Los brazaletes de oro y marfil tintinearon suavemente cuando Sevanna se ajustó el oscuro chal sobre los brazos y se colocó los collares. La mayoría de estos últimos también eran de oro y marfil, pero uno de ellos, que había pertenecido a una mujer noble de las tierras húmedas —la misma que ahora vestía la túnica blanca y trabajaba junto con los otros gai’shain allá, en las montañas conocidas como Daga del Verdugo de la Humanidad—, consistía en una sarta de perlas y rubíes, con un rubí del tamaño del huevo de una gallina pequeña reposando entre sus senos. Las tierras húmedas ofrecían ricos botines. La esmeralda que adornaba uno de sus dedos reflejó la luz del sol como un fuego verde; llevar anillos era una costumbre de las tierras húmedas que merecía la pena adoptar, por muchas miradas que atrajera el que ella lucía. Obtendría más, si igualaban la magnificencia de ése.
La mayoría de los hombres pensaban que Maeric o Bendhuin serían los primeros que recibirían permiso de las Sabias para intentar salir airosos de Rhuidean. De ese grupo, sólo Efalin sospechaba que ninguno lo llevaría a cabo; la Doncella era lo bastante astuta para manifestar sus sospechas, en tono circunspecto, a Sevanna y a nadie más. Sus mentes eran incapaces de asimilar la posibilidad de librarse de lo establecido; y, a decir verdad, por impaciente que Sevanna estuviera de implantar nuevas costumbres, también era consciente de que debía conducirlos a ello poco a poco. Eran muchas las cosas que ya habían cambiado desde que los Shaido habían cruzado la Pared del Dragón y entrado en las tierras húmedas —todavía lo eran si se comparaban con la Tierra de los Tres Pliegues—, pero cambiarían muchas más. Una vez que Rand al’Thor estuviese en su poder, después de que ella se hubiese casado con el Car’a’carn, el jefe de jefes de los Aiel —esa estupidez del Dragón Renacido sólo eran necedades de las tierras húmedas—, se implantaría una forma nueva para nombrar jefes de clanes, así como jefes de septiares. Tal vez incluso los jefes de las asociaciones guerreras. Sería Rand al’Thor quien los elegiría. Designando a quien ella le dijera, claro está. Y eso sólo sería el comienzo. Luego seguiría, por ejemplo, la costumbre de las tierras húmedas de transmitir el rango a hijos y nietos.
El viento sopló con más fuerza un momento, en dirección sur. Taparía el ruido de los caballos y carretas de los habitantes de las tierras húmedas.
Sevanna volvió a ajustar el chal y reprimió un gesto de impaciencia. Debía mostrarse tranquila costara lo que costara. Una ojeada a la derecha hizo desaparecer su preocupación con la misma rapidez con que había surgido. Más de doscientas Sabias Shaido se encontraban agrupadas allí, y por lo general al menos unas cuantas estarían observándola como buitres, pero ahora todas tenían los ojos clavados en la elevación. Más de una se ajustaba el chal o se alisaba la voluminosa falda con aire inquieto. Los labios de Sevanna se curvaron. En algunos de aquellos rostros brillaba el sudor. ¡El sudor! ¿Dónde estaba su honor, que dejaban traslucir su nerviosismo a la vista de todos?
Todo el mundo rebulló ligeramente cuando un joven Sovin Nai apareció en lo alto; mientras descendía presuroso, se bajó el velo negro. Se dirigió directamente hacia ella, como era debido, pero para irritación de la mujer el joven alzó la voz lo bastante para que todos lo oyeran:
—Uno de sus exploradores escapó. Estaba herido, pero seguía montado en su caballo.
Los jefes de las asociaciones empezaron a moverse antes de que el Sovin Nai hubiese acabado de hablar. No lo permitiría. Serían ellos quienes dirigirían la batalla actual —Sevanna nunca había hecho uso de una lanza en su vida— pero no dejaría que olvidaran quién era ella.
—Que todas las lanzas los ataquen —ordenó en voz alta—, antes de que tengan tiempo de prepararse.
Los jefes se volvieron como un solo hombre hacia ella.
—¿Todas las lanzas? —demandó Bendhuin, incrédulo—. Querrás decir todas excepto los exploradores…
—Si no dejamos lanzas en reserva, nos pueden… —empezó al mismo tiempo Maeric, iracundo.
Sevanna los interrumpió a los dos.
—¡Todas las lanzas! Es con Aes Sedai con quienes vamos a danzar. ¡Tenemos que superarlas de inmediato!
Efalin y casi todos los otros jefes de asociaciones mantuvieron el gesto impasible, pero Bendhuin y Maeric fruncieron el ceño, dispuestos a discutir. Necios. Se iban a enfrentar a varias docenas de Aes Sedai y unos pocos cientos de soldados de las tierras húmedas y, sin embargo, con los más de cuarenta mil algai’d’siswai que habían insistido en llevar a la batalla, todavía querían conservar los exploradores y las lanzas de reserva, como si sus adversarios fueran otros Aiel o un ejército de las tierras húmedas.
—Hablo como jefa de clan de los Shaido. —No tendría que haber dicho tal cosa, pero no venía mal recordárselo—. Son sólo un puñado. —Ahora pronunció cada palabra con desprecio—. Se los puede vencer si las lanzas actúan con rapidez. Cuando salió el sol estabais ansiosos por vengar a Desaine. ¿Es miedo lo que huelo ahora? ¿Miedo de unos pocos habitantes de las tierras húmedas? ¿Es que los Shaido han perdido el honor?
Aquello hizo que sus semblantes se endurecieran hasta el punto de parecer tallados en piedra, como era intención de la mujer. Incluso los ojos de Efalin semejaban gemas grises cuando la mujer se cubrió con el velo; movió los dedos en el lenguaje utilizado por las Doncellas, y, cuando los jefes de asociaciones corrieron hacia la cima de la elevación, las Far Dareis Mai que rodeaban a Sevanna fueron en pos de ellos. Aquello último no estaba en sus intenciones, pero al menos las lanzas se habían puesto en movimiento. Incluso desde el fondo de la cañada, Sevanna podía ver el terreno que un momento antes parecía vacío invadido ahora por figuras vestidas con cadin’sor, todas apresurándose hacia el sur con las largas zancadas capaces de superar a los caballos. No había tiempo que perder. Recordándose que luego tendría unas palabras con Efalin, Sevanna se volvió hacia las Sabias.
Elegidas entre las Sabias Shaido más fuertes que podían manejar el Poder Único, superaban, en una proporción de seis o siete a uno, a las Aes Sedai que acompañaban a Rand al’Thor, pero a pesar de ello Sevanna percibía dudas en las mujeres. Trataban de disimularlas tras máscaras impasibles, pero estaban allí, en los movimientos de los ojos, en las lenguas que humedecían los labios. Muchas eran las tradiciones que caerían ese día, tradiciones tan antiguas y sólidas como leyes. Las Sabias no tomaban parte en las batallas. Las Sabias evitaban a las Aes Sedai. Conocían las viejas historias: que los Aiel habían sido enviados a la Tierra de los Tres Pliegues por haberles fallado a las Aes Sedai, que serían destruidos si alguna vez volvían a fallarles. Habían oído lo que se contaba, lo que Rand al’Thor había manifestado delante de todos: que, como parte de su servicio a las Aes Sedai, los Aiel habían jurado no recurrir a la violencia jamás.
Hubo un tiempo en que Sevanna había estado segura de que esas historias eran embustes, pero últimamente creía que las Sabias las consideraban verdaderas. Nadie le había dicho nada, claro. Qué importaba. Ella misma no había realizado los dos viajes a Rhuidean que se requerían para convertirse en Sabia, pero las otras la habían aceptado como tal por muy reacias que se hubiesen mostrado algunas. Ahora no tenían más remedio que seguir aceptando cosas. Tradiciones inútiles darían paso a otras nuevas.
—Las Aes Sedai —musitó. Todas se inclinaron hacia ella en medio de un quedo tintineo de brazaletes y collares para no perderse sus palabras—. Tienen a Rand al’Thor, el Car’a’carn. Debemos arrebatárselo. —Alguno que otro ceño se frunció. La mayoría creía que ella quería que se cogiera vivo al Car’a’carn para vengar la muerte de Couladin, su segundo esposo. Eso lo entendían, pero no habrían acudido allí por tal motivo—. Las Aes Sedai —dijo con ferocidad—. Mantuvimos nuestra parte del acuerdo, pero ellas lo rompieron. No hemos violado nada, pero ellas han incumplido todo. Ya sabéis cómo fue asesinada Desaine. —Desde luego que lo sabían. Los ojos fijos en ella se tornaron incisivos de repente. Matar a una Sabia era tan reprochable como matar a una mujer embarazada, a un niño o a un herrero. Algunos de aquellos ojos eran muy, muy penetrantes. Los de Therava, los de Rhiale, los de otras—. Si permitimos que esas mujeres escapen sin castigo por ello, entonces es que somos menos que animales, no tendremos honor. Y yo quiero conservar mi honor.