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Se volvió, medio pensando en marcharse. Seguramente, Sammael se había ido, ahora que el Mashadar estaba fuera. Seguramente lo había engatusado para llevarlo allí con la esperanza de que buscara entre las ruinas hasta que el Mashadar lo matara. Se volvió y se frenó en seco, agazapado contra la aguja de piedra. Dos trollocs avanzaban sigilosamente calle abajo, unas formas corpulentas embutidas en cota de malla negra, y casi cuatro palmos más altos que él. De las hombreras y coderas de la armadura sobresalían pinchos, y empuñaban picas con largas y negras puntas y ganchos de aspecto horrendo. A sus ojos, henchidos de saidin, sus rostros resultaban claramente visibles, uno deformado por un pico de águila donde tendría que haber tenido la nariz y la boca, y el otro por un hocico de jabalí, con colmillos. Cada uno de sus movimientos gritaba su miedo; a los trollocs les encantaba matar, derramar sangre, pero Shadar Logoth los aterrorizaba. Habría Myrddraal por allí cerca; ningún trolloc habría entrado en esa ciudad sin que un Myrddraal lo obligara a ello. Y ningún Myrddraal lo habría hecho sin inducirlo Sammael. Todo lo cual significaba que el Renegado debía de seguir allí, o esos trollocs estarían corriendo hacia las puertas, no de caza. Y eso era exactamente lo que hacían. Aquel hocico de jabalí olisqueaba el aire buscando el rastro de un olor.

De pronto, una figura envuelta en harapos saltó desde una ventana encima de los trollocs y cayó sobre ellos con la lanza a punto de hincarse. Una Aiel, con el shoufa envuelto en la cabeza, pero con el velo colgando. El trolloc de pico de águila chilló cuando la moharra se hundió profundamente en su costado, y una segunda vez. Mientras su compañero caía, pataleando, el de hocico de jabalí giró a la par que gruñía y arremetió con saña, pero la mujer esquivó el ataque agachándose y la punta con gancho le pasó por encima; acto seguido hundió su lanza en el estómago de la criatura, que se desplomó junto a la otra, hecha un ovillo y sacudiéndose.

Rand se puso de pie y echó a correr sin pensarlo.

—¡Liah! —llamó. La creía muerta, abandonada allí por él; muerta por él. Liah, de los Chareen Cosaida; ese nombre resaltó en la lista que había en su cabeza.

La mujer giró velozmente para enfrentarse a él, la lanza presta en una mano y la adarga redonda de piel de toro en la otra. El rostro que Rand recordaba tan bonito, a pesar de las cicatrices en ambas mejillas, estaba contraído por la ira.

—¡Míos! —siseó entre los dientes apretados, amenazadoramente—. ¡Míos! ¡Nadie puede venir aquí! ¡Nadie!

Rand se detuvo. Aquella lanza aguardaba, ansiosa por hundirse también en sus costillas.

—Liah, me conoces —dijo suavemente—. Me conoces. Te llevaré de vuelta con las Doncellas, con tus hermanas de lanza. —Le tendió la mano.

La cólera de la mujer desapareció para dejar paso a un gesto perplejo, fruncida la frente. Ladeó la cabeza.

—¿Rand al’Thor? —musitó lentamente. Sus ojos se abrieron mucho, bajaron hacia los trollocs muertos, y una expresión de terror pasó por su cara—. Rand al’Thor —susurró mientras se subía el velo con dedos temblorosos—. ¡El Car’a’carn! —gimió, y huyó a todo correr.

Rand fue en pos de ella, cojeando, trepando torpemente sobre los montones de cascajos esparcidos en la calle, tropezando, cayendo, rasgándose la chaqueta, cayendo otra vez, rodando y levantándose, todo sin dejar de correr. La debilidad de su cuerpo era lejana, así como el dolor, pero aun flotando en el profundo vacío sólo podía exigir esfuerzo a aquel cuerpo hasta cierto punto. Liah desapareció en la noche. «Tras la siguiente esquina sombría», pensó Rand.

Llegó renqueando hasta allí lo más deprisa que pudo. Y casi se dio de bruces con cuatro trollocs y un Myrddraal, la negrísima capa colgando inmóvil a su espalda, de manera antinatural, mientras el Fado se movía. Los trollocs gruñeron con sorpresa, pero el desconcierto sólo duró una fracción de segundo. Las lanzas con ganchos y las espadas con hojas como guadañas se alzaron; el Myrddraal empuñaba su acero negro como la muerte, una cuchilla que infligía heridas casi tan letales como la daga de Fain.

Rand ni siquiera intentó desenvainar la espada con la garza grabada que colgaba a su costado. Cual la muerte envuelta en una destrozada chaqueta roja, encauzó y una espada de fuego apareció en sus manos, latiendo con el palpito del saidin, y cercenó una cabeza sin ojos. Habría sido más sencillo destruirlos a todos como había visto hacer a los Asha’man en los pozos de Dumai, pero cambiar los tejidos ahora podría costarle un segundo con resultados fatales. Esas espadas podían matarlo incluso a él. Atacó a las formas alumbradas en la oscuridad por la llama que sostenía en sus manos, sombras volando sobre los rostros que se alzaban sobre él, rostros con hocicos de lobo, cabezas de carnero, crispados en el último grito cuando su ardiente espada hendía cota de malla y carne como si fueran mantequilla. Los trollocs dependían de su número y de su insuperable ferocidad; enfrentándose a él y a esa espada de Poder, habría dado lo mismo si se hubiesen quedado quietos y no hubiesen ido armados.

La espada desapareció entre sus dedos. Todavía en la última parte de la postura llamada Enroscar el viento, permaneció inmóvil en medio de los muertos. El último trolloc en caer todavía se sacudía y sus cuernos de carnero arañaban el pavimento. El Myrddraal descabezado aún agitaba los brazos, por supuesto, y sus pies pateaban frenéticamente; los Semihombres no morían enseguida, ni siquiera tras ser decapitados.

No bien había desaparecido la espada, cuando un rayo plateado cayó desde el cielo despejado, cuajado de estrellas.

El primer impacto se descargó con un ensordecedor estampido a cuatro metros de distancia. El mundo se tornó blanco y el vacío se hizo añicos. El suelo se combó bajo él al caer un segundo rayo, al que siguió un tercero. Rand no fue consciente de estar caído de bruces en la calle hasta ese momento. El aire chisporroteaba. Aturdido, se incorporó y corrió a trompicones huyendo de una andanada de rayos que resquebrajaron el pavimento hasta provocar el derrumbe de edificios. Siguió adelante, tambaleándose, sin importarle hacia dónde, siempre que fuera lejos de allí.

De repente su cabeza se despejó lo suficiente para ver dónde se encontraba; avanzaba dando tumbos a través de un vasto suelo de piedra cubierto de cascotes enormes, algunos tan grandes como él. Aquí y allí, agujeros irregulares y oscuros se abrían en las baldosas. Alrededor se alzaban por doquier altos muros, e hilera sobre hilera de balconadas que se extendían a lo largo de todo el perímetro. Sólo quedaba una pequeña porción de lo que antaño fuera un inmenso techo, en una esquina. Las estrellas brillaban en lo alto.

Dio otro paso tambaleante y el suelo cedió de repente bajo sus pies. Extendió las manos en un gesto desesperado; con un brusco tirón, la derecha se asió a un borde irregular y Rand quedó colgado sobre una negrura insondable. La caída podía ser de unos cuantos metros, hasta un sótano, o de un kilómetro; todo era posible. Podía enganchar bandas de Aire al borde del agujero, sobre su cabeza, para ayudarse a subir, sólo que… De algún modo, Sammael había percibido la mínima cantidad de saidin utilizada en la espada. Se había producido un retraso antes de que los rayos se descargaran, pero no podía calcular cuánto tiempo había empleado en matar a los trollocs. ¿Un minuto? ¿Segundos?