la intención era ir a una distancia corta. Alrededor sintió cómo Dashiva y los demás creaban sus propios accesos, pero él cruzaba ya el suyo, dejando que se cerrara a su espalda, y se encontró en lo alto de una de las esbeltas torres del Palacio Real. Distraídamente, se preguntó si Mattin Stepaneos den Balgar, el rey de Illian, se encontraría en ese momento en algún lugar debajo de él.
La azotea de la torre no tendría más de cinco pasos de lado a lado, y estaba rodeada por un murete de piedra roja que a él apenas le llegaba al pecho. A cincuenta metros de altura, aquél era el punto más alto de toda la ciudad, y desde allí alcanzaba a ver, por encima de los tejados rojos, verdes y de todos los colores, brillantes bajo el sol de la tarde, los largos pasos elevados del oeste, que se extendían a través de la vasta marisma de altas hierbas que rodeaba la ciudad, así como el puerto. Un penetrante olor a salitre impregnaba el aire. Illian no necesitaba murallas, con aquel terreno pantanoso que frenaría a cualquier atacante. Cualquier atacante que no pudiese abrir agujeros en el aire. Aunque, para el caso, tampoco las murallas habrían servido de mucho.