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Perrin suspiró y entonces cayó en la cuenta de que lo hacía con frecuencia, desde que se había mezclado con Aes Sedai y Sabias. Y también con Doncellas. Las mujeres en general le provocaban exasperación últimamente.

Dobraine y Havien, conduciendo por las bridas a sus caballos pero sin sus soldados, fueron los últimos en entrar en el círculo de carretas. Havien había visto por fin una batalla; Perrin se preguntó si estaría tan ansioso como antes de ver la siguiente. Más o menos de la misma edad que Perrin, ahora no parecía tan joven como dos días antes. Dobraine, con la parte frontal del largo cabello afeitada, al estilo del corte de pelo de los soldados de Cairhien, no era joven ni mucho menos, y desde luego la batalla del día anterior no había sido la primera en la que había participado, pero lo cierto es que también daba la impresión de haber envejecido, y parecía preocupado. Lo mismo que Havien. Los ojos de ambos buscaron a Perrin.

En otro momento, Perrin habría esperado para ver de qué querían hablar, pero ahora bajó de la silla, entregó las riendas de Brioso a Aram y a renglón seguido se encaminó hacia donde estaba Rand. Se le habían adelantado otros. Las únicas que no estaban hablando eran Sulin y Nandera.

Kiruna y Bera se habían acercado a Rand en el momento en que éste entró en el círculo de carretas, y cuando Perrin estuvo cerca del grupo oyó a Kiruna diciéndole con grandilocuencia:

—Rehusasteis ayer la Curación, pero es obvio para todas nosotras que aún estáis padeciendo grandes dolores, aunque Alanna no hubiese sido incapaz de levan… —Se interrumpió cuando Bera le tocó el brazo, pero de inmediato prosiguió, casi sin pausa—. Quizás hayáis cambiado de opinión ahora y queráis que os curemos. —La última frase sonó en un tono que fue como si hubiese dicho «quizás habéis recuperado el buen juicio».

—El asunto de las Aes Sedai tiene que solucionarse sin más demora, Car’a’carn —manifestó formalmente Amys, quitándole la palabra de la boca a Kiruna.

—Debería ponérselas a nuestro cuidado, Rand al’Thor —añadió Sorilea al mismo tiempo que Taim decía:

—No es necesario solucionar el problema de las Aes Sedai, milord Dragón. Mis Asha’man saben cómo ocuparse de ellas. No habría dificultad para dejarlas confinadas en la Torre Negra.

Los oscuros y rasgados ojos del hombre se desviaron fugazmente hacia Kiruna y Bera, y Perrin comprendió de golpe, impresionado, que Taim se estaba refiriendo a todas las Aes Sedai, no sólo a las que ahora eran prisioneras. De hecho, aunque Amys y Sorilea miraron ceñudas a Taim, las ojeadas que asestaron a las dos Aes Sedai traslucían la misma intención.

Kiruna sonrió a Taim y a las Sabias, una mueca fría y apenas esbozada que quizá resultara un punto más dura cuando estuvo dirigida al hombre de chaqueta negra, pero no parecía haberse dado cuenta todavía de sus intenciones. Bastaba con que fuera quien era. Lo que era.

—En estas circunstancias —manifestó fríamente—, estoy segura de que Coiren Sedai y las otras se comprometerán conmigo y aceptarán que sea su fiadora para obtener la libertad bajo palabra. No tenéis necesidad de volver a preocuparos más por…

Los otros hablaron todos a la vez:

—Esas mujeres no tienen honor —arguyó Amys con desprecio, y ahora sí dejó muy claro que las incluía a todas—. ¿Qué valor puede tener su palabra?

—Son da’tsang —proclamó Sorilea con voz severa, como si pronunciara una sentencia.

Bera la miró con el entrecejo fruncido. A Perrin la palabra le sonó a la Antigua Lengua —de nuevo, tuvo la sensación de que debería conocer el término— pero no comprendía por qué la Aes Sedai reaccionaba poniendo ceño. Ni por qué Sulin asentía en conformidad con la Sabia, que continuó, imparable como una roca, rodando cuesta abajo:

—No merecen más consideración que cualquier…

—Milord Dragón —intervino Taim con la actitud de quien expone lo obvio—, sin duda querréis que las Aes Sedai, todas ellas, estén a cargo de personas de vuestra confianza, que dispongan de conocimientos y medios para ocuparse de ellas, y ¿quién mejor que…?

—¡Basta! —gritó Rand.

Todos enmudecieron al instante, pero sus reacciones fueron muy distintas. El semblante de Taim se quedó vacío de expresión, aunque olía a cólera. Amys y Sorilea intercambiaron una mirada y se ajustaron los chales casi a una; también sus olores eran idénticos, y acordes con la firme resolución de sus rostros. Querían lo que querían y estaban dispuestas a tenerlo, ni que lo dijera el Car’a’carn ni que no. También hubo una mirada compartida entre Kiruna y Bera, tan plena de significado que Perrin deseó ser capaz de interpretarlas del mismo modo que su nariz hacía con los olores. Sus ojos veían dos Aes Sedai serenas, con pleno dominio de sí mismas y de cualquier otra cosa que quisieran controlar; su nariz olía dos mujeres en un estado de ansiedad y no poco asustadas. De Taim, era seguro. Las mujeres parecían creer que todavía podían vérselas con Rand, de un modo u otro, y con las Sabias, pero Taim y los Asha’man les tenían metido el miedo en el cuerpo.

Min tiró de la manga a Rand; la muchacha había estado observando a todos, sin perder detalle, y olía casi tan preocupada como las hermanas. Él le palmeó la mano mientras asestaba una mirada furibunda a todos los demás. Incluido Perrin, cuando éste hizo intención de abrir la boca. Todo el campamento estaba pendiente de ellos, desde los hombres de Dos Ríos hasta las Aes Sedai prisioneras, aunque sólo había unos pocos Aiel lo bastante cerca para poder oír lo que decían. La gente estaba pendiente de Rand, sí, pero tendía a mantenerse a una prudente distancia de él si podía.

—Las Sabias se ocuparán de las prisioneras —manifestó finalmente Rand, y de repente Sorilea emitió un olor tan intenso a satisfacción que Perrin no pudo menos de frotarse la nariz. Taim sacudió la cabeza, exasperado, pero Rand se volvió hacia él y lo miró directamente a los ojos antes de que el hombre pudiera decir nada. Había metido un pulgar por el cinturón de la espada, junto a la hebilla dorada con forma de dragón, y tenía los nudillos blancos a causa de la fuerza con que la aferraba; la otra mano toqueteaba la oscura vaina de piel de jabalí.

»Se supone que los Asha’man deben entrenarse, e incorporar nuevos reclutas a sus filas, no encargarse de la custodia de nadie. Especialmente de Aes Sedai.

Perrin sintió que el pelo de la nuca se le erizaba al captar el olor que exhalaba Rand cuando miraba a Taim: odio, y un punto de miedo. Luz, tenía que estar cuerdo.

—Como ordenéis, milord Dragón. —Taim hizo una inclinación de cabeza breve y renuente.

Min echó una ojeada inquieta al hombre de negro y se acercó más a Rand. Kiruna olía a alivio, pero tras mirar de nuevo a Bera se puso más erguida, recobrada su firme tenacidad.

—Estas Aiel son bastante diestras, y algunas habrían sacado mucho partido de sus poderes si hubiesen acudido a la Torre, pero no podéis dejar en sus manos a unas Aes Sedai, así como así. ¡Es inaudito! Bera Sedai y yo nos…

Rand levantó una mano y la mujer enmudeció de golpe. Tal vez fuera la mirada del hombre, fría y dura como gemas azulgrisáceas. O tal vez fue lo que quedó claramente a la vista, a través de la manga rota de la camisa: uno de los dragones rojos y dorados que se enroscaban alrededor de sus antebrazos. La marca resplandecía con la luz del sol.

—Todas me habéis jurado lealtad, ¿no es así? —inquirió.

Los ojos de Kiruna se desorbitaron como si algo la hubiese golpeado en la boca del estómago.

Al cabo de un momento, asintió, bien que a regañadientes. Tenía la misma expresión incrédula que traslucía el día anterior, cuando se arrodilló junto a los pozos al final de la batalla y juró, por la Luz y por su esperanza de salvación y renacimiento, obedecer al Dragón Renacido y servirlo hasta que la Última Batalla llegara y terminara. Perrin comprendía la conmoción de la mujer. A pesar de los Tres Juramentos, si Kiruna lo hubiese negado ahora, Perrin habría dudado si su memoria le era fiel, tan increíble resultaba la escena. Nueve Aes Sedai de rodillas, los semblantes aterrados por las palabras que salían de sus labios, apestando a incredulidad. Ahora mismo, las comisuras de la boca de Bera se curvaban hacia abajo como si la mujer acabara de morder una ciruela amarga.