Apretó los puños y la tira de papel crujió.
«Se ha puesto el aro en la nariz del toro».
La impasible compostura de Alviarin no desmerecía la de una estatua de mármol, pero a Elaida ya no le importaba. El pastor venía de camino y pronto lo tendría en sus manos. Las rebeldes serían aplastadas; la Antecámara, intimidada; Alviarin, obligada a hincar la rodilla; y todos los dirigentes recalcitrantes metidos en cintura, desde Tenobia de Saldaea, que se había escondido para eludir a su emisaria, hasta Mattin Stepaneos de Illian, que otra vez intentaba jugar con todas las barajas, procurando congraciarse con ella, con los Capas Blancas y, por lo que sabía, hasta con al’Thor. Elayne subiría al trono de Caemlyn, sin la intromisión de su hermano y plenamente consciente de quién la había sentado en él. Una corta estancia en la Torre, y esa chica sería arcilla de alfarero en sus manos.
—Quiero a esos hombres erradicados, Alviarin. —No era preciso especificar a quién se refería; la mitad de las hermanas no hablaba de otra cosa que de «esos hombres» y su «Torre Negra», mientras que la otra mitad cuchicheaba sobre ellos a escondidas.
—Hay informes inquietantes, madre. —Alviarin rebuscó otra vez entre sus papeles, pero Elaida sospechaba que lo hacía únicamente para tener ocupadas las manos. No volvió a sacar ninguna hoja, y, si casi nada trastornaba a la Blanca más de unos segundos, ese abominable nido de ratas en las afueras de Caemlyn sí que debía hacerlo.
—¿Más rumores? ¿Es que das crédito a los chismes de que se cuentan por miles los individuos que acuden a Caemlyn en respuesta a esa inmunda «amnistía»? —Realmente no era una de las cosas menos peligrosas llevadas a cabo por al’Thor, pero tampoco era para quitar el sueño. Un simple montón de estiércol que habría que limpiar antes de que Elayne fuese coronada en Caemlyn.
—Por supuesto que no, madre, pero…
—Toveine se encargará de ello. Es una tarea que compete a las Rojas.
Toveine Gazal había estado apartada de la Torre quince años, hasta que Elaida la había mandado llamar. Las otras dos hermanas Rojas que habían dimitido «voluntariamente» al mismo tiempo que ella se habían convertido en mujeres de ojos huidizos; pero, al contrario que Lirene y Tsutama, el solitario exilio había endurecido a Toveine.
—Irá acompañada de cincuenta hermanas —prosiguió Elaida, convencida de que en esa «Torre Negra» no habría más de dos o tres hombres que realmente pudieran encauzar. Cincuenta hermanas los dominarían sin ninguna dificultad. No obstante, cabía la posibilidad de que hubiese otros de los que ocuparse, los habituales adláteres y simpatizantes, necios rebosantes de ambición y fútiles esperanzas—. Y también cien… No, doscientos soldados.
—¿Estáis segura de que tal actuación es acertada? Indudablemente los rumores que hablan de miles de hombres son absurdos, pero un informador Verde de Caemlyn afirma que hay más de cuatrocientos en esa Torre Negra. Es un tipo avispado. Al parecer calculó esa cifra contando los carros de abastecimiento que salen de la ciudad. Además, sabéis que también se comenta que Mazrim Taim está con ellos.
Elaida hizo un gran esfuerzo para mantener el gesto impasible, cosa que consiguió a duras penas. Había prohibido mencionar el nombre de Taim, y el hecho de no atreverse —¡no atreverse!— a imponer el castigo debido a Alviarin era un trago más amargo que la hiel. La mujer la miraba directamente a los ojos, y en esta ocasión la omisión hasta del somero tratamiento de «madre» era manifiesta. ¡Por no mencionar la osadía de preguntar si sus decisiones eran atinadas! ¡Era la Sede Amyrlin! ¡No la principal entre iguales, sino la Sede Amyrlin!
Abrió la caja laqueada más grande de las tres que había sobre el escritorio y dejó a la vista las miniaturas de marfil sobre el terciopelo gris. Al igual que le ocurría con una de sus aficiones —tejer punto—, a menudo el simple hecho de tocar las piezas de su colección la tranquilizaba; pero lo más importante de tal gesto era que dejaba muy claro a quien tenía delante cuál era su puesto, dado que aparentemente prestaba más atención a las miniaturas que a lo que quiera que estuviese diciéndole esa persona. Primero toqueteó un gato de talla tan exquisita que parecía estar moviéndose; después hizo lo mismo con la de una mujer que lucía un atuendo minuciosamente realizado y que llevaba sobre el hombro un animalillo muy peculiar, sin duda producto de la fantasía del artista, casi como si fuese un hombre cubierto de pelo; por último, Elaida escogió un pez arqueado tan delicadamente trabajado que casi parecía real a pesar de la pátina amarillenta del marfil.
—Cuatrocientos mamarrachos, Alviarin. —Ya se sentía más tranquila, sobre todo porque la Guardiana había apretado los labios. Duró una fracción de segundo, pero Elaida saboreaba cualquier fisura, por mínima que fuera, en la marmórea máscara de la Blanca—. Si es que son tantos realmente. Sólo un necio creería que más de uno o dos de ellos pueden encauzar. ¡Como mucho! En diez años sólo hemos encontrado seis hombres con la habilidad. Veinticuatro en los últimos cuatro lustros. Y sabes la criba exhaustiva que se ha hecho en el mundo. En cuanto a Taim…
El nombre le quemaba la boca; el único falso Dragón que había escapado de ser amansado después de haber caído en manos de Aes Sedai. Era una circunstancia que no deseaba que apareciera en las Crónicas durante el período de su reinado; ciertamente no hasta que decidiese cómo debía ser reflejada. Hasta la fecha, en las Crónicas no se mencionaba nada posterior a su captura. Acarició con la yema del pulgar las escamas del pez.
—Está muerto, Alviarin —prosiguió—, o en caso contrario ya habríamos sabido de él hace tiempo. Y desde luego, jamás se pondría al servicio de al’Thor. ¿Cómo crees que después de autoproclamarse el Dragón Renacido iba a servir a otro hombre que pretende ser lo mismo? ¿Cómo iba a encontrarse en Caemlyn sin que al menos Davram Bashere intentara matarlo? —El pulgar se movió más deprisa sobre la miniatura cuando Elaida recordó que el mariscal de Saldaea estaba en Caemlyn, a las órdenes de al’Thor. ¿En qué estaba pensando Tenobia? Sin embargo, no dejó traslucir su tumulto interno, y su semblante permaneció tan impasible como el de cualquiera de sus miniaturas.
—Hablar en voz alta de veinticuatro hombres amansados es peligroso —manifestó Alviarin en un tono ominosamente quedo—. Tanto como decir dos mil. En las Crónicas se recoge únicamente la cifra de dieciséis. Sólo nos faltaba ahora que esos años cobraran protagonismo de nuevo. O que lo oyeran las hermanas que saben exclusivamente lo que se les ha dicho que es la verdad. Ni siquiera lo mencionan las tres que habéis hecho llamar de vuelta.
Elaida adoptó una expresión socarrona. Que ella supiera, Alviarin se había enterado de la verdad de aquellos años sólo al ser ascendida a Guardiana; todo lo contrario a ella, que conocía el tema de un modo más… personal. Aunque Alviarin, indudablemente, ignoraba tal cosa. O al menos no lo sabía con certeza.
—Hija, salga lo que salga a la luz, no temo nada. ¿Quién va a imponerme a mí un castigo y con qué cargos? —Aquello era un bonito quiebro que eludía muy bien la verdad, pero, por lo visto, no impresionó ni poco ni mucho a la otra mujer.