A corta distancia de la plaza donde se hallaba dicha puerta, Rand se paró y escudriñó en derredor. Cerca se alzaba una torre aparentemente intacta. Aunque no alcanzaba la altura de otras, su parte superior se erguía a más de cincuenta metros del suelo. El oscuro umbral de su base no tenía puerta, ya que la madera se había podrido mucho tiempo atrás y los goznes se habían convertido en polvo. A través de la oscuridad, aliviada únicamente por el débil fulgor de las estrellas que penetraba a través de las ventanas, Rand subió lentamente la escalera en espiral, levantando pequeñas nubes de polvo al plantar los pies y sintiendo una punzada de dolor subiéndole por la pierna cada dos pasos. Un dolor vago, lejano. En lo alto de la torre, se recostó en el parapeto para recuperar el aliento. Le vino a la mente la peregrina idea de que lo esperaba una buena cuando Min se enterara de esto. O cuando se enteraran Amys o Cadsuane, para el caso.
Por encima de los tejados derrumbados divisaba la gran plaza que había sido una de las más importantes de Aridhol. Antaño, una arboleda Ogier había cubierto esa zona, pero antes de que hubiesen transcurrido treinta años desde que los Ogier acabaran de construir la parte más antigua de la ciudad, sus residentes habían talado los árboles para que siguiera la expansión de Aridhol. Palacios, más o menos en ruinas, rodeaban la inmensa plaza; el fulgor del Mashadar brillaba tras algunas ventanas, y un gran montón de escombros tapaba uno de sus extremos, pero en el centro se encontraba la puerta del Atajo, en apariencia un muro de piedra alto y ancho. Rand no estaba lo bastante cerca para distinguir las hojas y parras delicadamente cinceladas que lo cubrían, pero sí divisaba los fragmentos desmoronados de la alta verja que en otros tiempos lo rodeaba; los fragmentos de metal forjado con el Poder, desplomados en un montón pero inmunes a la herrumbre, brillaban sin mácula en la noche. También percibía la trampa que había tejido alrededor de la puerta al Atajo, invertida para que sólo fuera visible a sus ojos. Imposible saber si los trollocs y Semihombres habían pasado por ella desde esa distancia, pero si lo habían hecho no tardarían en morir. Algo desagradable. Fueran cuales fuesen las trampas que Sammael hubiera preparado allí, para él resultaban invisibles, pero eso era de esperar. A buen seguro tampoco serían muy agradables.
Al principio no localizó al Renegado, pero entonces alguien se movió entre las columnas acanaladas de un palacio. Rand esperó. Quería estar seguro, ya que sólo dispondría de una oportunidad. La figura salió de entre las columnas a la plaza apenas un paso, y giró la cabeza a uno y otro lado: Sammael —lo delataba la blanquísima chorrera de encaje en el cuello— esperaba verlo entrar en la plaza, cayendo en las trampas. Tras el Renegado, el brillo de las ventanas del palacio se intensificó. Sammael escudriñó la oscuridad del otro lado de la plaza, y el Mashadar se derramó por las ventanas en forma de espesas volutas de niebla gris plateada, que se deslizaron hasta converger, cernidas sobre la cabeza del hombre. El Renegado caminó unos pasos hacia un lado, y la onda empezó a descender, cobrando velocidad lentamente a medida que caía.
Rand sacudió la cabeza. Sammael era suyo. Los flujos requeridos para el fuego compacto parecieron formarse por voluntad propia, en contra del lejano eco de la voz de Cadsuane. Rand alzó una mano.
Un grito desgarró la oscuridad, el chillido de una mujer presa de un dolor indescriptible. Rand vio que Sammael se volvía para mirar hacia un gran montón de cascotes un instante antes de que sus propios ojos giraran en aquella dirección. En lo alto del montículo, una figura vestida con chaqueta y pantalones se recortaba contra el cielo nocturno; un zarcillo del Mashadar le tocaba una pierna. Con los brazos extendidos, la mujer se sacudía y tiraba, incapaz de moverse del sitio, y su inarticulado lamento parecía pronunciar el nombre de Rand.
—Liah —susurró él. En un gesto inconsciente extendió los brazos, como si pudiera salvar la distancia y arrancarla de allí. Sin embargo, nada podía salvar aquello que el Mashadar tocaba, del mismo modo que nada lo habría salvado a él si la daga de Fain se hubiese hundido en su corazón—. Liah —susurró de nuevo. Y el fuego compacto salió disparado de su mano.
Durante una fracción de segundo, la figura de la mujer pareció seguir encontrándose allí, toda ella un fuerte contraste de negros y blancos intensos, y luego desapareció, muerta antes de que empezara su agonía.
Gritando, Rand barrió con el fuego compacto el aire, en dirección a la plaza, los cascotes desmoronándose sobre sí mismos, derramando muerte fuera de tiempo y espacio… y soltó el saidin antes de que la barra de fuego blanca tocara la riada del Mashadar que ahora se desbordaba a través de la plaza, pasando en arremolinadas volutas ante la puerta del Atajo, en dirección a los ríos de niebla gris plateada que fluían desde otro palacio del lado opuesto. Sammael tenía que estar muerto. Tenía que estarlo. No había tenido tiempo de huir, de tejer un acceso y, si lo hubiese hecho, él habría percibido el saidin funcionando. Sammael había muerto, asesinado por algo más perverso que él. La emoción se agolpó en el exterior del vacío; Rand quiso echarse a reír, o tal vez romper a llorar. Había ido allí para matar a uno de los Renegados, pero en cambio había matado a una mujer a la que había abandonado a su suerte en aquel lugar horrendo.
Permaneció en lo alto de la torre largo rato mientras la luna menguante se desplazaba por el cielo, contemplando cómo el Mashadar llenaba completamente la plaza hasta que sólo la parte superior de la puerta del Atajo quedó por encima del mar de niebla. Si Sammael hubiese estado vivo habría podido matar fácilmente al Dragón Renacido entonces. Rand no tenía la seguridad de que le hubiese importado. Finalmente, abrió un acceso para Rasar y creó una plataforma, un disco sin barandilla, mitad negro, mitad blanco. Rasar era más lento que Viajar; le costó casi media hora llegar a Illian, y durante todo el camino grabó a fuego en su cerebro, una y otra vez, el nombre de Liah, flagelándose con él. Ojalá pudiera llorar, pero parecía que hubiese olvidado cómo hacerlo.
Bashere, Dashiva y los Asha’man lo esperaban en el Palacio Real, en el salón del trono. Era exactamente igual que la estancia que había visto en el palacio del otro lado de la plaza, tanto las lámparas de pie, las escenas cinceladas en las paredes de mármol y el ancho estrado de gradas blancas. Todo igual excepto por sus dimensiones, algo más grandes, y porque en lugar de haber nueve sillones en el estrado sólo había un gran trono dorado, con los brazos tallados a semejanza de leopardos y con nueve abejas doradas, del tamaño de un puño, que quedarían por encima de la cabeza de quienquiera que se sentara en él. Rand se dejó caer pesadamente en las gradas.
—Supongo que Sammael está muerto —dijo Bashere mientras lo miraba de arriba abajo, todo él cubierto de polvo y con la chaqueta desgarrada.
—Lo está —contestó Rand.
—La ciudad es nuestra —añadió Bashere tras soltar un sonoro suspiro de alivio—. O, debería decir, vuestra. —De repente se echó a reír—. La lucha cesó enseguida cuando las personas adecuadas descubrieron que erais vos. Al final, no ha sido para tanto. —A lo largo de la manga rasgada había una mancha de sangre seca—. El Consejo ha esperado con impaciencia vuestro regreso. Ansiosamente, podría decirse —añadió con una sonrisa irónica.
Ocho hombres sudorosos permanecían de pie al otro extremo de la sala del trono desde que Rand había aparecido. Vestían oscuras chaquetas de seda, con bordados en oro o plata en las solapas y las mangas, y chorreras de encaje en el cuello y las bocamangas. Algunos llevaban barba, con el labio superior afeitado, pero todos ellos lucían una ancha banda de seda verde sobre el pecho, con nueve abejas equidistantes a lo largo del tafetán, bordadas en oro.