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Alrededor de doce Asha’man remoloneaban junto a una de las carretas, a unos veinte pasos de las hermanas. Un tipo con pinta de bravucón y rasgos duros, un tal Charl Gedwyn, tenía el mando esa mañana; mostraba un porte erguido, con aire arrogante. Todos lucían un alfiler de plata en forma de espada, prendido en el cuello de la chaqueta, y cuatro o cinco, además de Gedwyn, llevaban un dragón esmaltado, dorado y rojo, en el otro pico del cuello. Perrin suponía que tenía algo que ver con el rango. Había visto otros cuantos Asha’man con los dos alfileres. Aunque no actuaran como guardianes exactamente, lo cierto es que se las arreglaban para estar allí donde Kiruna y las demás se encontrasen. Como si estuviesen disfrutando de un período de descanso. Pero sin perderlas de vista. Por su parte, las Aes Sedai no se daban cuenta… aparentemente. Empero, las hermanas olían a cautela, desconcierto y cólera. Ello tenía que deberse, al menos en parte, a los Asha’man.

—¿Y bien? —En los oscuros ojos de Kiruna asomó un chispazo de impaciencia. A buen seguro pocas personas la hacían esperar.

—No lo sé —mintió mientras volvía a palmear el cuello de Brioso—. Rand no me cuenta todo.

Había deducido algo —o eso creía— pero no pensaba decírselo a nadie. Era Rand quien debía decidir si quería revelarlo o no. Todos los cuerpos que Rand se paraba a mirar pertenecían a Doncellas; Perrin estaba seguro de ello. Doncellas Shaido, sin duda, aunque no entendía bien qué importancia tenía para Rand que fueran de uno u otro clan. La noche pasada se había alejado de las carretas para estar solo, y cuando el sonido de las risas de los hombres, gozosos de seguir vivos, llegaba apagado a su espalda, encontró a Rand. El Dragón Renacido, que hacía temblar al mundo, estaba sentado en el suelo, solo en la oscuridad, los brazos ceñidos en torno a sí, meciéndose atrás y adelante.

Para Perrin, con su agudeza visual, la luz de la luna era casi tan intensa como la del sol, pero en ese momento habría deseado que lo envolviera la más profunda oscuridad. Rand tenía el rostro crispado y demacrado; era el semblante de un hombre que tiene ganas de gritar o tal vez de romper a llorar y que se está conteniendo con todas sus fuerzas. Fuera cual fuera el truco que las Aes Sedai utilizaban para que el calor no las afectara, Rand y los Asha’man también lo conocían, pero su amigo no lo estaba usando en ese momento. La temperatura nocturna habría sido la normal de un día de verano caluroso, y el sudor le corría a Rand por la cara tanto como a Perrin.

A pesar de que Perrin había hecho ruido al pisar la hierba reseca, Rand no miró hacia atrás; no obstante, habló con voz enronquecida, sin dejar de mecerse:

—Ciento cincuenta y una, Perrin. Ciento cincuenta y una Doncellas han muerto hoy. Por mí. Se lo prometí, ¿comprendes? ¡No discutas conmigo! ¡Cállate! ¡Vete! —A pesar de transpirar profusamente, Rand tembló—. No es a ti, Perrin. No es a ti. Tengo que mantener mis promesas, ¿entiendes? He de hacerlo, por mucho que me duela. Pero también debo mantener la promesa que me hice a mí mismo. Por mucho que duela.

Perrin trató de no pensar en la suerte que aguardaba a los hombres capaces de encauzar. Los afortunados morían antes de volverse locos; los que no tenían suerte, morían después. Tanto si Rand se encontraba entre los primeros o los segundos, todo dependía de él. Todo.

—Rand, no entiendo lo que dices, pero…

Rand no parecía estar escuchándolo. Siguió meciéndose adelante y atrás. Adelante y atrás.

—Isan, del septiar Jarra de los Chareen. Hoy murió por mí. Chuonde, del septiar Sierra Dorsal de los Miagoma. Hoy murió por mí. Agirin, de los Daryne…

Había hecho lo único que estaba en su mano; aguantar firme y escuchar a Rand recitar los ciento cincuenta y un nombres. Escuchar y esperar que Rand no estuviera perdiendo la razón.

Sin embargo, tanto si Rand estaba del todo cuerdo como si no, si una Doncella que había ido a luchar por él faltaba y seguía allí abajo, Perrin estaba convencido de que no sólo se la enterraría debidamente junto con las otras en la empinada ladera, sino que serían ciento cincuenta y dos los nombres de esa lista. Y que nada de eso incumbía a Kiruna. Ni eso ni sus dudas. Lo que importaba era que Rand estuviera cuerdo; o lo bastante cuerdo, en cualquier caso. Punto. ¡Luz, ojalá fuera así!

«¡Y así me abrase la Luz por pensarlo con tanta frialdad!»

Por el rabillo del ojo vio que la Aes Sedai apretaba los carnosos labios durante un instante. Le gustaba tan poco no saberlo todo como que la hicieran esperar. Habría sido toda una belleza, salvo porque su rostro era el de una persona acostumbrada a conseguir lo que quería. No es que tuviera una expresión enfurruñada, simplemente reflejaba una certeza absoluta de que cualquier cosa que quisiera era lo correcto, lo adecuado, lo que tenía que ser.

—Con tantos cuervos y cornejas reunidos en un sitio, tiene que haber cientos, tal vez miles, listos para informar a un Myrddraal de lo que han visto. —No hizo el menor esfuerzo para disimular su irritación; por su tono habríase dicho que la culpa de que las aves estuvieran allí era de él—. En las Tierras Fronterizas los matamos en el acto. Tienes hombres a tus órdenes, y ellos tienen arcos.

Era verdad que cualquier cuervo o corneja podía ser un espía de la Sombra, pero lo invadió la rabia. La rabia y el hastío.

—¿Para qué? ¿De qué iba a servir? —Con tantas aves, los hombres de Dos Ríos y los Aiel podían disparar todas las flechas que tenían y seguiría habiendo espías que llevaran la información. Las más de las veces, resultaba imposible saber si el espía era el ave que uno había matado u otra que había huido volando—. ¿Es que no ha habido bastante matanza ya? Y habrá más a no tardar. ¡Luz, mujer, hasta los Asha’man están ahítos!

En el grupo de hermanas que los observaban se enarcaron muchas cejas. Nadie hablaba de ese modo a una Aes Sedai; ni siquiera un rey o una reina. Bera le asestó una mirada que ponía de manifiesto que se estaba planteando arrancarlo de la silla y darle de bofetadas. Con la vista fija todavía en la escena caótica de allí abajo, Kiruna se alisó la falda; su rostro mostraba una fría determinación. Las orejas de Loial se agitaron. El Ogier sentía un gran respeto, no exento de aprensión, por las Aes Sedai; casi el doble de alto que la mayoría de las hermanas, a veces se comportaba como si una de ellas pudiera pasar por encima de él sin darse cuenta si se ponía en su camino.

Perrin no le dio ocasión de hablar a Kiruna. Si uno le daba un dedo a una Aes Sedai, ella cogía todo el brazo, a no ser que decidiera coger más.

—Me habéis estado evitando todas, pero tengo que deciros unas cuantas cosas. Desobedecisteis las órdenes ayer. Si queréis llamarlo cambio de planes —prosiguió sin pausa cuando la vio abrir la boca—, hacedlo. Si es que creéis que con eso se suaviza lo ocurrido. —Se les había dicho a ella y las otras ocho que se quedaran con las Sabias, lejos de la batalla, protegidas por los hombres de Dos Ríos y los mayenienses. En lugar de eso, se habían lanzado de cabeza en lo más reñido del combate, en medio de hombres que intentaban hacerse picadillo con espadas y lanzas—. Llevasteis con vosotras a Havien Nurelle, y la mitad de los mayenienses murieron por ese motivo. No volveréis a actuar a vuestro capricho, sin consideración por la suerte de los demás. No estoy dispuesto a ver morir hombres sólo porque a vosotras se os ocurra de repente que hay un modo mejor de hacer las cosas, y al infierno con lo que piensen todos los demás. ¿Ha quedado claro?

—¿Has terminado, granjero? —El tono de Kiruna era peligrosamente tranquilo. El rostro que alzó hacia él podría muy bien haber estado tallado en hielo, y apestaba a vejación. A pesar de estar en el suelo, se las ingenió para dar la impresión de que lo miraba desde arriba. Y no era por ningún truco de Aes Sedai; Perrin había visto a Faile hacer lo mismo, y se barruntaba que la mayoría de las mujeres sabía cómo hacerlo—. Te diré algo, y lo haré de modo que hasta alguien con un mínimo de inteligencia sea capaz de entenderlo. Por los Tres Juramentos, ninguna hermana puede utilizar el Poder Único como un arma excepto contra Engendros de la Sombra o en defensa de su vida, la de sus Guardianes o la de otra hermana. Podríamos haber permanecido donde nos dejaste como meras espectadoras hasta la llegada del Tarmon Gai’don sin siquiera tener la oportunidad de hacer algo útil. Hasta que estuvimos en peligro. No me gusta tener que explicar mis actos, granjero, de modo que no me pongas en el brete de tener que hacerlo otra vez. ¿Ha quedado claro?