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Era una urbe bonita, con la mayoría de los edificios en clara piedra labrada, entrecruzada por tantos canales como calles, y que desde esa altura semejaba una tracería azul verdosa, pero Rand no se paró a admirarla. Por encima de tejados de tabernas y tiendas y de torres de palacios dirigió flujos de Aire y Agua, Fuego y Tierra y Energía, girando sobre sí mismo mientras lo hacía. No intentó tejerlos, sino que se limitó a lanzarlos más allá de la ciudad, hasta sus dos buenos kilómetros pasada la marisma. Desde otras cinco torres salían más flujos a baja altura, y al tocarse entre sí, libres y sin control, surgían estallidos de luz, saltaban chispas y creaban nubes de vapor multicolor, un espectáculo que habría sido la envidia de cualquier Iluminador. No se le ocurría una manera mejor de asustar a la gente para que buscara refugio en sus casas e incluso debajo de las camas, y así quitarla del paso de los soldados de Bashere, aunque ése no era el motivo de semejante exhibición.

Mucho tiempo atrás había llegado a la conclusión de que Sammael debía de tener salvaguardias tejidas por toda la ciudad a fin de dar la alarma si alguien encauzaba saidin. Unas salvaguardias invertidas, de manera que nadie, excepto Sammael, pudiera localizarlas, que le señalarían el lugar exacto donde el hombre estuviera encauzando para destruirlo de inmediato. Con suerte, todas esas salvaguardias se estarían disparando ahora. Lews Therin se mostró muy seguro con respecto a que Sammael lo percibiría en cualquier lugar donde se encontrara, incluso a gran distancia. Y también dichas salvaguardias tendrían que haber quedado inutilizadas ahora; ese tipo de alarmas tenía que rehacerse una vez que se había disparado. Sammael acudiría. Jamás había renunciado a algo que considerase suyo, por muy incoherente que fuera su reclamación, sin presentar batalla. Todo eso lo sabía por Lews Therin. Si es que era real. Tenía que serlo. Aquellos recuerdos eran demasiado pormenorizados. Sin embargo, ¿acaso un demente no imaginaba sus fantasías con todo detalle?

«¡Lews Therin!», llamó para sus adentros. Sólo le respondió el viento que soplaba sobre Illian.

Allá abajo, la Plaza de Tammuz se hallaba silenciosa y desierta, excepto por unos pocos carros abandonados. De lado, el acceso era invisible salvo por los tejidos.

Dirigiendo los flujos hacia esos tejidos, Rand deshizo el nudo y el acceso desapareció en un instante, tras lo cual soltó el saidin de mala gana. Todos los flujos se desvanecieron en el cielo. Quizás alguno de los Asha’man todavía asía la Fuente, pero les había advertido que no lo hicieran, que se proponía matar sin previo aviso a cualquier varón que sintiera encauzando después de que él hubiese dejado de hacerlo, y que no quería descubrir después que el encauzador había sido uno de ellos. Se apoyó en el murete, esperando, deseando sentarse. Las piernas le dolían y el costado le ardía en cualquier postura, pero quizá necesitara ver un tejido, además de percibirlo.

En la ciudad no reinaba un silencio absoluto. Desde varias direcciones llegaban gritos distantes y el débil entrechocar de espadas. A pesar de desplazar a tantos hombres a la frontera, Sammael no había dejado Illian completamente desprotegida. Rand giró sobre sí mismo en un intento de divisar la urbe en todas direcciones. Creía que Sammael aparecería en el Palacio Real o en el del otro lado de la plaza, pero no podía saberlo con total seguridad. Abajo, en una calle, vio a un grupo de saldaeninos cargar contra un número igual de hombres montados y con petos brillantes; de repente más saldaeninos salieron a galope por un lado, y el combate desapareció de su radio visual, detrás de los edificios. En otra dirección vislumbró algunos hombres de la Legión del Dragón que marchaban por un puente bajo sobre un canal. Un oficial, distinguible por la alta pluma roja de su yelmo, caminaba a la cabeza de unos veinte hombres equipados con anchos escudos que les llegaban a la altura de los hombros, a los que seguían alrededor de otros doscientos, éstos armados con pesadas ballestas. ¿Cómo lucharían? A lo lejos sonaron gritos y el choque metálico de armas, los débiles gemidos de moribundos.

El sol seguía su descenso hacia el horizonte y las sombras se alargaron por la ciudad. Llegó el crepúsculo, con el sol cual una roja cúpula en el oeste. Aparecieron algunas estrellas. ¿Se habría equivocado? ¿Habría huido Sammael a otra parte, a buscar otras tierras que dominar? ¿Habría estado haciendo oídos sordos a todo salvo a sus propias divagaciones dementes?

Un hombre encauzó. Rand se quedó paralizado un instante, mirando fijamente la Gran Sede del Consejo. La cantidad de saidin había sido suficiente para abrir un acceso; no habría percibido un encauzamiento más pequeño al otro lado de la plaza. Tenía que ser Sammael.

Al momento había asido la Fuente, tejió un acceso y saltó a través de él, con rayos prestos para salir lanzados de sus manos. Era una estancia grande, iluminada por enormes lámparas de pie doradas y otras colgadas de cadenas al techo, con paredes de mármol níveo en las que había frisos que representaban batallas y barcos apiñados en el puerto, bordeado por la marisma, de la propia Illian. Al otro extremo del salón, nueve sillones dorados y profusamente tallados se alzaban cual solios sobre una blanca tarima, gradada en la parte delantera; el sillón central tenía el respaldo más alto que los otros ocho. Antes de que tuviese tiempo de cerrar el acceso a su espalda, la azotea de la torre donde se encontraba un instante antes saltaba por los aires. Percibió la onda de Fuego y Tierra al tiempo que una lluvia de fragmentos y polvo salía disparada a través del acceso, derribándolo de bruces. Al caer al suelo, un intenso dolor le atravesó el costado como una afilada y roja lanza que traspasara el vacío en el que flotaba; eso, más que otra cosa, fue lo que le hizo soltar el tejido del acceso. Era el dolor de otra persona; la debilidad de otro. Podía hacer caso omiso de ellos dentro del vacío.

Se movió, obligando a los músculos de otro hombre a que funcionaran, incorporándose y alejándose a trompicones en una carrera tambaleante hacia la tarima, justo en el instante en que cientos de filamentos rojos se disparaban desde arriba, a través del techo, y abrasaban el mármol azulado del suelo en un amplio círculo centrado en el punto donde los residuos de su acceso aún se disipaban. Uno de ellos le atravesó el tacón de la bota, llegó a su talón y se oyó a sí mismo gritar mientras caía. No era su dolor, ni en el talón ni en el costado. No era suyo.

Rodó sobre su espalda y vio los restos de aquellos filamentos abrasadores, lo bastante recientes aún para distinguir Fuego y Aire tejidos de un modo desconocido para él. Lo bastante para localizar exactamente la dirección de la que habían venido. El adornado techo de escayola blanca, muchos metros por encima del suelo plagado de agujeros negros, siseó y crujió sonoramente con el roce del aire.

Alzó la mano y tejió fuego compacto. Es decir, empezó a tejerlo. La mejilla de otra persona ardió con el recuerdo de una bofetada, y la voz de Cadsuane siseó y chisporroteó dentro de su cabeza como los agujeros hechos por los rojos filamentos: «Nunca jamás, muchacho. No volverás a hacer eso nunca». Le pareció oír a Lews Therin gimoteando de miedo por lo que estaba a punto de liberar, lo que casi había destruido el mundo en una ocasión. Todos los flujos, salvo el Fuego y el Aire, desaparecieron, y Rand los tejió como había visto. Miles de finísimos filamentos rojos surgieron en sus manos y se abrieron en abanico al tiempo que salían lanzados hacia arriba. Un trozo circular del techo, de unos dos metros de diámetro, cayó en fragmentos de piedra y polvo de yeso.