Perrin hizo una mueca. Con tantas cosas que tenía que decirle a Rand y no había abierto la boca una sola vez. En realidad, quizá sería mejor hacerlo lejos de Aes Sedai y Sabias. Y de Taim.
A decir verdad, no tuvo mucho que hacer. Se suponía que tenía el mando puesto que había organizado el rescate, pero Rhuarc sabía lo que había que hacer mejor de lo que él sabría nunca, y una palabra de Dobraine y de Havien bastó para poner en movimiento a cairhieninos y mayenienses. Aún querían decirle algo, pero no lo hicieron hasta que estuvieron solos y Perrin les preguntó qué pasaba.
—Lord Perrin —habló deprisa Havien—, es el lord Dragón. Ese empeño en buscar entre los cadáveres…
—Parece un tanto… exagerado —lo interrumpió Dobraine suavemente—. Nos preocupa, como podéis comprender. Es mucho lo que depende de él.
Puede que su aspecto fuera el de un soldado, y lo era, pero también era un lord cairhienino, empapado en el Juego de las Casas, con su cuidadoso e intencionado modo de hablar, como cualquiera de sus compatriotas.
Perrin, por el contrario, no participaba en ese juego.
—Sigue cuerdo —replicó sin andarse por las ramas.
Dobraine se limitó a asentir, como queriendo decir que por supuesto, y se encogió de hombros, insinuando que en ningún momento había tenido intención de preguntar tal cosa. Havien, sin embargo, se puso rojo como la grana. Siguiéndolos con la mirada mientras se dirigían hacia sus tropas, Perrin sacudió la cabeza. Esperaba no haber mentido.
Tras reunir a los hombres de Dos Ríos, les dijo que ensillaran los caballos y pasó por alto todas las reverencias, la mayoría de las cuales eran bruscas, como siguiendo un impulso repentino. Hasta Faile decía a veces que las gentes de Dos Ríos se excedían en las reverencias; también afirmaba que todavía estaban aprendiendo cómo comportarse con un lord. Pensó gritarles «yo no soy un lord», pero eso ya lo había hecho antes y no había funcionado.
Mientras los demás corrían hacia los animales, Dannil Lewin y Ban al’Seen se quedaron. Eran primos, ambos larguiruchos, y muy parecidos físicamente, excepto porque Dannil lucía un bigote grande, como cuernos vueltos hacia abajo, al estilo tarabonés, en tanto que Ban llevaba un bigotillo fino, a la moda de Arad Doman. Los refugiados habían llevado a Dos Ríos un montón de cosas nuevas.
—¿Esos Asha’man vienen con nosotros? —preguntó Dannil. Cuando Perrin respondió sacudiendo la cabeza, suspiró tan hondo, con tanto alivio, que el espeso bigote se agitó.
—¿Y las Aes Sedai? —inquirió, anhelante, Ban—. Ahora quedarán libres ¿no? Quiero decir, bueno, Rand está libre. Es decir, el lord Dragón. No pueden estar prisioneras. Son Aes Sedai.
—Vosotros dos, ocupaos de que todo el mundo esté listo para emprender la marcha —dijo Perrin—. Dejad que Rand se preocupe por las Aes Sedai.
Ambos se encogieron, cortados. Hasta eso lo hacían igual. Dos dedos se alzaron para rascar el correspondiente bigote en ademán preocupado, y Perrin, que estaba haciendo lo mismo con su barba, retiró bruscamente la mano. Cuando un hombre hacía eso, daba la impresión de que tenía piojos.
En menos que se tarda en contar, el campamento bullía con gran ajetreo. Todo el mundo estaba esperando ponerse en marcha en cualquier momento, pero la gran mayoría tenía algo pendiente que hacer. Los sirvientes y conductores de carretas de las Aes Sedai cautivas acabaron de cargar apresuradamente los últimos bártulos y se pusieron a enganchar los tiros haciendo tintinear los arneses. Cairhieninos y mayenienses parecían estar en todas partes, revisando sillas de montar y bridas. Gai’shain desnudos corrían de un lado para otro a pesar de que los Aiel no parecían tener mucho que hacer para estar preparados.
Unos destellos de luz en la parte exterior del círculo de carretas anunciaron la partida de Taim y los Asha’man. Aquello hizo que Perrin se sintiera mucho mejor. De los nueve que se habían quedado, otro más aparte de Dashiva era de mediana edad, un tipo fornido con cara de campesino; y había otro, con apariencia de abuelo, que cojeaba levemente y cuyo escaso pelo era completamente blanco. Los demás eran más jóvenes, algunos incluso adolescentes; no obstante, todos ellos contemplaban el barullo con la impávida actitud de quien ha visto lo mismo una docena de veces. Se mantenían aparte de los demás, agrupados como una piña a excepción de Dashiva, que, a unos pocos pasos de ellos, miraba al vacío. Perrin recordó la advertencia de Taim respecto a ese tipo, y esperó que sólo estuviera soñando despierto.
Encontró a Rand sentado en una caja de madera, con los codos apoyados en las rodillas. Sulin y Nandera, en cuclillas, lo flanqueaban; ambas evitaban mirar deliberadamente la espada que Rand llevaba a la cadera. Sostenían las lanzas y las adargas de cuero con aparente despreocupación, pero vigilaban estrechamente a cualquiera que se moviera cerca de Rand, aunque estaba rodeado de gente que le era fiel. Min se hallaba a sus pies, sentada en el suelo con las piernas dobladas debajo, como una niña, y le sonreía.
—Espero que sepas lo que estás haciendo, Rand —dijo Perrin, acomodando el mango del hacha de manera que le permitiera agacharse apoyado sobre los talones.
No había nadie lo bastante cerca para oírlo aparte de Rand, Min y las dos Doncellas. Si Sulin y Nandera iban después corriendo a contarles a las Sabias lo que se disponía a decir, le daba igual. Sin más preámbulos, se lanzó a relatar todo lo que había observado a lo largo de la mañana. También lo que había captado a través de los olores, aunque sin decir cómo lo había advertido. Rand no se contaba entre los pocos que sabían lo suyo y lo de los lobos; el modo en que lo explicó daba a entender que todo lo había visto con sus propios ojos y oído con sus propios oídos. Lo de los Asha’man y las Sabias. Lo de los Asha’man y las Aes Sedai. Lo de las Sabias y las Aes Sedai. Toda la maraña de componentes inflamables como yesca que podían prenderse en cualquier momento si saltaba una chispa. No dejó fuera a los hombres de Dos Ríos.
—Están preocupados, Rand. Y, si a ellos les pasa eso, puedes dar por seguro que algún cairhienino está pensando hacer algo. O un teariano. Quizá simplemente ayudar a escapar a los prisioneros, o tal vez algo peor. Luz, no me cuesta nada imaginar a Dannil, Ban y cincuenta más ayudándolos a huir si supieran cómo hacerlo.
—¿De veras crees que lo otro sería peor? —inquirió quedadamente Rand, y a Perrin se le puso carne de gallina.
—Mil veces peor —respondió en un tono igualmente bajo, mirándolo directamente a los ojos—. No tomaré parte en un asesinato. Y, si tú lo haces, me interpondré.
El silencio se prolongó, la mirada de los ojos azulgrisáceos trabada en la de los ojos dorados, sin pestañear. Min, por su parte, los observó a ambos con el ceño fruncido y emitió un sonido exasperado.
—¡Menudo par de zoquetes! Rand, sabes que nunca darías una orden así y que tampoco permitirías que la diera nadie. Perrin, sabes que no lo haría. Ahora mismo quiero dejar de veros actuando como dos gallos de pelea en un corral.
Sulin soltó una risita entre dientes, pero Perrin deseaba preguntar hasta qué punto estaba segura de lo que había dicho, aunque no era algo que pudiera plantearse en ese momento. Rand se pasó los dedos por el pelo y luego sacudió la cabeza. Fue como si no estuviese de acuerdo con alguien que sólo él veía u oía; exactamente lo que haría un loco.
—Nunca es fácil, ¿verdad? —dijo Rand al cabo de unos segundos, con expresión triste—. La amarga verdad es que no sé cuál de las dos cosas sería peor. No tengo ninguna elección buena. Ellas se han ocupado de que sea así. —Su expresión era abatida, pero en su olor había una ardiente rabia—. Vivas o muertas, son una carga para mí, una losa que, en cualquiera de los dos casos, puede romperme la espalda.