A un gesto de Bashere, se adelantaron haciendo reverencias a Rand cada tres pasos, tal como si se encontraran en presencia de un hombre vestido con las mejores galas que pudieran imaginarse. Uno de ellos, un hombre alto, carirredondo y con una de esas barbas peculiares, parecía ser el líder; denotaba una dignidad innata, aunque se advertía cierta tensión producto de la preocupación.
—Milord Dragón —saludó al tiempo que volvía a inclinarse mientras se llevaba las manos al corazón—. Perdonadme, pero ha sido imposible encontrar a lord Brend por ninguna parte, y…
—Ni se lo encontrará —lo interrumpió Rand, impasible.
Su tono hizo que un músculo de la cara del hombre se crispara en un tic nervioso, y el noble tragó saliva.
—Como digáis, milord Dragón —murmuró—. Soy lord Gregorin den Lushenos, milord Dragón. En ausencia de lord Brend, hablo en nombre del Consejo de los Nueve. Os ofrecemos… —Un ademán vigoroso de su mano hizo que otro hombre, más bajo y sin barba, se adelantara con un cojín cubierto con un paño de seda verde—. Os ofrecemos Illian. —El hombre más bajo retiró el trozo de seda y dejó a la vista una corona, un grueso aro de oro de cinco centímetros de ancho, con hojas de laurel—. La ciudad es vuestra, por supuesto —continuó Gregorin, ansiosamente—. Hemos sofocado toda resistencia y os ofrecemos la corona, el trono y todo Illian.
Rand miró fijamente la corona posada en el cojín, sin mover un solo músculo. Las gentes de Tear habían creído que su intención era coronarse rey, y en Cairhien y en Andor habían temido que hiciera lo mismo, pero nadie le había ofrecido una corona hasta entonces.
—¿Por qué? ¿Tan dispuesto está Mattin Stepaneos a renunciar a su trono?
—El rey Mattin desapareció hace dos días —dijo Gregorin—. Algunos de nosotros tememos que… Sospechamos que lord Brend tiene algo que ver con ello. Brend impone su… —Calló y tragó saliva—. Brend ejerce mucha influencia sobre el rey, algunos dirían que demasiada, pero algo lo mantuvo distraído en los últimos meses, y Mattin había empezado a reafirmar su autoridad.
Jirones de la mugrienta manga de la chaqueta y de la camisa colgaron cuando Rand extendió la mano para coger la Corona de Laurel. El dragón enroscado en su antebrazo relució con la luz de las lámparas tan brillantemente como la propia corona de oro. Rand la giró entre sus manos.
—Aún no habéis dicho por qué. ¿Es porque os he conquistado?
Había conquistado Tear y Cairhien también, pero algunos todavía se revolvían contra él en ambos países; sin embargo, la conquista parecía el único camino factible.
—En parte sí —repuso secamente Gregorin—. Con todo, podríamos haber elegido a uno de los nuestros; no sería la primera vez que sale un rey de entre los miembros del Consejo. Sin embargo, el grano que ordenasteis enviar desde Tear hizo que vuestro nombre estuviera en boca de todos unido a la Luz. Sin ese grano, muchos habrían muerto de hambre, ya que Brend se valió de todas las tretas para que el pan fuera a parar al ejército.
Rand parpadeó y retiró prestamente una mano para llevarse a la boca un dedo que se había pinchado. Casi enterradas entre las hojas de laurel de la corona había afiladas puntas de espadas. ¿Cuánto tiempo hacía que había ordenado a los tearianos que vendieran grano a su enemigo ancestral o que afrontaran la muerte si se negaban a hacerlo? Después de iniciar los preparativos para invadir Illian, en ningún momento se le pasó por la cabeza que habían seguido enviándolo. Tal vez tuvieron miedo de sacarlo a colación, pero también les dio miedo interrumpir los envíos. A lo mejor se había ganado cierto derecho a esa corona.
Con cuidado, se puso el aro de hojas de laurel. La mitad de aquellas espadas apuntaban hacia arriba, y la otra mitad, hacia abajo. Ninguna cabeza llevaría esa corona despreocupada ni fácilmente. Gregorin hizo una reverencia.
—Que la Luz ilumine a Rand al’Thor, rey de Illian —entonó, y otros siete señores imitaron su gesto al tiempo que repetían:
—Que la Luz ilumine a Rand al’Thor, rey de Illian.
Bashere se contentó con inclinar la cabeza —después de todo, era tío de una reina—, pero Dashiva gritó:
—¡Salve, Rand al’Thor, rey del mundo!
Flinn y los otros Asha’man se sumaron al grito.
—¡Salve, Rand al’Thor, rey del mundo!
—¡Salve, rey del mundo!
Aquello sonaba bien.
La historia de lo ocurrido se propagó como ocurre con las historias y cambió, como también cambian las historias, con el tiempo y la distancia; se difundió desde Illian en los barcos costeros, en caravanas de carretas de mercaderes y con palomas enviadas en secreto, extendiéndose como las ondas en un agua tranquila, mezclándose con otras ondas y creando otras nuevas. Un ejército había llegado a Illian, contaban, un ejército de Aiel, de Aes Sedai que surgían de la nada, de hombres que podían encauzar cabalgando en bestias aladas, e incluso un ejército de saldaeninos, aunque eso último muy pocos lo creyeron. Unas versiones decían que el Dragón Renacido había recibido la Corona de Laurel de manos del Consejo de los Nueve. Otras, que se la había entregado el propio Mattin Stepaneos, rodilla en tierra. Algunos, que el Dragón Renacido había arrancado la corona de la cabeza a Mattin, para después clavar esa cabeza en una pica. No, el Dragón Renacido había arrasado Illian hasta los cimientos, enterrando al viejo rey bajo los escombros. No, él y su ejército de Asha’man habían prendido fuego a Illian hasta reducirla a cenizas. No, era Ebou Dar la que había destruido, después de Illian.
Un dato, sin embargo, se repetía en todas aquellas versiones. La Corona de Laurel de Illian tenía ahora un nombre nuevo: la Corona de Espadas.
Y, por alguna razón, los hombres y las mujeres que relataban las historias sentían a menudo la necesidad de añadir unas palabras casi idénticas: la tormenta se acerca, decían, mientras miraban hacia el sur con preocupación. La tormenta se acercaba.
Señor de los rayos, jinete de la tormenta,
portador de la Corona de Espadas, hilador del destino.
Aquel que cree que hace girar la Rueda del Tiempo,
puede que descubra la verdad demasiado tarde.